MARIO LEVRERO: DE PICHONES, PALOMAS Y OTROS SERES ALADOS.
por Rebeca García Nieto
(2 / 8 /
2017)
(Artículo
publicado originalmente en el número 402 de la revista Quimera).
Hablaba Vila-Matas
en Doctor Pasavento de un número reducido de escritores, todos
ellos excepcionales, que pertenecen a lo que él llama “la sección angélica”. Lo
que los convierte en excepcionales es su capacidad para “llevarte con asombrosa
facilidad a otra realidad, a un mundo con un lenguaje distinto” y de hallar
“destellos de poesía”, de verdad, en la vida cotidiana. Buena parte de la obra
de Mario Levrero, no sólo La novela luminosa, contiene auténticos
fogonazos de belleza entendida à la Gaudí: como resplandor de la
verdad. Además, arroja luz sobre esa otra dimensión de la realidad que convive
con la nuestra y “que estamos muy ocupados en esconder”. En la obra levreriana,
hay sueños que tienen efecto más allá del momento en que uno abre los ojos, hay
casualidades inexplicables, conexiones entre hechos y personas alejadas en el
espacio y en el tiempo… En definitiva, parece querer decir el uruguayo, hay
otra realidad más allá de los estrechos márgenes de nuestra percepción, y de
ella ha de ocuparse la literatura. Por eso, por ampliar los límites del mundo
que conocemos, Mario Levrero sería, en mi opinión, merecedor de un lugar
destacado en esta “sección angélica” vilamatiana, al lado de
autores como Musil, Walser o Kafka.
No obstante, a diferencia de esos
“seres atormentados (…) que parecen estar viviendo en un lugar aparte”, Levrero
reniega de ese aura de rara avis y se empeña en demostrar que
se trata de un escritor ordinario. Así, en La novela luminosa,
encontramos al narrador bajándose programas de internet, jugando al solitario o
mirando por la ventana. Es más, con frecuencia intenta convencernos de que ni
siquiera es un escritor: La novela luminosa es obra de un
“escritor que, con ella, intenta demostrar que no lo es y que nunca lo fue”,
asegura el narrador. Y en otro punto: “Tengo pegado a la piel este rol de
escritor, pero yo no soy un escritor, nunca quise serlo”. Sin embargo, lo
extraordinario del libro, los destellos de genialidad que contiene, lo
desmienten.
En La novela luminosa asistimos
“en directo” a un fenómeno curioso: la verdadera literatura se las ingenia para
abrirse paso a través del escritor incluso a pesar de éste.
“Cada vez más me siento un personaje de Beckett”, dice el narrador en ‘El
diario de la beca’ (parte “inicial” del libro que se prolonga hasta casi el
final cuando aparece la novela que le da título). Al parecer, al narrador le
concedieron una beca de la Fundación Guggenheim para concluir la novela que
había iniciado dieciséis años antes, justo antes de una operación de vesícula.
Aparentemente, el diario no es más que un minucioso informe en que el escritor
da cuenta de su día a día para informar a Mr. Guggenheim de cómo está empleando
el dinero y el tiempo de la beca. Como se empeña en demostrar el diario, por
mucho que el narrador intente avanzar en la novela inacabada, su escritura no
avanza y, mucho menos, logra la “luminosidad” de la novela previa. Sin embargo,
al igual que ocurre con los personajes de Beckett, aunque no puede continuar,
continúa; aunque no puede escribir, sigue escribiendo.
A través de una serie de metáforas
relacionadas con la computadora (la escritura se parece a jugar al solitario;
al escribir nuestras experiencias pasamos a limpio nuestro pasado, etc.), el
diario muestra el arduo proceso de escritura, el making of, de una
novela. En el informe se detalla cuándo escribe con rotring y cuándo en word;
qué palabras, muchas relacionadas con el sexo o la palabra “Joyce”, son
rechazadas por el corrector de textos; los sueños que ha tenido; los libros que
va leyendo y cómo se integra su lectura en lo que está escribiendo… No
obstante, nada de esto explica cómo se escribe una novela; entre otras cosas,
porque ni siquiera el propio escritor lo sabe. Como bien dijo en Entrevista
imaginaria con Mario Levrero, los procedimientos de la escritura permanecen
ocultos al escritor. Éste ni siquiera sabe por qué ha elegido un tema, ya que,
“es el tema, o más bien el asunto” el que le suele elegir a él. En este
sentido, no es de extrañar que cuando el escritor lee lo que ha escrito piense:
“Me parece mentira que eso haya pasado por mí, a través mío”.
Si algo muestra la
obra del uruguayo es que escribir es un modo de vivir. De ser. Como se nos dice
en la parte final (llamada ‘La novela luminosa’), y que aparentemente se
corresponde con la novela escrita dieciséis años antes, la literatura es
superior al propio escritor: “Esas hojas me hicieron sentir que mi literatura
era más importante que yo mismo”. Hasta que el narrador no se sintió a la
altura de la calidad de esas hojas en blanco, no se sentó a escribir. La
literatura es sagrada, pero ¿tiene alguna utilidad?, se pregunta. Por supuesto
que no, pero precisamente “porque es un trabajo inútil, por eso mismo debo
hacerlo (…) Estoy harto de perseguir utilidades”, dice el narrador. La
literatura se opone entonces a la vida diaria, caracterizada por el trabajo y
la necesidad de emplear el tiempo en algo útil. Es entonces, al contraponer las
dos partes, la escritura burocrática del diario y la literatura en estado puro
del último tramo, cuando la novela cobra sentido en su conjunto: de algún modo,
una parte eclipsa, pero a la vez ilumina, a la otra. El acabado muestra un
contraste brutal entre luces y sombras, como el claroscuro que utilizaban los
pintores para resaltar figuras u objetos durante el barroco.
Pese a la aparente banalidad de ‘El
diario de la beca’, éste aborda un tema trascendental. El diario es la crónica
de un apagarse. Muestra cómo, día a día, se va apagando el amor (narra el
declive de su relación con Chl), la inspiración y, sobre todo, el cuerpo. Si la
luminosa novela que el narrador quiere retomar fue escrita antes de una
operación de vesícula, en el diario se describe la eventración consecuencia de
dicha intervención (y otras múltiples quejas somáticas). Esta imagen de la
eventración es muy poderosa, ya que alude a la salida de las vísceras por el
orificio que dejó la operación. La vida, parece notar el narrador, es eso que
se le escapa por ese agujero sin que pueda hacer nada para evitarlo.
Pero quizá sea la imagen de la paloma
yaciendo en la azotea vecina la que el lector del libro recuerde con más
claridad. En sucesivas entradas del diario, el narrador cuenta cómo es vivir
con la muerte en los aledaños. Además de describir los cambios que tienen lugar
en el cuerpo muerto de la paloma, el narrador cuenta las reacciones de la
paloma que identifica como su viuda, de sus vástagos… En definitiva, de la vida
que sigue cuando uno ya no está. Finalmente, en otra de las poderosas imágenes
“luminosas” que abundan en la novela, nos muestra la calavera de esa paloma de
la que sólo queda un largo, y ridículo, pico. Se podría pensar que la paloma es
una metáfora del amor, ya que las palomas son monógamas y varias entradas del
diario aluden a esa viuda que parece esperar la resurrección de su partenaire.
Algunos críticos han especulado con la posibilidad de que la paloma aluda al
Espíritu Santo, igual que el Espíritu se manifestaba a través de un pichón y un
polluelo de gorrión en Diario de un canalla. Esta posibilidad no es
muy descabellada, ya que la religiosidad o, mejor dicho, la espiritualidad, es
un aspecto muy importante de la novela. Podemos seguir la trayectoria a ras del
suelo de este pájaro y preguntarnos, como hizo Ignacio Echevarría en un
artículo sobre este aspecto “ornitológico” de la obra de Levrero, si de algún
modo, el pichón de Diario de un canalla acabó en la boca del
perro Pongo en El discurso vacío para finalmente ir a parar a
la azotea de La novela luminosa. En ese caso, ¿quiso decir Levrero
que del Espíritu Santo sólo queda esa calavera de largo pico? Las posibles
interpretaciones son infinitas. No obstante, si nos atenemos a los hechos
descritos, buena parte de la novela muestra a alguien que todos los días, al
abrir la persiana, ve la muerte desde la ventana.
Sin embargo, y parafraseando la cita
de J.D. Salinger que se incluye en el libro, da la impresión de que en el fondo
el narrador “siempre ha rehusado aceptar cualquier tipo de final”. Tal vez eso
explique que Levrero se decantara por el formato de diario para buena parte de
la novela. La diferencia entre un diario y una novela es, como dice el autor,
que el diario no tiene punto final. Un diario es un “museo de historias
inconclusas”; una novela, en cambio, implica algún tipo de cierre. Para el
uruguayo, las novelas más cerradas suelen ser las policiales (a las que el
narrador es adicto). El problema con las novelas cerradas es que dejan “una
sensación de vacío, porque no tienen la menor capacidad de movilizar al lector.
Te angustia, y te saca la angustia que te creó; no te deja una angustia libre
que puedas aprovechar para modificar tu vida como sucede con la verdadera
literatura”. Habrá lectores que no estén de acuerdo con esta afirmación de
Levrero y prefieran las historias herméticas, perfectamente acabadas, con todas
las incógnitas resueltas. Levrero les replicaría que “Esto es literatura, no un
problema matemático donde se despeja la X” o, sencillamente, que “una novela no
está hecha para ser entendida”.
En efecto, novelas como ésta no están
hechas para comprender nada, sino para sentir distinto, para percibir lo que
habitualmente no nos permitimos percibir (en términos de Levrero, “la dimensión
ignorada”). El escritor consideraba a Kafka como una especie de hermano mayor,
alguien que descubrió antes que él una visión del mundo similar a la suya. Sin
embargo, y pese a que en La novela luminosa el mundo onírico
invade con frecuencia el llamado “mundo real”, la novela tiene, a mi entender,
poco de kafkiana (al menos, en comparación con otras obras del autor como La
ciudad). Lo que caracteriza al Levrero de La novela luminosaes
un modo de mirar que está en vías de extinción. El mundo que describe es
ordinario; es su mirada la que no lo es. “¿A usted nunca le pasó”, pregunta el
narrador, “mirando un insecto, o una flor, o un árbol, que por un momento se le
cambiara la estructura de valores, o las jerarquías? (…) Es como si mirara el
universo desde el punto de vista de la avispa –o la hormiga, o el perro, o la
flor”. Esta mirada recuerda a la de Walser.
Al suizo le maravillaban esos objetos
insignificantes en los que rara vez reparamos, como el botón al que le dedicó
un discurso; la rosa, que perfuma sin darse cuenta porque va en su esencia; o
la ceniza, porque “¿Se puede ser más inconsistente, más débil e insignificante
que la ceniza? (…) ¿Hay alguna cosa que pueda ser más transigente y paciente
que ella? (…) Donde hay ceniza, en realidad no hay nada”1.
En La novela luminosa abundan
también este tipo de imágenes. Son memorables las líneas dedicadas a las
hormigas, a un racimo de uvas o a la muchacha de ojos verdes. Estos ojos, apenas
vistos, contienen para el narrador la mirada del amor, tema muy presente en la
novela. En el último tramo de ésta, se suceden varias mujeres que han calado
hondo en su alma. Levrero se lamenta de que no se hable ya del alma o el
espíritu, desterrados ambos al terreno de lo esotérico al haber sido separados
artificialmente de la carne. La espiritualidad es un tema importante, quizá por
la cercanía intuida de la muerte. De hecho, otra imagen memorable, una especie
de epifanía, es la de la primera comunión, cuando el narrador dice haber
sentido el levísimo roce de las alas de un ángel. Desde luego, esta imagen se
puede entender como metáfora o, en cambio, podemos tomárnosla al pie de la
letra. No en vano, el narrador asegura que no fue él, sino su daimon,
el que escribió la novela luminosa. Para los clásicos, el daimon es
una especie de ángel protector (para Sócrates, es la voz que surge dentro de
uno proveniente de un poder superior). Yo no tengo duda de que Mario Levrero
fue tocado por un ángel: el ángel de la literatura. Y eso es algo que les
ocurre a muy pocos.
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