LA
CARRETA
Prólogo
de Wilfredo Penco
Montevideo
2004
CUADRAGESIMOTERCERA ENTREGA
XI
(3)
Tiene sentido la frase
del loco. Los pájaros negros de la tormenta están presentes.
“El cuentero” continúa
su relato. Pero el éxito de sus narraciones no vuelve a repetirse. Sus palabras
han perdido el mágico poder. Su voz no llega ya hasta los que lo escuchan. En
aquel momento sus gracias parecen ridículas, desabrido su gesto y estúpida su
intención de entretener. Se trasmite la frialdad del forastero. De un zarpazo
invisible, buscándole el lado flaco, el intruso ha arrancado el don singular
del bufón campesino, ha desarmado su gracia.
“El cuentero” resuelve
partir aquella misma noche.
Seguía cayendo la
lluvia torrencialmente. Adormecía el ruido del agua en las chapas de cinc. El
infeliz salió sin que lo advirtiesen. Y cuando el sueño envolvía el cuerpo
sudoroso de las mujeres, a esas horas, intentó cruzar el Paso de las Piedras.
El río corre allí
encajonado, y a las dos o tres horas de lluvia, es tan violenta la chorrada que
un objeto pesado, para llegar al fondo, necesariamente debe correr a flor de
agua un buen trecho, como si fuese un trozo de corcho.
La balsa no funciona
entonces y hay que esperar la bajante.
En la otra orilla, el
caserío que circunda el cuartel de infantería allí apostado, ha recibido
siempre con buenos ojos la visita del hombre de los cuentos. La tropa sabe
retribuir con prodigalidad al “cuentero”.
Se larga en el
torrente. Un agua negra, salpicada de relámpagos, marcha con árboles y
animales. Más que una arteria de la tierra, parece un brazo de la noche. Al
resplandor de los relámpagos surge blanco el caserío vecino. “El cuenterto” sólo
piensa en el halago de la gente que lo quiere y en alejarse del enemigo que le
trajo la tormenta.
Al día siguiente,
Cándido, los ojos fuera de las órbitas, con los brazos en alto, llega corriendo
del Paso.
-¡El lau flaco, el lau
flaco!... ¡Ayí, ayí!... -grita desaforado.
Con ambas manos señala
un pasaje del monte a pocas cuadras del paso. Acompaña sus palabras con un
torbellino de ademanes.
Para comprenderlo,
tienen que seguirlo. Va adelante, guiando a las quitanderas.
En la punta de un
tronco de ñandubay, partido por la impetuosidad de las aguas, se halla
ensartado el cuerpo del “cuentero”. Sus ropas, rasgadas, ofrecen al sol su
carne fofa y amoratada.
El río ha vuelto a su
cauce normal. Allá, a lo lejos, en la cuchilla, marcha el extraño que deshizo
el sortilegio del “cuentero”, al galope largo de su caballo. Su poncho negro se
aleja con aletazos de pájaro que huye.
No hay comentarios:
Publicar un comentario