SOY
Y NO SOY: SAÚL IBARGOYEN
por
Francisco Trejo
(Crítica: revista
cultural de la Universidad Autónoma de Puebla / agosto-setiembre 2017)
PRIMERA ENTREGA
¿Podrías
hablarme acerca de tu salida de Uruguay en 1976? ¿Cuáles fueron las causas que
suscitaron tu exilio y cómo fue ese proceso, hasta tu llegada a México?
Llegué a México como
asilado político en 1976, un 25 de junio. Uruguay estaba bajo una dictadura
neofascista, luego del golpe de Estado del 27 de junio de 1973: un golpe
cívico-militar, pues lo dio el presidente en acuerdo con el ejército y la
policía. Había una represión muy fuerte contras las fuerzas de izquierda,
democráticas y progresistas, en esencial el Partido Comunista (PCU) y la
central única de trabajadores, de base obrera (CNT). También contra el
movimiento estudiantil, la cultura y toda expresión antidictatorial. El país
fue el que tuvo más presos políticos con relación a la población cuando las
dictaduras en el Cono Sur de los setenta y los ochenta, instigadas por Estados
Unidos y resumidas en el Plan Cóndor. Yo era militante del PCU en la
clandestinidad. Formaba parte del aparato de protección de dos o tres
dirigentes, o sea, proporcionarles seguridad en casas o departamentos difíciles
de detectar, alimentación, higiene, etc., y si recibíamos información,
trasmitirla por vías ya definidas por la secretaría de organización.
Así estuvimos casi tres
años, hasta que un pariente político de mi segunda esposa, que trabajaba en la
policía, me delató. Estuve detenido poco más de dos meses, junto con otros tres
compañeros, incluidos en un mismo expediente. La policía nos había arrestado y
querían saber del aparato armado del PCU. Desistieron de esa búsqueda, tal vez
porque los cuatro éramos figuras públicas de la cultura: un escritor, un músico
y dos teatristas. El trato que nos dieron era el habitual: plantones de muchas
horas, interrogatorios apremiantes”, presión psicológica, golpes, etc. Por alguna
razón no fuimos maltratados como cientos de detenidos, pero esa experiencia
deja una marca imborrable. Nos soltaron y, por indicación del Partido, nos
metimos en la embajada mexicana, única que recibía solicitudes de asilo. Nos
alojamos en la residencia del embajador, una extraordinaria persona en todo
sentido; éramos más de cuarenta. Allí estuvimos tres meses, pues el gobierno
decía que éramos delincuentes y no asilados políticos. Finalmente, luego de
trámites engorrosos, el 24 de junio de 1976 nos subimos a un de la Panamerican
y arribamos a Ciudad de México previa escala en Buenos y Panamá y cambio de
nave en Guatemala. Eso lo he narrado en alguno de mis libros.
¿Cómo
fue tu llegada a México? ¿Por qué decidiste que fuera México el país donde ibas
a vivir el exilio?
Yo no decidí venir a
México. Como diría mi amigo José Saramago, fueron las circunstancias. En
realidad, por órdenes del Partido, yo debía salir del país un tiempo, pues la
represión estaba terrible. Hice contactos para ir a Venezuela, amigos que
trabajaban allá en el ámbito editorial, pero me pescaron antes.
¿Experimentaste
algún tipo de rechazo en alguna esfera de la cultura mexicana?
Al principio tuvimos
muy buena acogida en ese ámbito, como reflejo de la política hospitalaria de
México en esos días, pero también por solidaridad de no pocos artistas e
intelectuales. Después, al menos en lo personal, al ingresar al campo de la
cultura y el periodismo, hubo discrepancias de tipo ideológico, en especial con
el grupo de la revista Vuelta, pues
yo empecé a trabajar en Plural de la
segunda época, con Jaime Labastida de director. Era, sin duda, un eco de la
lucha ideológica que en esos tiempos se volvió muy enconada, sobre todo con
relación a la Revolución cubana y las dictaduras en América Latina. Fueron
varios años intensos, aunque pude editar algunos libros y adaptarme mejor a un
ámbito cultural muy asediado y en parte dependiente de las posturas de los
gobiernos.
El
poeta Pedro Salvador Ale, en una entrevista que le hice recientemente, dijo que
“el que sale exiliado ya no puede regresar más, aunque vuelva a su tierra”. Por
tu parte, en una charla previa que tuvimos, me dijiste que “el que se exilió
una vez se exilió para siempre”. ¿Podrías ahondar más en estas sentencias que
en su fondo enuncian la misma conjetura?
En verdad, Pedro Ale
tiene razón, aunque cada exiliado lleva su exilio como puede. Decía alguien que
nadie logra desterrarte porque “el hombre es tierra que anda”. Sucede que los
cambios que se dan con los años, y según la historia de cada uno en medio de
una Historia con mayúscula, van atados a los que ocurren en el país que te
recibe, mientras que el imaginario que se trae del país natal sigue operando y
cambia también. Por eso vamos de la lírica a la épica, del erotismo al
misticismo… Pero siempre habrá núcleos que no cambian, y esos núcleos ocultos
en la memoria son los que ayudan a sostener una identidad y a construir otra.
¿Mexicano? ¿Uruguayo? No, latinoamericano-caribeño.
¿Podrías
darme algunos ejemplos de esos núcleos que no cambian?
Son núcleos que se generan,
desde la niñez, en las entretelas profundas de la personalidad. Un temor, una
sombra de origen desconocido, una necesidad de no estar solo, etc. Para eso
está el psicoanálisis…
¿La
experiencia del exilio ha sido sustancial dentro de tu obra creativa? Se sabe
que en tu narrativa hay una serie de alusiones autobiográficas en las que sale
a flote el tema del destierro. Sin embargo, dentro de la composición de tu
poesía, ¿de qué manera se deja ver esta experiencia que ha sido relevante para
tu vida?
El exilio, desde hace
41 años, es sustancia permanente en mi trabajo literario. Lo autobiográfico es
inevitable, tanto en la narrativa como en la escritura versal. Se trata de
representar a una persona en calidad de personaje. Por eso me pregunto desde
dónde escribimos. Dice Saramago: “Estoy donde hago el verso”.
De
nueva cuenta, viene a mi mente lo que comentamos en una charla previa a esta
entrevista. Recuerdo que hablaste de “el lugar desde donde se escribe”. ¿Cuál
es ese lugar en tu caso?
Tiene que ver con las
voces que el poeta (creativo) traslada. El asunto es utilizar, de modo
consciente o no, la voz que corresponda a un estado de ánimo determinado que
una emoción o una idea o una imagen o los restos de un sueño o un golpe
inesperado de la memoria provocan. Los sitios están en uno mismo, entretejidos
con el “afuera”.
He
observado que en la obra de otros poetas exiliados existe un cambio
significativo en su discurso poético. Después de varios años de exilio, su
poesía muestra un cambio de plataforma retórica; es decir, de manera más
precisa, que de un discurso elegíaco, donde es frecuente la lamentación por el
destierro y el anhelo de la patria, pasan a un discurso opuesto, pues su poesía
comienza a desarrollar un tono celebratorio y de carácter erótico, una retórica
muy próxima a la epigramática. ¿Consideras que es el caso de tu poesía? ¿En qué
momento, después del exilio, notaste ese cambio?
Pienso que las líneas
esenciales de esa “retórica” ya estaban dadas antes del exilio. Los asuntos
fundamentales que resultan el cimiento de una determinada concepción del mundo
(realidad) y del lugar subjetivo en él. Es decir, una especie de sistema ideológico.
Al ingresar a la categoría de exiliado, se desarrollan esas líneas de modo más
libre, cambiamos de súper ego, aunque haya aspectos en nuestra sociedades que
se parezcan (el poder, la familia, la política, etc.), dado que son sociedades
capitalistas (México y Uruguay) aunque muy diferentes en otros aspectos que no
es necesario mencionar. Agrego: la presión social es menor, ya no importa “el
qué dirán”. Además, las nuevas adquisiciones culturales y la propia vida
cotidiana ayudan en este proceso. Claro que yo sólo hablo por mí.
Este
salto de plataformas retóricas es evidente en tu poesía. En realidad tu obra
está impregnada de muchos cortes y tonos. Llama mi atención, particularmente,
que te inclines por la búsqueda del humor, en el caso de tus libros de corte
epigramático; un humor que se mezcla con el erotismo y el discurso de la
denostación, propio de este género antiguo.
En cada poeta, y tal
vez en cada persona, anidan varias voces que derivan de la propia experiencia
de vida. Cada voz tiene su tono, en el que se expresan estados de ánimo,
etcétera.
También
observo en tu obra una evolución sustancial. Ya comentaste algo acerca de la
epigramática, un género que busca la contundencia dentro de la brevedad. Pero
hay en tu obra otros cortes líricos emparentados con esta brevedad. Me refiero,
particularmente, a la estructura del proverbio que es evidente en Cantos a la amada (2009). Esta
condensación del lenguaje en el epigrama y en el proverbio, ¿atienden a alguna
problemática estética o existencial en particular? Lo pregunto porque la
brevedad, en algún momento mientras te leía, me hizo pensar en el fenómeno del
silencio. Me preguntaba si la forma atendía, de algún modo, a la búsqueda de cierta
omisión.
La brevedad es natural
en cierta dimensión de mi escritura. Decir lo
más y más hondo con lo menos. Además, mi voz mística sabe (como mi
heterónimo Al-Mahad, de Cantos a la amada)
que la extensión atenúa la intensidad. En el epigrama es igual, aunque es un
subgénero distinto, con otro destino.
Alguna
vez me comentaste que al principio del exilio “todo se viene encima y luego
viene un orden en el trabajo literario y en la experiencia”. En tu caso, ¿cuándo
ocurrió esto?
Fue y es un largo proceso.
No sé cuándo terminará. Lo más probable es que sólo con la ausencia física del
exiliado.
¿Quieres
decir, entonces, que no ha sucedido el orden en estos ámbitos que mencionas?
Ese orden es relativo,
¿quién lo mide?
Has
utilizado en algunas ocasiones el recurso de la heteronimia. ¿Piensas que ese
recurso atiende a una crisis de identidad relacionada directamente con el
exilio, considerando que Antonio Machado nombró “complementarios” a sus heterónimos?
La heteronimia en mí es
más que un recurso retórico o un seguidismo de Machado o Pessoa. Este quería “aumentar
el mundo”, yo sólo doy carnalidad histórica a voces cuyo origen no conozco del
todo. Hasta puede ser una ventaja libertaria ese desconocimiento.
¿Por
qué un escriba de pie y no un escriba sentado?
El papel del escriba en
el Egipto faraónico fue esencial para el sistema. No sólo tenía que ver con la
administración burocrática del imperio, sino con la política exterior, la
economía, la religión y la ideología. Era “el señor de la palabra” en un país
de subido analfabetismo. Existe generosa documentación sobre sus actividades y
su influencia en los círculos de poder. Hay figuras en que aparece sentado,
hierático, llevando cuentas y asentando decretos. Así lo vi en el Museo del
Cairo y lo puse vertical en “Canción del escriba de pie”. Me pareció que esa verticalidad
era adecuada, para quitarlo del uso despectivo que se le otorga generalmente.
Además, darle la libertad de crítica y autocrítica que en aquel momento
histórico resultaba impensable. En parte, tal vez me sentí identificado con él.
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