ESTHER MEYNEL
LA PEQUEÑA CRÓNICA DE ANA MAGDALENA BACH
SEXAGÉSIMA ENTREGA
Sebastián escribió con mucha
paciencia cuidadosas reglas e instrucciones para el uso del bajo cifrado o el
acompañamiento a cuatro voces, exponiendo ejemplos abundantes y claros que
explicaban todas las dificultades. Por dos veces reformó una regla que en su
primitiva redacción, más difícil, los muchachos no podían retener. En mi
cuadernito para clavicordio, de 1725, me escribió la construcción de los tonos
con sostenidos y con bemoles y algunas reglas para el bajo cifrado. Pero, al
final, añadió apresuradamente estas palabras: “Los otros puntos que deben ser
recordados se explican mejor de palabra que por escrito”. Todos los que
tuvieron la felicidad de ser sus discípulos aprobarán de todo corazón sus
palabras. Ninguna regla escrita puede dar una idea de la energía con que enseñaba
Sebastián, de la claridad con que sabía explicar y de la facilidad con que
resolvía las dificultades que se le sometían. La capacidad de Sebastián para
llenar voces e improvisar era evidentemente extraordinaria y no podía ser bien
apreciada más que por músicos muy aventajados. Si, cuando estaba sentado al
clave o al órgano, se le ponía delante un bajo cifrado, lo tocaba al momento a
tres o cuatro voces. Pero, generalmente, no lo hacía hasta después de haber
tocado un poco de música de uno de sus compositores favoritos, lo que
estimulaba su espíritu.
-Habéis de saber -dijo una vez un
amigo nuestro, el magister Pitchel, a
un conocido suyo que estaba de paso en nuestra ciudad y quería oír improvisar a
Sebastián- que este grande hombre a quien admiran en nuestra ciudad todos los
inteligentes en música, no puede producir la satisfacción ajena con sus propias
notas si no toca algo antes de otro para poner en movimiento su espíritu.
Sebastián oyó esas palabras con las
manos colocadas ya sobre el teclado, se sonrió en silencio y no dijo nada.
Cuando pienso en tiempos pasados,
recuerdo muchas de esas ocasiones en las que Sebastián no decía nada, dejando
que la gente hablase y argumentase sobre él, sin intervenir en la conversación.
Solamente cuando se trataba de alguna cuestión seria de música o del arte de su
ejecución, decía con suavidad, pero con firmeza, lo que tenía que decir, y se
volvía a callar. Nunca se tomó la molestia de explicarse ante el mundo o, a lo
sumo, lo hizo cuando se le discutían determinados privilegios a los que creía
tener derecho. ¡Para defender sus derechos era de gran tenacidad y tenía razón
en serlo! Su espíritu estaba tan embebido, acaparado por su arte, que, a veces,
yo tenía la sensación de que no nos veía ni nos oía, como si no existiésemos,
aunque nunca dejaba de tratarnos con bondad. Pasaba yo unos momentos horribles
cuando le veía sentado en su sillón, rodeado por mí y por nuestros hijos, entregados
a nuestras ocupaciones, y, sin embargo, presentía que estaba solo, por encima
de nosotros; junto a nosotros y, no obstante, solo, como abandonado. Algunas
veces esa sensación era tan fuerte y atormentadora, que apartaba mi labor o la
música que estaba copiando, me acercaba a él, me arrodillaba a sus pies y le abrazaba.
-¿Qué hay, Magdalena? -me preguntaba
entonces, sin perder la calma-. ¿Qué pasa? ¿Por qué estás tan excitada?
Pero yo nunca le decía cuáles eran
mis sentimientos. ¿Con qué palabras hubiera podido expresarlos? Los grandes son
siempre solitarios; por eso son grandes y están emparentados con el Altísimo.
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