LOS
CANTOS DE MALDOROR
CIENTOTRIGESIMOTERCERA ENTREGA
(Barral Editores / Barcelona 1970)
CANTO QUINTO
7 (4)
-Recoge tu espada,
Reginaldo, y no olvides tan fácilmente tu venganza. ¿Quién sabe? Acaso llegue
el día en que ella te lo reproche-. Más tarde sentiste remordimientos que
habrían de tener una existencia efímera; decidiste lavar tu culpa mediante la
elección de otro amigo a quien bendecir y honrar. Con ese recurso expiatorio
borrabas las manchas del pasado, volcando sobre el que fue tu segunda víctima,
la simpatía que no habías sabido demostrar al otro. Vana esperanza; el carácter
no se modifica de un día para el otro, y tu voluntad siguió idéntica a sí
misma. Yo, Elsenor, te vi una primera vez, y desde entonces no pude olvidarte.
Nos miramos unos instantes y tú sonreíste. Bajé los ojos porque vi en los tuyos
un fulgor sobrenatural. Yo me preguntaba si, a favor de una noche oscura, te
habrías dejado caer secretamente entre nosotros desde la superficie de alguna
estrella, porque confieso, hoy que ya no es necesario fingir, que no te
parecías a los jabatos de la humanidad, pues una aureola deslumbrante de rayos
rodeaba la periferia de tu frente. Me hubiera gustado establecer una
vinculación íntima contigo. Mi presencia no osaba aproximarse a la sorprendente
novedad de esa nobleza extraña, y un terror pertinaz merodeaba a mi alrededor.
¿Por qué no escuché esas prevenciones de la conciencia? Presentimientos
fundados. Al notar mi vacilación tú también enrojeciste y adelantaste el brazo.
Puse animosamente mi mano en la tuya, y después de esta acción me sentí más
fuerte; en adelante, una ráfaga de tu inteligencia había penetrado en mí. Con
los cabellos al viento y respirando los soplos de las brisas, avanzamos por
unos instantes a través de bosquecillos tupidos de lentiscos, jazmines, granados
y naranjas, cuyos perfumes nos embriagaban. Un jabalí rozó nuestras ropas a
toda carrera y derramó una lágrima al verme contigo; su conducta me resultó
inexplicable. Llegamos al caer la noche frente a las puertas de una ciudad
populosa. Los perfiles de las cúpulas, las flechas de los minaretes y las
esferas de mármol de los belvederes, recortaban vigorosamente sus siluetas, a
través de las sombras, sobre el azul intenso del cielo. Pero no quisiste
reposar en aquel sitio, aunque estábamos agobiados por la fatiga. Bordeamos la
parte baja de las fortificaciones exteriores como chacales nocturnos; evitamos
el encuentro con los centinelas de guardia, y logramos alejarnos por la puerta
opuesta de aquella solemne reunión de animales racionales, tan civilizados como
los castores. El vuelo de la luciérnaga portalinterna, el crujido de las
hierbas secas, los aullidos intermitentes de algún lobo distante, acompañaban
la oscuridad de nuestra marcha incierta a campo traviesa. ¿Qué motivos
plausibles tenías para rehuir las colmenas humanas? Me formulaba esta pregunta
con cierta consternación; además, mis piernas comenzaban a negarme un servicio
que se prolongaba ya excesivamente. Al fin llegamos a los límites de un espeso
bosque, cuyos árboles se enlazaban entre sí mediante una maraña de altas lianas
inextricables, de plantas parásitas y de cactus con espinas monstruosas. Te
detuviste frente a un abedul. Me pediste que me arrodillara preparándome a
morir; me concedías un cuarto de hora para dejar este mundo. Algunas miradas
furtivas que me lanzaste a hurtadillas durante nuestro largo trayecto, en
momentos en que no te observaba, ciertos ademanes que me llamaron la atención
por la irregularidad de su medida y movimiento, se presentaron de pronto a mi
memoria como las páginas de un libro abierto. Mis sospechas se habían
confirmado. Demasiado débil para luchar contra ti, me derribaste, como el
huracán abate la hoja del álamo temblón. Teniendo una de tus rodillas sobre mi
pecho y la otra apoyada sobre la hierba húmeda, mientras una de tus manos
encerraba la binaridad de mis brazos en su estuche, vi cómo la otra extraía un
cuchillo de la vaina colgada de tu cinto. Mi resistencia era casi nula y cerré
los ojos; se oyó el pataleo de una manada de vacunos a cierta distancia, traído
por el viento. Avanzaban como una locomotora, azuzados por la vara del pastor y
las quijadas de un perro. No había tiempo que perder, y así lo comprendiste;
temiendo no cumplir tus propósitos, pues la llegada de un socorro inesperado
había duplicado mi potencia muscular, comprendiendo que no podías inmovilizar
más que uno de mis brazos por vez, te conformaste, imprimiendo un rápido
movimiento a la hoja de acero, con cortarme la muñeca derecha. El trozo,
nítidamente seccionado, cayó al suelo. Emprendiste la fuga, mientras yo quedaba
aturdido por el dolor.
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