LA
CARRETA
Prólogo
de Wilfredo Penco
Montevideo
2004
SEXAGÉSIMA ENTREGA
XIV
(4)
Siguió trabajando en su
dibujo con enfermiza fruición. De pronto un ruido de pasos y de cosa arrastrada
lo despertó de su tarea. Aplastó con el pie las cuatro brasas que ardían aun y
se quedó inmóvil, con la mirada fija en la oscuridad, como si sus ojos oyesen…
Se agachó después para recoger de la tierra los ruidos perdidos. En el callejón
había gente empeñada en extraño trabajo. El sordo ruido de una pala y un pico
ahogaron sus pasos. Repentinamente apareció, a cuatro metros de los dos hombres
que trabajaban, como si la oscuridad lo hubiese parido. Uno de los hombres
hundía la herramienta y la agitaba violentamente en el agua fangosa de un
pantano. Eran trabajadores nocturnos. Trataban de ahondar el ojo ciego de la
tierra para precipitar a la diligencia, que pasaría al amanecer.
Los trabajadores
nocturnos dejaron caer sus brazos. Chiquiño habló:
-Habrá pa los tres
mañana…
Uno de los pantaneros
dijo por lo bajo:
-Si usté lo dice…
-No nos vamo’a peliar
-insistió el expresidiario-. Será pa los tres, ¡qué pucha!
-¡Siguro! -se animó a
decir uno de los trabajadores sorprendidos.
Chiquiño se llenó de
coraje:
-Bueno. Yo les pido que
no digan nada, pero reciencito metí las manos en el cajón de la finadita y…
-¿Trai el cuchiyo? -se apresuró
a preguntar uno de los pantaneros.
-¡No, disgraciao, no!
¡Mientras ustedes guachos! ¡Mal hablaus!... ¡Mienten!...
Un largo silencio
envolvió a los tres hombres.
-¡El diablo anda metido
en esto! -dijo. -¡Algún día se sabrá la verdad!
Y apretó los codos
contra el cuerpo, para ahogar su grito de protesta.
Se dirigió hacia el
alambrado, rompiendo las sombras con su figura ágil. Caminaría hasta el
camposanto donde se hallaban los restos de “la Leopoldina”. Al agacharse para
meter la cabeza entre el cuarto y quinto alambre, se oyó el zumbido de
instrumento liviano, arrojado al aire con violencia. Cimbrearon los alambres al
chocar en ellos el instrumento. En la nuca de Chiquiño hubo una conmoción
imprevista. El golpe lo dejó tendido en el suelo, boca abajo, en el barro.
Desde la oscuridad, uno
de los traidores pantaneros le había arrojado el mango de una herramienta. Un
hilo de sangre se deslizaba por el barro.
El viento silbaba en
sus orejas, con interminable son de flauta, cuando la luna llena trepaba el
cerro, plateándolo. Estaba encima de la tumba, forcejeando para arrancar al
cruz. Se arrodilló y tiró para arriba con todas sus fuerzas. La cruz, al desprenderse
de la tierra, abrió un boquete. Allí metió, afanosamente, las manos en garra.
Primero arrancó un terrón con gramilla, con pasto seco, del que se halla encima
de las tumbas abandonadas. Después, la tierra húmeda, se le metió en las uñas..
Con el cuchillo la cortaba, como si fuese grasa para hacer velas. Poco a poco
fue ahondando la excavación, hasta que no pudo más, porque las uñas le
resbalaban sobre la tapa mohosa del ataúd.
El viento silbaba en
sus oídos. El rectángulo abierto en la tierra ya era suficientemente grande.
Halló el borde el cajón, y con el cuchillo lo rodeó hasta volver al punto
inicial. Había que sacar más tierra para poder levantar la tapa.
Clavó las rodillas
sobre la caja y un ruido de madera podrida que se parte y un olor a orín y a
trapo quemado subió hasta sus narices. Metió los dedos en una pequeña rajadura
y, puestos en gancho, tiró para arriba. La tela podrida que venía adherida a la
madera, se desgarró.
La luna estaba alta y
era pequeñita para los ojos del hombre. Como un grano de arroz, pero alumbraba
como un sol, al que le hubiesen quitado todo el oro para cambiárselo por plata.
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