LOS
CANTOS DE MALDOROR
CIENTODECIMOQUINTA ENTREGA
(Barral Editores / Barcelona 1970)
CANTO QUINTO
1 (2)
La frontera entre tu
gusto y el mío es invisible; nunca podrás descubrirla, lo que prueba que esa
frontera no existe. Piensa entonces que (no hago aquí más que rozar la
cuestión) no sería imposible que hubieras firmado un tratado de alianza con la
obstinación, esa atrayente hija del mulo, fuente tan abundante de intolerancia.
Si no estuviera seguro de que no eres tonto, no te haría semejante reproche. No
es conveniente que te fosilices en el caparazón cartilaginoso de un axioma que
crees inconmovible. Hay otros axiomas también inconmovibles que avanzan a la
par del tuyo. Si tienes marcada inclinación por el caramelo (farsa admirable de
la naturaleza) a nadie le parecerá un delito, pero aquellos cuya inteligencia
más vigorosa y capaz de cosas más
importantes prefieren la pimienta y el arsénico, tienen buenas razones para
obrar de ese modo, sin que por ello intenten imponer su pacífica dominación a
los que tiemblan de pavor ante una musaraña o ante la expresión parlante de las
caras de un cubo. Hablo por experiencia sin venir a representar aquí el papel
de provocador. Y así como a los rotíferos y a los tartígrados se los puede
calentar hasta una temperatura cercana de la ebullición sin que pierdan
fatalmente su vitalidad, lo mismo sucederá contigo si sabes asimilar con la
debida precaución la acre serosidad purulenta que rezuma lentamente de la
irritación que provocan mis interesantes lucubraciones. ¡Y qué! ¿No se ha
logrado insertar en el dorso de una rata viva, la cola separada del cuerpo de
otra rata? Intenta, pues, del mismo modo, trasplantar a tu imaginación los
diversos cambios de mi razón cadavérica. Pero sé prudente. En el instante en
que escribo, nuevos estremecimientos recorren la atmósfera intelectual; sólo se
trata de tener el valor de mirarlos de frente. ¿Por qué haces esa mueca? Y
hasta la acompañas de un ademán que sólo podría imitar después de largo
aprendizaje. Convéncete de que la costumbre es necesaria para todo, y ya que la
repugnancia instintiva que se declaró desde las primeras páginas ha menguado
notablemente su intensidad, en razón inversa de la aplicación a la lectura,
como un forúnculo que se secciona, hay que esperar con seguridad que, aunque tu
cabeza siga aun enferma, tu curación no tarde en entrar en su fase terminal.
Para mí no quedan dudas de que ya bogas en plena convalecencia, sin embargo, tu
cara permanece demacrada, ¡ay! Pero… ¡valor! Hay en ti un espíritu poco común;
te amo y no desespero de tu completa liberación, con tal de que ingieras
algunas sustancias medicamentosas que no harán sino apresurar la desaparición
de los síntomas finales del mal. Como alimento astringente y tónico, arrancarás
ante todo los brazos de tu madre (si todavía vive), los cortarás en trocitos y,
a continuación, los comerás en un solo día, sin que ningún rasgo de tu rostro
traicione tu emoción. Si tu madre fuese demasiado vieja, elige otro paciente
quirúrgico más joven y lozano, sobre el cual pueda morder la legra, y cuyos
huesos del tarso encuentran un fácil punto de apoyo para hacer palanca al
andar: tu hermana, por ejemplo. No puedo dejar de compadecer tu suerte, y no
soy de aquellos en quienes un entusiasmo muy frío no hace sino minar la bondad.
Tú y yo derramaremos por ella, esa virgen amada (aunque no tengo pruebas para
afirmar que sea virgen), dos lágrimas incoercibles, dos lágrimas de plomo. Y
sólo eso. La poción más lenitiva que te recomiendo es una vasija llena de pus
blenorrágico con nódulos, en el cual se haya disuelto previamente un quiste
piloso de ovario, un chancro folicular, un prepucio inflamado, retraído detrás
del glande por una parafímosis, y tres babosas rojas. Si atiendes a mis
prescripciones, mi poesía te recibirá con los brazos abiertos, tal como a un
piojo recibe con sus besos la raíz de un cabello.
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