10/7/17

ESTHER MEYNEL


LA PEQUEÑA CRÓNICA DE ANA MAGDALENA BACH



QUINCUAGESIMOSEXTA ENTREGA


Kirnberger sentía el mayor respeto por su maestro y aquella prueba de interés paternal que Sebastián le dio, llenó su corazón de agradecimiento y quiso manifestárselo un día, muy turbado y tartamudeando.


-No me hables de agradecimiento, querido Kirnberger -le respondió Sebastián-: sentí una gran alegría al ver lo seriamente que querías estudiar música, y no depende más que de ti el que aprendas todo lo que yo sé. En cambio, sólo te exijo me des la seguridad de que, cuando llegue el momento oportuno, transmitirás estos modestos conocimientos a tus alumnos que no se den por satisfechos con el larin-larun corriente.


Y yo sé que ese alumno de Sebastián, desde el momento en que tuvo discípulos, cumplió fielmente esa promesa. No hace aun muchos días se presentó en mi casa un alumno de Kirnberger, que estaba de paso en Leipzig y venía a hacerme una visita de cortesía. Con una finura que rara vez se encuentra ahora en la juventud, me dijo que consideraba como un gran honor el poder presentar sus respetos a la viuda del gran Cantor, cuya memoria le había enseñado a reverenciar su maestro el señor Kirnberger y me pidió permiso para contarme una anécdota que estaba seguro de que me iba a producir satisfacción.


Hacía una o dos semanas había ido, como de costumbre, a casa del señor Kirnberger para dar la clase de música. Pero, al entrar, se había encontrado con una escena bastante extraña. Un charco de agua en el suelo y su maestro trabajando muy excitado con un cubo, un cepillo y un trapo. Un manto de terciopelo cubría el retrato de Sebastián, que Kirnberger honraba sobre todas las cosas. ¡Cómo me consuela en estos días el que haya todavía almas fieles que respetan la memoria de Sebastián! Pero la excitación de Kirnberger desapareció para ser substituida por una sonrisa cuando vio a su alumno vacilante en el umbral.


-Entra, entra -le gritó-, ya se puede volver a estar en este cuarto. He purificado el aire y he lavado la silla; ahora voy a descubrir el retrato para que puedas contemplarlo.


-Después de tan extraño saludo -me siguió contando el joven- creí durante unos instantes que mi querido maestro había perdido el juicio, pero pronto me enteré de lo sucedido. Aproximadamente una hora antes, se había presentado en casa de Kirnberger un pañero de Hamburgo. En el curso de la conversación el pañero descubrió en la pared el retrato de Sebastián y exclamó:


-¡Dios mío! ¿Cómo se le ha ocurrido a usted colocar en el sitio de honor el retrato del viejo cantor Bach? Era un señor bastante ordinario y tuvo la osadía de dejarse pintar con un rico manto de terciopelo.


“Estas palabras le produjeron a Kirnberger el efecto de un mazazo (tenía un carácter impetuoso y una cálida sangre de músico); se levantó de un salto, cogió con ambas manos al asustado comerciante y lo empujó hacia la puerta, sin dejar de gritar: ‘Afuera, perro!’ y, sin más ceremonias, lo echó a la calle. Después, volvió a su cuarto para lavar la silla en la que se había sentado el pañero y quemó unos polvos aromáticos para limpiar el aire de las miasmas de bajeza que había dejado su visitante.


Tuve que reírme un poco al oír esta historia; pero, al mismo tiempo, se me saltaban las lágrimas al pensar en la fidelidad de Krinberger.



-El gran Patrón de la música -me dijo un día- no es para mí, la bella italiana Santa Cecilia, sino nuestro buen alemán San Sebastián, que lleva en su espíritu toda la música del mundo.

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