ESTHER MEYNEL
LA PEQUEÑA CRÓNICA DE ANA MAGDALENA BACH
QUINCUAGESIMOCTAVA ENTREGA
Enrique Gerber se había distinguido
siempre por su extraordinario cariño y respeto a Sebastián. Había venido a
Leipzig para estudiar Derecho, mas su corazón le atrajo desde el principio
hacia la música y hacia el cantor de la Escuela de Santo Tomás. Pero vivió seis
meses en Leipzig, antes de que se atreviese a visitar a Sebastián para rogarle
que le diese lecciones; tanto era el respeto que le inspiraba. Sebastián le
recibió como a todos aquellos en quienes descubría verdadero amor a la música;
y, ya en la primera visita, le puso la mano en el hombro y lo llamó paisano,
con mucho cariño, pues Gerber venía de Turingia. Enrique temblaba de felicidad
y de turbación durante la lección primera, cuando Sebastián le puso delante las
“Invenciones”, de las que muy pronto pasó al “Clave bien temperado”, por cuyas
composiciones conservó siempre Gerber un cariño especial, ya que había tenido
la dicha de oírselas tocar a Sebastián tres veces en forma inimitable. Con esa
clase de satisfacciones solía premiar Sebastián a sus alumnos más aplicados.
Les decía que no estaba de humor de enseñar, se sentaba al piano y les tocaba,
durante una hora o más, las piezas que tenía que estudiar y otras. A todo
discípulo que había de estudiar una obra musical, se la tocaba por lo menos una
vez. Les decía que así tenía que sonar, después de haberles mostrado la forma
perfecta y el ritmo, para que supiesen el objeto a que debían tender sus esfuerzos.
Durante algún tiempo tuvo Sebastián
un alumno italiano. Se llamaba Paolo Cavatini. Al principio le tuve por un
muchacho extraño y difícil de tratar. Entre nuestros jóvenes alemanes tan
sanos, era oscuro, sombrío, descontento y celoso, aunque extraordinariamente
dotado. Ya al poco tiempo de su residencia en nuestra casa demostró una
devoción apasionada por su maestro. Parecía que no podía estar sin su presencia
y le seguía por todas partes con sus ojos oscuros y tristes. Estaba celoso, de
la manera más molesta, de sus compañeros y aseguraba con gran violencia que con
sus pesados cerebros de sajones no podían comprender a un genio como el Cantor.
Cuando Sebastián no estaba alguna vez contento del trabajo de Cavatini, este se
tiraba al suelo y lloraba como un niño al que se hubiera hecho padecer. Nos
producía a todos gran turbación y con frecuencia yo me asustaba un poco de su
apasionamiento y falta de dominio en el mismo. Sebastián parecía comprenderle
mejor que ninguno de nosotros (Friedemann le tenía verdadero odio) y demostraba
gran paciencia con él. Con frecuencia el muchacho decía y hacía cosas extrañas.
Un día entró corriendo en mi cuarto, se tiró cuan largo era en la alfombra y se
me quedó mirando fijamente y muy excitado, estando yo sentada junto a mi
costurero.
-¡Estás ahí sentada, cosiendo -exclamó
de pronto- y quizás no sepas siquiera que tu marido ha compuesto música ante la
que tendrían que inclinar la cabeza los coros de los ángeles del cielo! ¿Le
quieres de verdad? ¿Le comprendes? Pero,
¿qué mujer podría comprenderlo? ¡Remienda sus trajes y guísale la comida, que
es lo mejor que puedes hacer por él!
Esas palabras me irritaron un poco,
aunque no excesivamente, pues veía que el muchacho estaba fuera de sí.
-Paolo -le respondí-, no está bien
que hables así a la mujer de tu maestro. Le quiero y tal vez lo comprenda mejor
de lo que tú supones.
-Perdóname -me rogó y, de pronto, su
aspecto fue triste y humillado-. No sé lo que me digo; esa música me quita el
juicio y le quiero tanto que me hace padecer.
Al oír eso, algo se despertó en mí, e
inconscientemente, me incliné hacia él y le besé en sus negros cabellos.
-Conozco ese sufrimiento, Paolo -le dije,
y desde aquel momento fuimos amigos.
No estuvo mucho tiempo entre
nosotros, el pobre, pues llegó pronto el invierno, se enfrió y murió. No
podíamos apartar de nosotros la idea de que no estaba hecho para este mundo,
por su apasionamiento, su irritabilidad y su desequilibrio. En los pocos días
que duró su enfermedad se volvió suave y paciente. Su muerte causó mucha pena a
Sebastián que, en aquellos días, dejó todos sus trabajos y se pasaba horas
junto a la cama del enfermo, con una partitura sobre las rodillas, para
trabajar en ella cuando la mano del moribundo soltaba la suya. El joven tenía
constantemente sus ojos negros fijos en el rostro del maestro.
-Soy más feliz que nunca -me dijo una
vez con una sonrisa extraña, al entrar yo en la habitación para darle una taza
de leche caliente. Tenía la mano de Sebastián cogida entre las suyas y en su
rostro había una expresión de felicidad que nunca había tenido. Había ya
empezado a trabajar en serio y Sebastián, al pie de su tumba, pronunció esta
frase:
-Temo que hemos perdido un
Sacarlatti. -Aquel muchacho era un verdadero genio y eso explica que fuese tan
desgraciado.
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