GUILLERMO
ENRIQUE HUDSON
LA
TIERRA PURPÚREA
CIENTODIECISEISAVA ENTREGA
XXIX
/ DE VUELTA A BUENOS AIRES (2)
Al caer la tarde el mar
se puso bravísimo, virando el viento en dirección al sur y soplando muy fuerte;
esto favoreció nuestra travesía del feo “Mar del Plata”, pues así insisten en
llamarlo los poetas del Plata, a pesar de sus malvadas y agitadas olas de color
de ladrillo, tan aborrecidas de los malos navegantes. Paquita y Demetria
sufrieron horriblemente, tanto que tuve que quedarme con ellas la mayor parte
del tiempo. Les dije, con suma imprudencia, que no se alarmasen, que no era
nada -sólo mareo-, y creo, en verdad, que, en consecuencia, me aborrecieron
durante un rato de todo corazón. Por fortuna, había previsto estas escenas
desgarradoras, y me había provisto para el caso de una botella de champaña; y
después que me bebí dos o tres copas para animarlas, mostrándoles lo fácil que
era tomar esta medicina, conseguí que se bebieran el resto. Por fin, como a eso
de las diez de la noche, comenzaron a persuadirse de que la enfermedad no
tendría fatales resultados, y viéndolas tan aliviadas, subí sobre cubierta, a
tomar un poco de aire. Todavía estaba el viejo y estoico gaucho sentado en la
popa, por lo visto muy infeliz.
-¡Buenas noches,
compañero! -dije-. ¿Puedo ofrecerle un cigarro?
-Patroncito, usté
parece tener güen corazón -repuso, rechazando el cigarro con un movimiento de
cabeza-. Por el amor de Dios, consígame un poquito de caña. Me muero por falta
de algo que me caliente por dentro y que me pare la cabeza de darse güelta como
un trompo; no he podido conseguir nada de estos bachichas brutos a bordo, con
su jerga que naides les compriende.
-¡Cómo no, amigo! ¿Por
qué no? -repuse, y dirigiéndome al Capitán, conseguí que me diera un medio
litro.
El viejo agarró la
botella con ávido placer y tomó un buen trago.
-¡Ah… -dijo,
acariciando primero la botella y después el estómago-, esto sí le pone nueva
vida a un hombre! ¿Qué no irá a acabar nunca esta travesía, patroncito? Cuando
estoy montao en mi flete, puedo olvidarme que soy un viejo, pero estas malditas
olas me hacen recordar que he vivido muchos años.
Encendí un cigarro y me
senté a conversar con él.
-¡Ah, pa ustedes los
extranjeros es tuito lo mesmo… el mar o la tierra! -continuó-. Hasta fumar
pueden… ¡Qué cabeza más tranquila y estómago más reposao no han de tener! Pero
lo que más me tiene intrigao es esto, señor. ¿Cómo pasa que usté que es
extranjero, está viajando con esas dos señoras orientales?, me pregunto yo. Ay
tiene a esa lindura de señorita de ojos de violeta… ¿Quién podrá ser?
-¡Esa es mi mujer,
viejo! -repuse, riendo y entreteniéndome su curiosidad.
-¡Ah! ¿es usté casao,
entonces? ¡Y tan joven! Su mujer es linda, graciosa, bien educada; se ve que es
hija de padres ricos, pero es delicada, señor, muy delicada; y algún día no muy
lejano… Pero, ¿por qué he de predecir cosas tristes a un corazón lleno de
alegría como el suyo? Pero la cara, señor, me es desconocida; no me ricuerda las
facciones de ninguna familia oriental que yo conozca.
-Eso se explica muy
fácilmente -dije, sorprendiéndome su astucia-, ella no es oriental, sino
argentina.
-¡Ah, por eso! -repuso,
empinando otra vez la botella y tomando un trago largo-. En cuanto a la otra
señora que va con ustedes, ¿pa qué preguntarle quién es ella?
-¿Por qué dice usted
eso? ¿Quién es ella?
-¡Vaya! Una Peralta,
naturalmente -repuso-, si es que ha habido una!
No dejó de inquietarme
su respuesta, pues a pesar de todas mis precauciones, tal vez este viejo había
sido mandado para seguir a Demetria.
-¡Sí! -continuó como
preciándose de su conocimiento de las familias orientales y sus diferentes
tipos, y que sirvió al mismo tiempo para apaciguar mis sospechas-; una Peralta
y no una Madariaga, ni tampoco es una Sánchez, ni Zelaya, ni Ibarra. ¿Cómo no
he de conocer una peralta cuando la veo? -y al decir esto se rio desdeñosamente
de lo absurdo de tal ocurrencia.
-Cuénteme -dije-, ¿cómo
sabe que es una Peralta?
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