LA
SONRISA DE GUILLERMO FERNÁNDEZ
Hugo
Giovanetti Viola
Querido Guillermo:
acabo de ver tu esperadísima retrospectiva póstuma preciosamente montada en el
Museo Nacional de Artes Visuales y me parece justo y necesario (como decimos en
la misa) dedicarte esta paginita de celebración.
Esta vez no se trata de
analizar el tránsito de tu maestría iniciada en el Taller Torres García y el
posterior despegue personal empezado en los 60 y desarrollado a través de los vertiginosos
y siempre muy angustiados espiralamientos con los que perseguiste la concreción de una forma
eficiente para lamer la llaga sin
fondo de tu pueblo.
No te importó otra
cosa.
Fue Álvaro Moure
Clouzet el que me comentó que lo que parecía sobrevolar al gentío de muy distintas
edades que encontró una especie de universo
purificado en la planta alta del museo del Parque Rodó era ni más ni menos
que una sonrisa.
Y fue así,
esencialmente: todo el mundo bogaba sin el menor desasosiego entre las
proliferaciones de tu amor incondicional.
Porque lo que nos sonreía era la
vida: dura y dulcemente.
Y las incanjeables facciones
plásticas que nos hermanaban con un
cariño sin tiempo (para hablarlo en Paco Espínola) se emparentaban tanto
con la obsesión contrarreformista por transformar las fiestas pueblerinas en performances sagradas como con la orden
profética de Lezama Lima de cifrar en el mestizaje del Nuevo Mundo una divinidad para el futuro.
Claro que eso te costó
vivir sudando sangre, aunque había
que conocerte muy bien para captar que vivías ensopado en una hematohidrosis espiritual endémica.
Porque (para hablarlo
en Vallejo) sufrías con gran cuidado,
y no me quiero imaginar lo que te debe haber costado sostener en alto la
delicadísima y siempre bienhumorada macanudez que le ofrecías al prójimo.
Y sin embargo me consta
muy bien que jamás te cansaste de decir, en las buenas y en las malas, que la vida era la cruz y el planeta un
lugar áspero.
No cantabas victorias.
Amansabas derrotas.
T. S. Eliot: Pero aprehender / el punto de intersección
de lo intemporal / Con el tiempo, es ocupación para un santo. / Y tampoco
ocupación sino algo que se da y se toma / Ardor y autorrenuncia.
Me acuerdo que cuando
murió Cacho Cavo me describiste tu duelo con una sola frase: Era un amigo sin suplente.
Y a partir de esta
noche, aquellos que visiten tu retrospectiva repechando la calle Julio Herrera
y Reissig (otro eterno sufridor con inconmensurable gracia de resurrección)
se van a ir enterando, según lo definió el detective Philip Marlowe, que si no
hubieras sido duro no hubieras durado, y que no si hubieras sido dulce no
hubieras merecido durar.
Hoy la tribu empezó a
saber irreversiblemente, Guillermo Fernández, que vos fuiste un cacique sin
suplente.
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