LOS
CANTOS DE MALDOROR
CIENTOVIGESIMOCTAVA ENTREGA
(Barral Editores / Barcelona 1970)
CANTO QUINTO
6 (1)
¡Silencio! Pasa un
cortejo fúnebre al lado vuestro. Inclinad hasta el suelo la binaridad de
vuestras rótulas y entonad un canto de ultratumba. (Si consideráis mis palabras
más bien como una mera fórmula imperativa que como una orden estricta fuera de
lugar, daréis una muestra de ingenio, y del mejor.) Es posible que logréis de
esa manera llenar de júbilo el alma del muerto que va a descansar de la vida en
una fosa. Además, el hecho es cierto para mí. Observad que no digo que vuestra
opinión no pueda, hasta cierto punto, ser contraria a la mía; pero importa ante
todo poseer nociones precisas sobre los fundamentos de la moral, de modo que
cada uno esté obligado a compenetrarse con el principio que manda a hacer a
otro lo que probablemente quisiéramos que nos hicieran a nosotros. El sacerdote
de las religiones abre la marcha, llevando en una mano una bandera blanca,
signo de paz, y en la otra un emblema de oro que representa las partes naturales
del hombre y la mujer, como para señalar que esos órganos carnales son la
mayoría de las veces, abstracción hecha de toda metáfora, instrumentos
peligrosísimos para quienes se sirven de ellos, cuando los manejan ciegamente
con variados objetivos reñidos entre sí, en lugar de engendrar una oportuna
resistencia a la conocida pasión que es causa de casi todos nuestros males. En
la parte baja de la espalda lleva fijada (artificialmente, claro está), una
cola de caballo de espesas crines, que barre el polvo del suelo. Da a entender
que debemos cuidarnos de no descender con nuestra conducta al nivel de los
animales. El ataúd conoce el camino y marcha tras la túnica flotante del consolador.
Los deudos y amigos del difunto, como evidencia su ubicación, han decidido
cerrar la marcha del cortejo. Este avanza majestuosamente como un barco que
surca la amplitud del mar sin temor al fenómeno del naufragio, pues en la hora
presente, las tempestades y los escollos no se hacen notar a no ser por su
justificada ausencia. Los grillos y los sapos siguen a unos pasos la ceremonia
funeraria; también ellos ignoran que su modesta presencia en las exequias de
cualquiera les será tenida en cuenta algún día. Charlan en voz baja en su
pintoresco lenguaje (no seáis demasiado presuntuosos, permitidme ese consejo
desinteresado frente a vuestra creencia de que sólo vosotros poseéis la
preciosa facultad de traducir los matices del pensamiento) de aquel que vieron
más de una vez correr por las praderas reverdecientes, y sumergir el sudor de
sus miembros en las azuladas ondas de los golfos arenosos. En un comienzo la
vida parecía sonreírle sin intención oculta, y lo coronó magníficamente de
flores; pero puesto que vuestra propia inteligencia advierte, o más bien
adivina, que él ha quedado detenido en los lindes de la infancia, no necesito,
hasta la aparición de una retractación, verdaderamente indispensable, continuar
con los prolegómenos de mi rigurosa demostración.
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