8/8/17

GUILLERMO ENRIQUE HUDSON

LA TIERRA PURPÚREA


CIENTOVIGÉSIMA ENTREGA


XXIX /  DE VUELTA A BUENOS AIRES (5)



¡Pobre Demetria! Sin dársele tiempo para reflexionar, había decidido, con mucho tino, aceptar al instante la oferta de su influyente y circunspecto pariente; pero le costó separarse de sus amigos de un modo tan desprevenido, y cuando volvió, pronta para irse, la separación la afligió mucho. Con los ojos arrasados en lágrimas, le dijo adiós a Paquita, pero cuando me tomó la mano, sus temblorosos labios guardaron silencio. Por último dirigiéndose a las visitas y venciendo con un gran esfuerzo su emoción, balbuceó:


-Le debo a este joven amigo, quien ha sido como un hermano conmigo, el haberme escapado de una triste y dificilísima situación y el estar aquí entre parientes.


El señor Villaverde escuchó e inclinó la cabeza en mi dirección, pero sin que su severa y plácida cara tomara una expresión más suave, mientras que sus fríos ojos grises parecían atravesarme y estar mirando a algo detrás de mí.


Su comportamiento para conmigo me desesperaba, ¡pues qué grande debía de ser su desaprobación de mi conducta, al fugarme con la hija de su amigo, cuando no le permitía sonreírme ni dirigirme una cariñosa palabra para agradecerme todo lo que había hecho por su parienta! ¡Y esto era sólo un reflejo de la indignación de mi suegro!


Fuimos hasta el coche para despedirlos, y entonces, encontrándome por un momento al lado de una de las jóvenes traté de obtener algunas noticias.


-Hágame el favor, señorita -dije, de decirme qué es lo que usted sabe respecto a mi suegro. Si es algo muy grave, le prometo no decirle una palabra de ello a Paquita; entonces, inclinándose hacia mí, me susurró:


-¡Ay, amigo mío, es implacable! Lo siento en el alma por Paquita.


Luego añadió, con una sonrisa de incorregible coquetería:


-Y también por usted.


Se alejó el carruaje y los ojos de Demetria, al mirar en mi dirección, estaban anegados en lágrimas, mientras en los ojos del señor Villaverde, que también miraba para atrás, había una expresión que no me auguraba nada bueno. Tal vez su sentimiento fuese natural, por ser el padre de dos hijas muy lindas.


¡Implacable! ¡Y ahora no había un mar ni de color de Plata ni de color de ladrillo que nos separara! Al volver a la Argentina, tendría que someterme a las leyes que había quebrantado, al casarme con una joven menor de edad sin el consentimiento de su padre. La persona que en Inglaterra se fuga con una menor bajo tutela no es más delincuente de lo que era yo. Mi suegro me tenía ahora a su arbitrio: haría que se castigara, encarcelándome por un tiempo indefinido, y si no pudiese amilanarme, podría por lo menos partirle el corazón a su desdichada hija. Aquellos agrestes y turbulentos días en la Tierra Purpúrea se me presentaban ahora como días muy felices y apacibles, y los amargos días sin ningún placer, estaban sólo por empezar. ¡Implacable!


Levantando de repente la vista, encontré los ojos violetas de Paquita mirándome triste e interrogativamente.


-Dime la verdad, Ricardo, ¿qué has oído?


Fingí una sonrisa, y tomándole la mano, le aseguré que no había oído nada que pudiese inquietarla.



-Ven -dije-, entremos y preparémonos para irnos de aquí mañana mismo. Volveremos a la estancia de tu padre, porque cuanto más pronto se realice la entrevista que tú anhelas, tanto mejor será para todos.

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