19/10/17

CARLOS CASTANEDA

LAS ENSEÑANZAS DE DON JUAN
                                                                                              
(Una forma yaqui de conocimiento)


CUADRAGESIMOPRIMERA ENTREGA


PRIMERA PARTE
“LAS ENSEÑANZAS”


IV (8)

Viernes, 6 de julio, 1962 (3)


Yo nunca había oído esa palabra, y meditaba si preguntaría sobre ella cuando percibí un ruido que parecía ser un zumbido dentro de mis orejas. El sonido se hizo gradualmente más fuerte, hasta semejar la vibración causada por un enorme zumbador. Duró un momento breve y se fue apagando hasta que todo estuvo otra vez en silencio. La violencia y la intensidad del ruido me aterraron. Temblaba tanto que apenas podía permanecer en pie; sin embargo, mi estado era perfectamente racional. Si unos minutos antes me hallaba soñoliento, esta sensación había desaparecido por entero, dando paso a una lucidez extrema. El ruido me recordó una película de ficción científica en que las alas de una abeja gigantesca zumbaban al salir de un área de radiación atómica. Reí de la idea. Vi a don Juan reclinarse para recuperar su postura relajada. Y de pronto volvió a acosarme la imagen de una abeja gigantesca. La imagen era más real que los pensamientos comunes. Estaba sola, rodeada de una claridad extraordinaria. Todo lo demás fue expulsado de mi mente. Este estado de claridad mental, sin precedente en mi vida, produjo otro momento de terror.


Empecé a sudar. Me incliné hacia don Juan para decirle que tenía miedo. Su rostro estaba a unos centímetros del mío. Me miraba, pero sus ojos eran los ojos de una abeja. Parecían anteojos redondos, con luz propia en la oscuridad. Sus labios formaban una trompa y de ellos surgía un ruido acompasado: “Pehtuh-peh-tuh-tuh.” Salté hacia atrás, casi chocando contra el muro de roca. Durante un tiempo al parecer infinito experimenté un miedo insoportable. Jadeaba y gemía. El sudor se había congelado sobre mi piel, dándome una rigidez incómoda. Entonces oí la voz de don Juan diciendo:


-¡Levántate! ¡Muévete! ¡Levántate!


La imagen se desvaneció y de nuevo pude ver su rostro familiar.


-Voy por agua -dije tras otro momento interminable.


Mi voz se quebraba. Apenas me era posible articular las palabras. Don Juan asintió. Mientras me alejaba, advertí que el miedo se había ido en forma tan rápida y misteriosa como su llegada.


Al acercarme al arroyo noté que podía ver cada objeto en el camino. Recordé que acababa de ver claramente a don Juan, cuando antes apenas podía distinguir sus contornos. Me detuve y miré la distancia, y pude ver incluso el otro lado del valle. Algunos peñascos que había allí se hicieron perfectamente visibles. Pensé que debería ser de madrugada, pero se me ocurrió que tal vez hubiera perdido la noción del tiempo. Miré mi reloj. ¡Eran las 12:10! Revisé el reloj para ver si estaba funcionando. No podía ser mediodía: ¡tenía que ser medianoche! Planeaba correr por el agua y volver a las rocas, pero vi acercarse a don Juan y lo esperé. Le dije que podía ver en la oscuridad.



Él se quedó mirándome largo rato sin decir palabra; si acaso habló, no lo oí, pues me hallaba concentrado en mi nueva y única capacidad de ver en lo oscuro. Podía distinguir los guijarros minúsculos en la arena. En momentos todo estaba tan claro que parecía ser madrugada o atardecer. Luego se oscurecía; luego se aclaraba de nuevo. Pronto advertí que la luminosidad correspondía a la diástole de mi corazón, y la oscuridad a la sístole. El mundo se hacía brillante y oscuro y brillante de nuevo con cada latido de mi corazón.

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