ESCRITOS DE HORACIO QUIROGA
CUADRAGESIMONOVENA
ENTREGA
El eterno traidor (*) (1)
Muchas
veces me ha llamado la atención la semejanza de espíritu y tareas que existe
entre críticos y traductores. Por regla general, unos y otros andan a la caza
de un tercer espíritu que a la vez que arranca su admiración, exalta sus
propias dotes creadoras, en detrimento casi siempre del autor admirado. Esta
emulación artística se manifiesta de igual modo en críticos y traductores:
erigiendo en ídolo a un honrado y serio escritor, con el muy visible objeto de
lucir su propia inocente literatura, en el crítico, de lucirla también, pero
malvadamente, en el traductor.
La
inocencia artística del primero es manifiesta y perceptible aun para el
profano, que llevado o no a admirar las galanuras de estilo del crítico, nada
llega a saber del autor juzgado, puesto que él no fue otra cosa que un pretexto
para crear arte.
Distinta
es la tarea del traductor. Su obra engañosa y maléfica no es apreciada en todo
su alcance sino por las gentes del oficio, profesionales y aficionados de gusto
conciso. Maldad inconsciente, sin duda, a modo de aquella sentenciada por un
jurado de Honor Artístico, que eximió de culpa a un plagiario, en atención a la
admiración que hacia la obra robada había demostrado el autor ladrón.
El
traductor habitual, puesto a la tarea, prescinde casi siempre de su honradez de
escritor. Para no asustar a sus infinitos lectores, cabe aclarar un poco estas
líneas.
El
arte de escribir consiste en hallar, para cada idea, la palabra justa que la
expresa; y en disponer estas palabras con el súmmum de eficacia excepcional.
La
idea es naturalmente lo esencial en el arte. Al acto de sentirlas suele
llamársele “tener algo que decir”. De aquí que el tener ideas, primero, y la
suerte luego de hallar las palabras que las expresen definitivamente, son estas
dos facultades maestras del escritor. La disposición de estas palabras -lo que
suele llamarse estilo- es condición secundaria, considerada como una sola
fuerza. Con ideas y palabras que las expresen sin menos ni más todo hombre es
un gran escritor, y por lo tanto un gran estilista. Con estilo solo -siempre en su pobre acepción
vulgar- se puede simular con algún efecto la carencia de “algo que decir”. Los
oradores y escritores muy elogiados por sus estilos, no dicen por lo común gran
cosa.
Cumple
pues respetar y envidiar al escritor de raza su misteriosa facultar de hallar
las palabras justas para expresar, pero esta admiración nuestra exige de aquel
un respeto por su propio arte, que no siempre conserva al traducir.
La
gramática ha creado para holgura de estudiantes la sinonimia de términos.
Triste y melancólico, apacible y pacífico, rabioso e iracundo, serían palabras
sinónimas de igual significado. El escritor sabe, sin embargo, que esto no es
verdad. Si el alumno y el lector corriente
no perciben diferencia en la sinonimia, el escritor conoce perfectamente
sus grados y matices, y no ignora que esta idea profundamente expresada, aquel
efecto emocional maravillosamente obtenido, se lograron por la sutilísima
elección de tal verbo, tal adjetivo, entre sus infinitos sinónimos.
Esta
recóndita virtud de la palabra justa campea en la belleza de ciertos cuadros descriptivos
o narrativos, cuyas misteriosas fuentes se empeña en descubrir el lector sagaz.
Aparentemente, en nada se diferencia la magistral descripción de una fría
exposición de colores puesta a su lado.
“He
releído diez veces el cuadro” -concluye el lector por decirse desalentado-, “y
no sé de qué medios se ha valido el autor para evocar la naturaleza con esa
fuerza.
El
truc es muy sencillo, sin embargo: consiste en que las palabras elegidas por el
autor son justamente las precisas y no otras, ni las de más allá, ni ninguna de
las otras cien mil palabras de la lengua.
(*)
Publicado en Caras y Caretas, Bs. As.,
nº 1422, 12 de mayo de 1926.
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