CARLOS
CASTANEDA
LAS
ENSEÑANZAS DE DON JUAN
(Una
forma yaqui de conocimiento)
CUADRAGESIMOSEGUNDA
ENTREGA
PRIMERA
PARTE
“LAS
ENSEÑANZAS”
IV
(9)
Viernes,
6 de julio, 1962 (3)
Estaba absorto en este
descubrimiento cuando el extraño sonido que había oído antes se hizo audible
otra vez. Mis músculos se tensaron.
-Anuhctal (según oí la
palabra en esta ocasión) está aquí -dijo don Juan.
Yo imaginaba el bramido
tan atronante, tan avasallador, que nada más importaba. Cuando amainó, percibí
un aumento súbito en el volumen de agua. El arroyo, que un minuto antes había
tenido una anchura de menos de treinta centímetros, se expandió hasta ser un
lago enorme. Lo que parecía venir de encima de él tocaba la superficie como
brillando a través del follaje espeso. De tiempo en tiempo el agua cintilaba un
segundo: dorada y negra. Luego quedaba oscura, sin luz, casi fuera de vista y
sin embargo extrañamente presente.
No recuerdo cuánto
tiempo permanecí allí, nada más que observando, acuclillado a la orilla del
lago negro. El rugido debió de calmarse mientras tanto, pues lo que me hizo
regresar con violencia (¿a la realidad?) fue otro zumbido aterrador. Me volví
para buscar a don Juan. Lo vi trepar y desaparecer tras la saliente de la roca.
Sin embargo, el sentimiento de estar solo no me molestaba en absoluto; reposaba
allí en un estado de abandono y confianza totales. El bramido se hizo audible
de nuevo; era muy intenso, como el ruido causado por un viento alto.
Escuchándolo con todo el cuidado posible, logré reconocer una melodía definida.
Era un conglomerado de sonidos agudos, como voces humanas, acompañado por un
tambor bajo, grave. Enfoqué toda mi atención en la melodía, y nuevamente noté
que la sístole y la diástole de mi corazón coincidían con el sonido del tambor
y con la pauta de la música.
Me levanté y la melodía
cesó. Traté de escuchar mi corazón, pero el latido no era localizable. Me
acuclillé de nuevo, pensando que acaso la posición de mi cuerpo había causado o
inducido los sonidos. ¡Pero nada ocurrió! ¡Ni un sonido! ¡Ni siquiera mi
corazón! Pensé que ya era bastante, pero al ponerme en pie para marcharme sentí
un temblor de tierra. El suelo bajo mis pies se estremecía. Perdí el equilibrio.
Caí hacia atrás y quedé bocarriba mientras la tierra se sacudía con violencia.
Traté de aferrar una roca o una planta, pero algo se deslizaba debajo de mí. Me
incorporé de un salto, estuve de pie un momento y volvía a caer. El terreno
donde me hallaba se movía, deslizándose hacia el agua como una balsa. Permanecí
inmóvil, atontado por un terror que, como todo lo demás, era único,
ininterrumpido y absoluto.
Surqué las aguas del
lago negro encaramado en un fragmento de la ribera que parecía un tronco de
barro. Tenía la sensación de ir más o menos hacia el sur, transportado por la
corriente. Podía ver el agua moverse y arremolinarse en torno mío. Se sentía
fría al tacto, y curiosamente pesada. La imaginé viva.
No había orillas ni
puntos de referencia discernibles, ni puedo evocar las ideas o sentimientos que
debieron de asaltarme durante aquel viaje. Tras lo que parecieron horas de ir a
la deriva, mi balsa dio un viraje en ángulo recto hacia la izquierda, el este. Siguió
deslizándose sobre el agua por una distancia muy corta. E inesperadamente chocó
contra algo. El golpe me aventó hacia adelante. Cerré los ojos y sentí un dolor
agudo al golpear el suelo con las rodillas y con los brazos extendidos. Después
de un momento, alcé la mirada. Yacía sobre el polvo. Era como si mi tronco de
barro se hubiese fundido con la tierra. Me senté y volví la cara. ¡El agua
retrocedía! Se desplazaba hacia atrás, como una ola en la resaca, hasta
desaparecer.
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