ESTHER MEYNEL
LA PEQUEÑA CRÓNICA DE ANA MAGDALENA BACH
SEXAGESIMOSEGUNDA ENTREGA
La mayoría de los organistas se
quedaban asombrados al ver cómo manejaba Sebastián los registros. Nunca seguía
las reglas establecidas, como no le fueran de verdadera utilidad. Los otros,
habían creído que aquellas combinaciones que él empleaba, nunca hubieran podido
armonizar, y se quedaban más asombrados todavía cuando empezaba a tocar y
observaban que las notas del órgano no habían sonado nunca tan hermosas, a
pesar de que la disposición de los registros les parecía extraña e inusitada.
También causaba placer a Sebastián, cuando improvisaba, apelar a todas las
tonalidades posibles, empleando las más diversas, pero sus modulaciones eran
tan hábiles que muy pocos de sus oyentes notaban esos cambios.
Un músico muy conocido en la corte
del Rey de Prusia, el señor Quantz, que había escrito un tratado sobre el arte
de tocar la flauta, y que Sebastián había leído con gran interés, decía en ese
libro que Sebastián Bach el “músico admirable”, había llevado el arte de tocar
el órgano al mayor grado de perfección y que se debía esperar que, a su muerte,
esa perfección no se perdiese o disminuyese, como era de temer dado el corto
número de personas que en estos tiempos se dedican a ese art prócer. Pero el
señor Quantz, cuando escribió ese párrafo, no había pensado en el gran número
de discípulos de órgano a quienes Sebastián había inculcado su espíritu. Todos
estos tributos que sus contemporáneos rendían a su genio y que yo acumulaba en
el corazón como un tesoro, me causaban a mí mucho más alegría que al mismo
Sebastián, aunque siempre sabía reconocer el aprecio de los verdaderos músicos.
A pesar de que había explorado la teoría de la música hasta lo más profundo, no
era nada pedante, de tal modo que uno de sus amigos pudo decir de él, con
razón: “Que se le pregunte al gran Bach, que domina la música con todas sus
finezas y la más perfecta técnica y cuyas admirables composiciones no se pueden
oír más que con asombro, si, al adquirir su habilidad extraordinaria, ha
pensado siquiera una vez en la relación matemática de los tonos entre sí, y si
al construir sus poderosas obras ha pedido consejo a las matemáticas”. Yo puedo
asegurar que no lo hizo nunca. Llevaba la música en la sangre y las matemáticas
no le eran necesarias. Tenía un extraño conocimiento intuitivo de la vida del
sonido, como lo demuestra un hecho también extraordinario que voy a relatar.
Una vez que estaba en Berlín, le invitaron a que viese el nuevo teatro de la
Ópera, que acababan de construir y, al atravesar la galería del gran comedor,
se detuvo de pronto y dijo que si una persona se colocase en uno de los
rincones de la sala y hablase en un tono como un susurro, otra persona que se
colocase en el rincón opuesto, vuelta hacia la pared, podría oír hasta la menor
palabra, pero solamente ella. Se hizo inmediatamente el experimento y se
comprobó que Sebastián tenía razón, a pesar de que ni el mismo arquitecto
sospechaba que existiera aquel fenómeno acústico.
Quizá porque Dios le había dado tan inmensa
comprensión intuitiva de las cosas de la música, era mucho menos severo que
otros maestros y concedía a los alumnos que tenían verdadero talento musical,
cierta libertad dentro de las reglas fijas del arte.
-Dos quintas y dos octavas no deben
seguirse nunca -les decía algunas veces, y añadía, con una sonrisa que
iluminaba el rostro severo: -No sólo es un vitium,
sino que suena mal y todo lo que suena mal no puede ser música.
Él mismo no vacilaba nunca en faltar
a una regla, cuando sentía necesidad de hacerlo, y yo experimentaba el deseo de
aplicarle las palabras de Martín Lutero refiriéndose a uno de sus músicos
favoritos: “Es el señor de las notas: tienen estas que hacer lo que él quiere;
otros compositores tienen que hacer lo que quieren las notas”. Recuerdo esta
otra frase de Lutero, que también citaba Sebastián con satisfacción: “El diablo
no tiene necesidad de oír todas las bellas melodías”.
Y yo creo que, tanto Lutero como mi
marido, procuraron que no las oyese todas.
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