LA PEQUEÑA CRÓNICA DE ANA MAGDALENA BACH
SEXAGESIMOSÉPTIMA ENTREGA
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Nunca olvidaré cómo vino Sebastián a
casa aquella noche -hasta más tarde no me enteré con precisión de lo que había
sucedido, a pesar de que siempre tuve el presentimiento de que el miserable
Krause nos traería la desgracia-; se detuvo en el umbral del cuarto donde
estábamos todos y me pareció que, de pronto, había envejecido varios años.
Dijo:
-¡No habléis ahora conmigo, hijos
míos; tendría que decir cosas de que luego me arrepentiría! ¡Dejadme un rato
solo!
Creo que comprendía que se había
colocado en una situación falsa, al dejarse llevar por su temperamento de Bach,
que, generalmente, sabía contener. Sin embargo, cuando el Rector exigió que
Krause volviese a ser nombrado director del primer coro, Sebastián no se opuso.
Pero estaba sombrío y colérico, y Krause, desvergonzado, se las daba de
triunfador, y se portó tan mal en el siguiente ensayo del coro, que dio una
prueba más de su ineptitud para el cargo. Por lo cual, Sebastián no vaciló en
volverlo a su antiguo puesto. El Rector declaró que si el Cantor no le daba
posesión de su cargo, se la daría él mismo el siguiente domingo. Sebastián
guardó silencio, y el Rector cumplió se amenaza y envió a Krause a nuestra casa
para que se lo comunicase. Eso sucedió antes del Oficio Divino de la mañana. Mi
marido se dirigió a casa del Superintendente y le contó lo sucedido. Luego, fue
a la iglesia de San Nicolás, se llevó consigo al director de coros Kütler, a la
iglesia de Santo Tomás, echó a Krause del coro a la mitad de un himno, y puso a
Kütler en su puesto.
Yo creo que Sebastián no debió
proceder de ese modo; no obró cuerdamente y se puso en contra de la razón. Fue
la única vez en mi vida que me atreví a pensar que no había obrado con
prudencia, pero la sangre y la obstinación de los Bach se habían irritado en él,
y un hombre exasperado nunca es precavido.
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