JUANA INÉS DE LA CRUZ
FEMINISMO EN TIEMPOS DE OSCURANTISMO
Por Álvaro Van Den Brule
(El Confidencial / 8-7-2017)
No tenía mucho encaje en aquel
predio. Sobrada de conocimientos, de mirada penetrante y
con un prognatismo muy acusado que le daba un plus de altivez, su esbelta
figura arrollaba con su incontestable poderío. Era una mujer de belleza salvaje, que a una edad en la que la
naturaleza femenina difícilmente se puede mejorar, decidió desaparecer en las
profundidades de la mística y de la iluminación. Su afán de saber, su voracidad intelectual,
su reto ilimitado a la ignorancia y al patrón de sumisión adjudicado a la mujer
en aquellos pagos y en aquel tiempo, la convertirían en compañía poco
recomendable a ojos de los que hacían del poder un arma de trepanación
colectiva.
O estabas con el convencionalismo más ortodoxo o podías
aventurarte a un pronóstico nada halagüeño cerca de alguna hoguera inquieta. En
su tiempo, no se veía con buenos ojos que una fémina alimentara curiosidad
intelectual o independencia de pensamiento. Se llevaba el estilo sumisa y
tontita. Si eras culterana o “ligera de cascos“, ya eras candidata a una
lapidación –figurada o literal-, por rebeldía o por mear fuera de tiesto.
Pero esta mujer plantó cara, abrió
camino, se enfrentó a las empobrecidas mentes masculinas de la época, al clero
retrógrado reencarnado una y mil veces como una hidra, a una religión estrecha, patriarcal y rancia, la que quemaba
por mera venganza y estreñimiento mental a mujeres como Hipatia o las brujas de
Zugarramurdi, o a cualquier forma de pensamiento que tuviera más ventilación
que la permitida por el pensamiento único.
Como un fermento oculto, esta enorme
mujer ha calado en generaciones de mujeres cultas y avanzadas, como lo hicieron
los alegatos de Christine de Pizan o de Marie de Gournay en el siglo XVI. Gloria Steinem (la activista pro derechos de la
mujer en EE.UU) dijo en una ocasión una frase motora de tremenda actualidad que
rinde homenaje a las mujeres que se arriesgaron desde siempre a que se les
reconociera un derecho inalienable, tal que es: "Sin saltos de la
imaginación, o soñando, perdemos la emoción de la posibilidad. Soñar, al fin y
al cabo, es una forma de planificar".
Juana Inés de la Cruz
Juana Inés de la Cruz se enfrentó a
las vacas sagradas que habitaban las fosas sépticas del pensamiento humano,
encarnadas en esclerotizados personajes habituados a medrar en las
cómodas costumbres de los que nunca se enfrentan a la injusticia de sus personajes
automáticos y que dan por hecho que nada necesita ser revisado, pues nada hay
menos critico que la comodidad.
Habida cuenta de que su vocación religiosa era menos que cero patatero,
Juana Inés de la Cruz eligió el convento para no pasar por las Horcas Caudinas
del matrimonio y así poder seguir gozando de sus aficiones intelectuales.
Su celda era el punto de convergencia
de poetas, intelectuales y curiosos, que en un desfile sin fin prestigiaron la increíble
figura de esta mujer. Carlos de Sigüenza y Góngora, pariente del poeta cordobés Luis de Góngora y del nuevo virrey, Tomás Antonio de la Cerda, cuya esposa, Luisa Manrique de Lara, de la que fue dama de
honor y con quien le unió una fraternal amistad, nutrían las filas de sus
incondicionales.
Su biblioteca llegó a tener la nada
desdeñable cifra de trescientos libros, una cifra incalculable, si entendemos
que la imprenta acababa de aterrizar en estos pagos humanos. La filosofía, la
mística, música e historia, la criptografía, la cocina y otros vértices del
pensamiento, convivían alegremente entre las cuatro paredes del silencio en el
que habitaban cuerpo y mente de esta adelantada. Compuso obras musicales,
opúsculos filosóficos y una extensa obra que abarcó diferentes géneros; poesía
y teatro convivían venerando la herencia de Luis de Góngora y Calderón de la Barca.
Sus tertulias improvisadas eran de una erudición talentosa y magnética. Desde
el virrey hasta las mentes más inquietas, nadie escapaba de su lucido verbo e
hipnótico discurso.
Aunque gran parte de su obra fue
quemada y destruida de maneras poco ingeniosas, la osadía de la verdad
exploradora se perpetuó en el tiempo para demostrar a la historia que la
justicia poética existe. Se conservan escritos en prosa entre los que cabe señalar
la Respuesta a Sor Filotea de la Cruz. La tal Sor Filotea no era otro que el
lerenda del obispo de Puebla, Manuel Fernández de la
Cruz.
El acceso de ellas
al conocimiento
En 1690, una obra de Sor Juana Inés, la Carta Athenagórica, en la que
esta criatura singular hacía una dura crítica al 'Sermón del Mandato' del
afamado jesuita portugués António Vieira sobre
las 'Finezas de Cristo', sería el principio del fin del vuelo libre de esta
rara avis. El purpurado había añadido a la obra una 'Carta de Sor Filotea de la
Cruz', esto es, un texto escrito por él mismo bajo ese pseudónimo en el que
recomendaba a esta atípica monja que se dedicara con más pasión a la vida
eremitoria y menos a pensar, puesto que según el clérigo, la reflexión teológica era un ejercicio reservado a
los hombres. Hasta ahí podíamos llegar.
En la respuesta a Sor Filotea de la Cruz, esto es, al clérigo rancio y
poco ventilado de seseras, Sor Juana Inés de la Cruz reivindica el derecho de
las mujeres al acceso al conocimiento. La Respuesta es además una bella muestra
en prosa poética a través de la cual se pueden concretar muchos de los rasgos
personales de la ilustre religiosa. Pero la crítica del obispo de Puebla la afectaría a la postre profundamente. Poco
después, Sor Juana Inés de la Cruz se deshizo de su entera biblioteca y
de sus escasas pertenencias y entró en el cenobio más profundo y austero. Tras
deshacerse de su hatillo terrenal, destinó lo obtenido a la beneficencia y
cerró tras de sí la puerta de la libertad.
Una mañana al alba, según despuntaba
el sol por el este –la única concesión que había pedido, un mirador hacia la
iluminación–, ayudada por sus compañeras en medio de la terrible epidemia de
cólera que asoló México hacia el año
1695, entregaría su única posesión a esa luz que todo lo envuelve en un enigma
avasallador.
El
Barroco literario alcanzó con ella su momento culminante, al tiempo que introdujo
elementos narrativos que anticipaban a los poetas de la Ilustración del siglo
XVIII. Su obra póstuma, el Fénix de México (1700), anticipa o lega –que más
da–, la visión y lucidez de un pensamiento desbordante y atrevido, osado y
valiente, no apto para un tiempo de ciegos y sordos.
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