ESCRITOS DE HORACIO QUIROGA
CUADRAGESIMOSÉPTIMA
ENTREGA
El culto colonial (1)
Muchísimo
más que por su porvenir, los pueblos muy jóvenes se preocupan de su pasado. Sin
historia aun, a cuyo favor los viejos pueblos, acumulando sus elementos y
condiciones de vida más persistentes, han construido lo que se llama tradición,
los pueblos nuevos se apresuran a crear una con todo lo escasísimo que sostuvo
su próximo ayer.
Es
en el arte, en particular, donde se manifiesta ese frenesí por la tradición,
fuente perenne de belleza, al decir de sus cultores. Lo verdaderamente noble,
hermoso y puro radica y debe beberse en nuestro pasado.
Pero
un estilo de fortuna, una modalidad del ambiente, un recurso de vida precaria,
no son necesariamente bellos y nobles por la sola circunstancia de haber sido.
Cuando no se posee abuelos heroicos, los padres devienen forzosamente héroes.
Cuando un pueblo no ha vivido bastante, conglomera sus elementos no siempre
limpios de ayer, y rinde entonces culto a esos pobres despojos con el nombre de
tradición.
Esta
sed aristocrática del pasado, esta unción por el culto de familia, es lo que
lleva a dichos pueblos a erigir en campeón de belleza todo lo transitorio de
ayer, todo lo sórdido o insípido olvidado bajo la polilla y el polvo. Podemos
estar seguros de que si esos pueblos pudieran contar con dos siglos más en su
vida monosecular, las casas coloniales, los guiñapos coloniales, los arcones,
las mantas, los indios y demás tonterías de ese culto, no hubiera entontecido
al noventa por ciento de sus cultores.
La
casa colonial es utilísima en los países cálidos y sin poblar, por la
disposición de sus patios, corredores y aposentos. Si una belleza tiene, ella
deriva de su perfecto y serio ajuste a las condiciones de vida en un momento
dado. La casa colonial era una verdad entonces, y verdad -como todo lo que tuvo
un instante su legítima razón de ser- perfectamente muerta e irresucitable.
Las
abuelas coloniales, edificando sus casas con corredores anti-halo, comodísimos
para la siesta; llenando de tinajas los rincones porque no había agua, y los
grandes cuartos de braseros porque no había estufas, no soñaron, ciertamente,
que sus casas así distribuidas por necesidad, así decoradas por incultura
artística, repletas de chismes contra la sed y el frío, por incultura
industrial, no soñaron que todas esas penurias de la habitación constituirían
un día un precioso y noble estilo.
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