ESTHER MEYNEL
LA PEQUEÑA CRÓNICA DE ANA MAGDALENA BACH
SEXAGESIMOTERCERA ENTREGA
6 (1)
DE LA VIDA Y DE LA MUERTE DE NUESTROS HIJOS, DEL ORGULLO DE LA CIUDAD
POR LA FAMA DE SEBASTIÁN, Y DE SUS VIAJES ARTÍSTICOS
Nuestra familia no cesaba de aumentar
y la cuna estaba constantemente ocupada, aunque, ¡ay!, la mano estranguladora
de la muerte nos había arrancado de ella a algunos de sus pequeños ocupantes.
Hubo tiempos, tengo que confesarlo, en que me parecía cruel llevar hijos en el
vientre para perderlos luego y tener que enterrar amor y esperanzas en sus
pequeñas tumbas, ante las que Sebastián y yo permanecíamos muchas veces
silenciosos, cogidos de la mano. Pero siempre reaccionaba, presentía que esos pensamientos
eran impíos y trataba de reprimirlos. La mayor de mis hijas, Cristina Sofía, no
vivió más que hasta la edad de tres años, y también mi segundo hijo, Cristián
Gottlieb, murió a la misma tierna edad. Ernesto Andrés no vivió más que pocos
días y la niña que le siguió, Regina Juana, tampoco había llegado a su quinto
cumpleaños cuando dejó este mundo. Cristina Benedicta, que vio la luz un día
después que el Niño de Belén, no pudo resistir el crudo invierno y nos dejó
antes de que el nuevo año llegase a su cuarto día. ¡Qué gozo nos había
producido el que nuestro nuevo vástago naciera el día de Navidad y qué turbio
me pareció el Año Nuevo cuando Sebastián, con lágrimas en sus ojos bondadosos,
se arrodilló junto a mi lecho y me dijo que la niña nos había ya dejado!
Cristina Dorotea no vio más que un año y un verano y Juan Augusto no vio la luz
más que durante tres días. Así perdimos siete de nuestros trece hijos, siendo
esto un rudo golpe para nuestros corazones. Pero lo admitimos como una prueba a
que nos sometía la Divinidad y quisimos más a nuestros hijos restantes. Cuando
volvíamos a casa del entierro de uno de nuestros hijos y yo me sentaba triste y
sin poder hacer nada, pues no podía acostumbrarme a aquellas despedidas, a
pesar de que bondadosas mujeres de la vecindad trataban de consolarme
diciéndome que el destino de todas las madres es traer hijos a este mundo para
perderlos luego y que podía considerarme feliz si llegaba a criar la mitad de
los que hubiese dado a luz, Sebastián se sentaba a mi lado con un libro en la
mano y me leía lo que dijo Lutero cuando perdió a su hija Magdalena, ante su
tumba:
Mi querida Magdalena, ¡qué feliz que eres ahora! ¡Te levantarás de nuevo
y brillarás como una estrella, como el mismo sol! ¡Qué extraño es, sin embargo,
saberte feliz y estar triste!
Y luego me seguía leyendo lo que Lutero
había escrito a un amigo:
Te habrás enterado de que mi queridísima hija Magdalena ha vuelto a
nacer en el reino eterno de Nuestro Señor Jesucristo. Y, a pesar de que mi
mujer y yo tenemos que dar gracias a Dios por su feliz partida, merced a la
cual ha escapado al poder del mundo, de la carne y del demonio, nuestro natural
amor es tan fuerte, que no podemos soportarlo más que con quejas y suspiros del
corazón y con un amargo sentimiento de la muerte. La impresión que en nuestros
corazones queda de su persona, de sus palabras y de sus gestos, mientras vivió
y durante su agonía es tal, que ni la misma muerte de Cristo consigue apartar
de nosotros la angustia.
Cuando leía esa carta, yo lloraba
apoyada en el hombro de Sebastián y me sentía algo consolada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario