CARLOS
CASTANEDA
LAS
ENSEÑANZAS DE DON JUAN
(Una
forma yaqui de conocimiento)
VIGESIMOCTAVA ENTREGA
PRIMERA
PARTE
“LAS
ENSEÑANZAS”
III
(10)
Martes,
26 de diciembre, 1961 (2)
Ya estaba oscuro cuando
despertó. Comimos las provisiones que yo le había llevado y estuvimos un rato
más sentados en el zaguán. Luego don Juan caminó hacia la parte trasera de la
casa, llevando los tres bultos de arpillera. Cortó varias ramas secas y
encendió una fogata. Nos sentamos cómodamente frente a ella y don Juan abrió
los tres bultos. Además del que contenía los pedazos secos de la planta hembra,
había otro con todo lo que aun quedaba de la planta macho, y un tercero,
voluminoso, que contenía pedazos verdes de datura, recién cortados.
Don Juan fue a la
artesa y regresó con un mortero muy hondo, que más parecía una jarra con el
fondo en suave curva. Hizo un hoyo poco profundo y asentó firmemente el mortero
en la tierra. Echó más ramas secas en el fuego; después tomó los dos bultos con
los pedazos secos de las plantas macho y hembra y los vació juntos en el
mortero. Sacudió la arpillera para asegurarse de que todos los pedazos habían
caído en el mortero. Del tercer bulto extrajo dos trozos frescos de raíz de
datura.
-Voy a prepararlos sólo
para ti -dijo.
-¿Qué clase de
preparación es esa, don Juan?
-Uno de estos pedazos
viene de una planta macho, el otro de una planta hembra. Esta es la única vez
que se deben juntar las dos plantas. Los pedazos vienen de un metro de hondo.
Los maceró con golpes
parejos de la mano del mortero. Al hacerlo cantaba en voz baja, una especie de
zumbido monótono, sin ritmo. Las palabras me resultaron ininteligibles. Se
hallaba absorto en su tarea.
Cuando las raíces
estuvieron completamente maceradas, tomó del bulto algunas hojas de datura.
Estaban limpias y recién cortadas, todas intactas, sin cortes ni agujeros de
gusano. Las echó en el mortero una por una. Tomó un puñado de flores de datura
y también las echó en el mortero, en la misma forma deliberada. Conté catorce
de cada cosa. Luego sacó un manojo de vainas frescas, verdes: conservaban sus
espinas y no estaban abiertas. No pude contarlas porque las echó todas juntas
en el mortero, pero supuse que también eran catorce. Añadió tres tallos de
datura, sin hojas. Eran rojos oscuros y estaban limpios y, a juzgar por sus
ramificaciones múltiples, parecían haber pertenecido a unas plantas grandes.
Tras poner en el
mortero todos esos ingredientes, las convirtió en una pulpa con los mismos
golpes parejos. En determinado momento inclinó el mortero y con la mano empujó
la mezcla a una olla vieja. Me alargó la mano; pensé que quería que se la
secara. En vez de ello, tomó mi mano izquierda y con un movimiento muy rápido
separó los dedos medio y anular tanto como pudo. Luego, con la punta de su
cuchillo, me hirió entre ambos dedos y desgarró hacia abajo la piel del anular.
Actuó con tanta habilidad y rapidez que cuando retraje la mano esta tenía una
cortada honda, y la sangre fluía en abundancia. Cogió nuevamente mi mano, la
puso sobre la olla y la apretó para forzar la salida de más sangre.
El brazo se me
adormeció. Me hallaba en un estado de shock:
extrañamente frío y rígido, con una sensación opresiva en el pecho y en los
oídos. Sentí que resbalaba sobre mi asiento. ¡Me estaba desmayando! Don Juan
soltó mi mano y agitó el contenido de la olla. Al recuperarme del shock, me sentí realmente enojado con
él. Tarde bastante tiempo en recobrar la compostura.
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