ESTHER MEYNEL
LA PEQUEÑA CRÓNICA DE ANA MAGDALENA BACH
QUINCUAGESIMOSEXTA ENTREGA
Kirnberger sentía el mayor respeto
por su maestro y aquella prueba de interés paternal que Sebastián le dio, llenó
su corazón de agradecimiento y quiso manifestárselo un día, muy turbado y
tartamudeando.
-No me hables de agradecimiento,
querido Kirnberger -le respondió Sebastián-: sentí una gran alegría al ver lo
seriamente que querías estudiar música, y no depende más que de ti el que
aprendas todo lo que yo sé. En cambio, sólo te exijo me des la seguridad de
que, cuando llegue el momento oportuno, transmitirás estos modestos
conocimientos a tus alumnos que no se den por satisfechos con el larin-larun corriente.
Y yo sé que ese alumno de Sebastián,
desde el momento en que tuvo discípulos, cumplió fielmente esa promesa. No hace
aun muchos días se presentó en mi casa un alumno de Kirnberger, que estaba de
paso en Leipzig y venía a hacerme una visita de cortesía. Con una finura que rara
vez se encuentra ahora en la juventud, me dijo que consideraba como un gran
honor el poder presentar sus respetos a la viuda del gran Cantor, cuya memoria
le había enseñado a reverenciar su maestro el señor Kirnberger y me pidió
permiso para contarme una anécdota que estaba seguro de que me iba a producir
satisfacción.
Hacía una o dos semanas había ido,
como de costumbre, a casa del señor Kirnberger para dar la clase de música.
Pero, al entrar, se había encontrado con una escena bastante extraña. Un charco
de agua en el suelo y su maestro trabajando muy excitado con un cubo, un
cepillo y un trapo. Un manto de terciopelo cubría el retrato de Sebastián, que
Kirnberger honraba sobre todas las cosas. ¡Cómo me consuela en estos días el
que haya todavía almas fieles que respetan la memoria de Sebastián! Pero la
excitación de Kirnberger desapareció para ser substituida por una sonrisa
cuando vio a su alumno vacilante en el umbral.
-Entra, entra -le gritó-, ya se puede
volver a estar en este cuarto. He purificado el aire y he lavado la silla;
ahora voy a descubrir el retrato para que puedas contemplarlo.
-Después de tan extraño saludo -me siguió
contando el joven- creí durante unos instantes que mi querido maestro había
perdido el juicio, pero pronto me enteré de lo sucedido. Aproximadamente una
hora antes, se había presentado en casa de Kirnberger un pañero de Hamburgo. En
el curso de la conversación el pañero descubrió en la pared el retrato de
Sebastián y exclamó:
-¡Dios mío! ¿Cómo se le ha ocurrido a
usted colocar en el sitio de honor el retrato del viejo cantor Bach? Era un
señor bastante ordinario y tuvo la osadía de dejarse pintar con un rico manto
de terciopelo.
“Estas palabras le produjeron a
Kirnberger el efecto de un mazazo (tenía un carácter impetuoso y una cálida
sangre de músico); se levantó de un salto, cogió con ambas manos al asustado
comerciante y lo empujó hacia la puerta, sin dejar de gritar: ‘Afuera, perro!’
y, sin más ceremonias, lo echó a la calle. Después, volvió a su cuarto para lavar
la silla en la que se había sentado el pañero y quemó unos polvos aromáticos
para limpiar el aire de las miasmas de bajeza que había dejado su visitante.
Tuve que reírme un poco al oír esta
historia; pero, al mismo tiempo, se me saltaban las lágrimas al pensar en la
fidelidad de Krinberger.
-El gran Patrón de la música -me dijo
un día- no es para mí, la bella italiana Santa Cecilia, sino nuestro buen
alemán San Sebastián, que lleva en su espíritu toda la música del mundo.
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