ANNA RHOGIO
UN ALGO MÁGICO
(cuento para
peques)
Había una vez una señora que caminaba mucho para ir a su trabajo.
Amaba a los perros, los gatos, las flores, las mariposas y las
golondrinas primaverales.
En una esquina había un árbol que era
el preferido de su corazón y ella lo saludaba abrazándole para decirle:
-¡Hey, yo te amo!
Sin que le importaran las curiosas
miradas burlonas de sus vecinos, él le regalaba frescas y verdes risas que la
animaban a seguir adelante en el caluroso verano.
Y en las mañanas más frías del otoño el
oro de las hojas la cercaba, abrigándola.
Entonces la señora llegaba resplandeciendo
a la casa de los niños que cuidaba, y las mejillas se le ruborizaban como
amapolas.
Y tanto los peques como la abuela que
se hamacaba en su mecedora de mimbre le preguntaban el por qué de aquellos
misteriosos cambios, pero ella no les revelaba su secreto.
Era muy vergonzosa y prefería entretenerlos
inventándoles historias fantásticas.
¿Pero sabés qué?
Me olvidé de contarte que la señora
percibía el mundo invisible de la naturaleza y los seres que la habitan.
Durante las noches lunares había fiesta
en su jardín: hadas, sílfides, duendes y gnomos bailaban al compás de la música
sedosa, esfumada y fugaz que nacía de estrafalarios instrumentos de plata.
Hasta que un buen día ella decidió que
los peque y la abuela merecían conocer su don, y que eso los ayudaría a amar a
la creación y a cuidar a los seres vivientes.
La señora se dio cuenta de que aquellas
dos generaciones tan largamente separadas en el tiempo poseían una perfecta
inocencia y que no se reirían de ella cuando les revelara el secreto de la
percepción de la magia invisible.
Al principio de la charla, la cómica
incredulidad de sus oyentes provocó interminables remolinos de preguntas hasta
que de repente se les abrieron los ojos del alma y pudieron ver la magia que
existe escondida en todo el universo.
Bueno, tampoco te conté que ella era muy
hábil para reciclar maderas y cartones, y que le dedicaba mucho tiempo a la
fabricación de maravillosas manualidades.
Así que en el siguiente otoño recogió
de la vereda muchas semillas que su árbol preferido dejó caer para ella y las
puso de adorno en un cucú elaborado con palillos de tender la ropa.
Y antes del amanecer vinieron sus
amigas hadas y con varitas de virtud tocaron las simientes para regalarle
cientos de centellas celestes.
Entonces, a los tres días hubo una
germinación prodigiosa y el árbol se quedó para siempre en aquel diminuto reloj
de mentira.
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