GUILLERMO ENRIQUE HUDSON
LA
TIERRA PURPÚREA
CIENTOVIGÉSIMA ENTREGA
XXIX
/ DE VUELTA A BUENOS AIRES (5)
¡Pobre Demetria! Sin
dársele tiempo para reflexionar, había decidido, con mucho tino, aceptar al
instante la oferta de su influyente y circunspecto pariente; pero le costó
separarse de sus amigos de un modo tan desprevenido, y cuando volvió, pronta
para irse, la separación la afligió mucho. Con los ojos arrasados en lágrimas,
le dijo adiós a Paquita, pero cuando me tomó la mano, sus temblorosos labios
guardaron silencio. Por último dirigiéndose a las visitas y venciendo con un
gran esfuerzo su emoción, balbuceó:
-Le debo a este joven
amigo, quien ha sido como un hermano conmigo, el haberme escapado de una triste
y dificilísima situación y el estar aquí entre parientes.
El señor Villaverde
escuchó e inclinó la cabeza en mi dirección, pero sin que su severa y plácida
cara tomara una expresión más suave, mientras que sus fríos ojos grises parecían
atravesarme y estar mirando a algo detrás de mí.
Su comportamiento para
conmigo me desesperaba, ¡pues qué grande debía de ser su desaprobación de mi
conducta, al fugarme con la hija de su amigo, cuando no le permitía sonreírme
ni dirigirme una cariñosa palabra para agradecerme todo lo que había hecho por
su parienta! ¡Y esto era sólo un reflejo de la indignación de mi suegro!
Fuimos hasta el coche
para despedirlos, y entonces, encontrándome por un momento al lado de una de
las jóvenes traté de obtener algunas noticias.
-Hágame el favor,
señorita -dije, de decirme qué es lo que usted sabe respecto a mi suegro. Si es
algo muy grave, le prometo no decirle una palabra de ello a Paquita; entonces,
inclinándose hacia mí, me susurró:
-¡Ay, amigo mío, es
implacable! Lo siento en el alma por Paquita.
Luego añadió, con una
sonrisa de incorregible coquetería:
-Y también por usted.
Se alejó el carruaje y
los ojos de Demetria, al mirar en mi dirección, estaban anegados en lágrimas,
mientras en los ojos del señor Villaverde, que también miraba para atrás, había
una expresión que no me auguraba nada bueno. Tal vez su sentimiento fuese
natural, por ser el padre de dos hijas muy lindas.
¡Implacable! ¡Y ahora
no había un mar ni de color de Plata ni de color de ladrillo que nos separara!
Al volver a la Argentina, tendría que someterme a las leyes que había
quebrantado, al casarme con una joven menor de edad sin el consentimiento de su
padre. La persona que en Inglaterra se fuga con una menor bajo tutela no es más
delincuente de lo que era yo. Mi suegro me tenía ahora a su arbitrio: haría que
se castigara, encarcelándome por un tiempo indefinido, y si no pudiese
amilanarme, podría por lo menos partirle el corazón a su desdichada hija.
Aquellos agrestes y turbulentos días en la Tierra Purpúrea se me presentaban
ahora como días muy felices y apacibles, y los amargos días sin ningún placer,
estaban sólo por empezar. ¡Implacable!
Levantando de repente
la vista, encontré los ojos violetas de Paquita mirándome triste e
interrogativamente.
-Dime la verdad,
Ricardo, ¿qué has oído?
Fingí una sonrisa, y
tomándole la mano, le aseguré que no había oído nada que pudiese inquietarla.
-Ven -dije-, entremos y
preparémonos para irnos de aquí mañana mismo. Volveremos a la estancia de tu
padre, porque cuanto más pronto se realice la entrevista que tú anhelas, tanto
mejor será para todos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario