LA
CARRETA
Prólogo
de Wilfredo Penco
Montevideo
2004
CUADRAGÉSIMA ENTREGA
X
(2)
Sostuvo su pingo por
las riendas, lo ató al alambrado y volvió sobre su presa. El caballo del muerto
se alejó, espantado, pisándose las riendas.
No titubeó. Cargó con
el cuerpo sobre las espaldas. Ya había aparecido su perro barroso, que lamía la
sangre derramada como si le hubiesen enseñado a borrar las huellas. Lo seguía,
lamiendo las gotas de sangre sobre el pasto húmedo.
Anduvo hasta el
chiquero. Los chanchos gruñían. Iban de un lado a otro, alzando barro. La
aurora daba un tinte rosado al redondel pantanoso donde se debatían los
animales hambrientos.
Volcó el cadáver en el
chiquero. El cuerpo, al caer, hizo un ruido como de pellejo a medio llenar. Se
abalanzaron las bestias sobre los despojos de Alfaro. Gruñían, rezongaban, se
peleaban a dentelladas, para ver quién aplicaba el mejor golpe de colmillo. En
un segundo, andaban las piernas de Pedro Alfaro por un lado, los brazos por
otro.
-¡Aprendé, miserable!
El sol iba saliendo. Un
rayo rojo a ras de tierra doraba los campos. Ya tenían sombras el perro y la
baja figura de Chiquiño. Unas sombras largas sobre la tierra fresca, sobre los
pastos verdecidos. Las dos sombras iban hacia el rancho, paso a paso. En el
alambrado, con la cabeza gacha, la resignación pasiva de su caballo.
Chiquiño olvidó su
pingo. Los chanchos gruñían demasiado para que se ocupase de otra cosa. Se sentía
deshecho. Entró al rancho y halló a su china dormida boca abajo, hundida en el
sueño, como él en el crimen. Cerró el postigo, por donde entraba el sol. Y se
volcó en el catre, como un fardo.
Bajo su cama, el perro
barroso se lamía las fauces, mirando hacia la puerta por donde entraba el
fresco de la mañana.
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