24/7/17

ESTHER MEYNEL


LA PEQUEÑA CRÓNICA DE ANA MAGDALENA BACH



QUINCUAGESIMOCTAVA ENTREGA



Enrique Gerber se había distinguido siempre por su extraordinario cariño y respeto a Sebastián. Había venido a Leipzig para estudiar Derecho, mas su corazón le atrajo desde el principio hacia la música y hacia el cantor de la Escuela de Santo Tomás. Pero vivió seis meses en Leipzig, antes de que se atreviese a visitar a Sebastián para rogarle que le diese lecciones; tanto era el respeto que le inspiraba. Sebastián le recibió como a todos aquellos en quienes descubría verdadero amor a la música; y, ya en la primera visita, le puso la mano en el hombro y lo llamó paisano, con mucho cariño, pues Gerber venía de Turingia. Enrique temblaba de felicidad y de turbación durante la lección primera, cuando Sebastián le puso delante las “Invenciones”, de las que muy pronto pasó al “Clave bien temperado”, por cuyas composiciones conservó siempre Gerber un cariño especial, ya que había tenido la dicha de oírselas tocar a Sebastián tres veces en forma inimitable. Con esa clase de satisfacciones solía premiar Sebastián a sus alumnos más aplicados. Les decía que no estaba de humor de enseñar, se sentaba al piano y les tocaba, durante una hora o más, las piezas que tenía que estudiar y otras. A todo discípulo que había de estudiar una obra musical, se la tocaba por lo menos una vez. Les decía que así tenía que sonar, después de haberles mostrado la forma perfecta y el ritmo, para que supiesen el objeto a que debían tender sus esfuerzos.


Durante algún tiempo tuvo Sebastián un alumno italiano. Se llamaba Paolo Cavatini. Al principio le tuve por un muchacho extraño y difícil de tratar. Entre nuestros jóvenes alemanes tan sanos, era oscuro, sombrío, descontento y celoso, aunque extraordinariamente dotado. Ya al poco tiempo de su residencia en nuestra casa demostró una devoción apasionada por su maestro. Parecía que no podía estar sin su presencia y le seguía por todas partes con sus ojos oscuros y tristes. Estaba celoso, de la manera más molesta, de sus compañeros y aseguraba con gran violencia que con sus pesados cerebros de sajones no podían comprender a un genio como el Cantor. Cuando Sebastián no estaba alguna vez contento del trabajo de Cavatini, este se tiraba al suelo y lloraba como un niño al que se hubiera hecho padecer. Nos producía a todos gran turbación y con frecuencia yo me asustaba un poco de su apasionamiento y falta de dominio en el mismo. Sebastián parecía comprenderle mejor que ninguno de nosotros (Friedemann le tenía verdadero odio) y demostraba gran paciencia con él. Con frecuencia el muchacho decía y hacía cosas extrañas. Un día entró corriendo en mi cuarto, se tiró cuan largo era en la alfombra y se me quedó mirando fijamente y muy excitado, estando yo sentada junto a mi costurero.


-¡Estás ahí sentada, cosiendo -exclamó de pronto- y quizás no sepas siquiera que tu marido ha compuesto música ante la que tendrían que inclinar la cabeza los coros de los ángeles del cielo! ¿Le quieres de verdad? ¿Le comprendes?  Pero, ¿qué mujer podría comprenderlo? ¡Remienda sus trajes y guísale la comida, que es lo mejor que puedes hacer por él!


Esas palabras me irritaron un poco, aunque no excesivamente, pues veía que el muchacho estaba fuera de sí.


-Paolo -le respondí-, no está bien que hables así a la mujer de tu maestro. Le quiero y tal vez lo comprenda mejor de lo que tú supones.


-Perdóname -me rogó y, de pronto, su aspecto fue triste y humillado-. No sé lo que me digo; esa música me quita el juicio y le quiero tanto que me hace padecer.


Al oír eso, algo se despertó en mí, e inconscientemente, me incliné hacia él y le besé en sus negros cabellos.


-Conozco ese sufrimiento, Paolo -le dije, y desde aquel momento fuimos amigos.


No estuvo mucho tiempo entre nosotros, el pobre, pues llegó pronto el invierno, se enfrió y murió. No podíamos apartar de nosotros la idea de que no estaba hecho para este mundo, por su apasionamiento, su irritabilidad y su desequilibrio. En los pocos días que duró su enfermedad se volvió suave y paciente. Su muerte causó mucha pena a Sebastián que, en aquellos días, dejó todos sus trabajos y se pasaba horas junto a la cama del enfermo, con una partitura sobre las rodillas, para trabajar en ella cuando la mano del moribundo soltaba la suya. El joven tenía constantemente sus ojos negros fijos en el rostro del maestro.


-Soy más feliz que nunca -me dijo una vez con una sonrisa extraña, al entrar yo en la habitación para darle una taza de leche caliente. Tenía la mano de Sebastián cogida entre las suyas y en su rostro había una expresión de felicidad que nunca había tenido. Había ya empezado a trabajar en serio y Sebastián, al pie de su tumba, pronunció esta frase:



-Temo que hemos perdido un Sacarlatti. -Aquel muchacho era un verdadero genio y eso explica que fuese tan desgraciado.

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