VICENTE GUEDES, PRIMER AUTOR DEL LIBRO DEL
DESASOSIEGO
(13 Jun 2016)
Vicente Guedes, primer autor de El libro del Desasosiego. Desde 1914 y hasta 1929,
aparece en las anotaciones de Fernando Pessoa como el autor de una serie de
breves prosas que el ortónimo irá publicando con su propio nombre, la primera
de ellas, Na Floresta do Alheamento, en la
revista A Águia de Porto en diciembre de 1913. Bernardo
Soares aparece primero como cuentista, autor de varias ficciones desde 1929 y
1930, y en 1932, en una carta a João Gaspar Simões ya lo refiere Pessoa como el
autor de El libro del desasosiego. En 1960 Jorge de Sena prepara
para la colección Ática El libro del desasosiego,
en la que registra el nombre de Vicente Guedes como el primer autor de éste. Al
terminar la década Jorge de Sena abandona el proyecto que será finalmente
terminado y publicado en 1984 por Jacinto de Prado Coelho, en una edición de
dos tomos. En las ediciones modernas ya no se registra su nombre, aunque si se
recuperan algunos de sus textos. Esta es la primera vez que se publica un texto
de Guedes en español.
Mario Bojórquez
Diario Lúcido
por Vicente Guedes
Mi vida,
tragedia caída bajo las patadas de los ángeles y de la cual se representó sólo
el primer acto.
Amigos,
ninguno. Sólo algunos conocidos que creen que simpatizan conmigo, y que tal vez
tendrían pena si un tren me pasara por encima y el entierro fuera en día de
lluvia.
El premio
natural de mi alejamiento de la vida fue la incapacidad, que yo creí que era de
los demás, de sentirme bien conmigo. En torno mío hay una aureola de frialdad,
un halo de hielo que repele a los otros. Aunque nunca conseguí no sufrir con mi
soledad. Tan difícil es obtener aquella distinción de espíritu que permita al
aislamiento ser un reposo sin angustia.
Nunca di
crédito a la amistad que me mostraron, como no lo habría dado al amor si me lo
hubieran mostrado, lo que además sería imposible. Aunque tuviera ilusiones
respecto de aquellos que se decían mis amigos, siempre sufrí desilusiones por ellos
-tan complejo y sutil es mi destino de sufrir.
Nunca dudé
que todos me pudieran traicionar; y siempre me sorprendí cuando me
traicionaron. Cuando llegaba lo que esperaba, era siempre inesperado para mí.
Como nunca
descubrí en mí cualidades que atrajeran a alguien, nunca pude creer que alguien
se sintiera atraído por mí. La opinión sería de una estúpida modestia, si
hechos sobre hechos -aquellos inesperados hechos que yo esperaba- no vinieran a
confirmarla siempre.
Ni siquiera
concibo que me estimen por compasión, porque aunque físicamente desaliñado e
inaceptable, no tengo aquel grado de arrugamiento orgánico con el cual podría
entrar en la órbita de la compasión ajena, ni aun aquella simpatía que la atrae
cuando no es patentemente merecida; y para lo que en mí merece piedad, no la
puede haber, porque nunca hay piedad para los lastimados de espíritu. De modo
que caí en aquel centro de gravedad del desdén ajeno, en que no me inclino
hacia la simpatía de nadie.
Toda mi vida
ha sido querer adaptarme a esto sin sentir demasiado la crueldad y la
abyección.
Es necesario
cierto coraje intelectual para que un individuo reconozca, sin temor, que no
pasa de ser un harapo humano, aborto sobreviviente, loco aún fuera de las
fronteras de la internabilidad; pero es necesario aún más coraje de espíritu
para, reconocido esto, crear una adaptación perfecta a su destino, aceptar sin
discusión, sin resignación, sin gesto alguno o esbozo de gesto, la maldición
orgánica que la Naturaleza le impuso. Querer que no sufra por esto es más de lo
que puedo soportar, porque no cabe en el alma humana la aceptación del mal,
viéndole bien, y llamándole bien; y, después, tras aceptarlo finalmente como
mal, no es posible no sufrir con ello.
Observarme
desde afuera fue mi desgracia -la desgracia de mi felicidad. Me vi como los
otros me ven, y comencé a despreciarme -no tanto porque reconociera en mí un
orden de cualidades por las cuales mereciera desprecio, sino porque comencé a
verme como los otros me ven y a sentir el mismo desprecio que ellos sienten por
mí. Sufrí la humillación de conocerme a mí mismo. Como este calvario no tiene
nobleza, ni resurrección días después, no pude sino sufrir la ignominia de todo
esto.
Comprendí que
era imposible que alguien me amara, a no ser que le faltara del todo el sentido
estético -y entonces yo le despreciaría por eso; igualmente simpatizar conmigo
no podría pasar de ser un capricho de la indiferencia ajena.
¡Ver claro en
nosotros mismos y en cómo nos ven los otros! ¡Ver esta verdad frente a frente!
Y al final el grito de Cristo en el calvario, cuando vio frente a frente su
verdad: Señor, señor, ¿por qué me has abandonado?
(Traducción de Mario
Bojórquez)
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