10/10/17


HONORÉ DE BALZAC

PAPÁ GORIOT

Título del original: LE PÉRE GORIOT
Traducción : OSCAR HERMES VILLORDO
Prólogo de MANUEL PEYROU



NOVENA ENTREGA



PAPÁ GORIOT / UNA PENSIÓN BURGUESA (1 / 3)



Esta habitación está en todo su esplendor cuando a eso de las siete de la mañana, el gato de la señora Vauquer precede a su dueña, salta sobre los armarios, olfatea la leche que contienen varias jarras tapadas con platos y deja oír su runrún matinal. Pronto se presenta la viuda, adornada con su cofia de tul, de la cual cuelgan, rodeándola, falsos cabellos mal puestos; camina arrastrando sus pantuflas arrugadas. Su cara avejentada, regordeta, en medio de la cual sale una nariz de pico de loro; sus manitas rollizas, su persona rechoncha como una rata de iglesia, su corpiño exuberante y flotante armonizan con aquella sala que destila desgracia, donde se agazapa la especulación y donde la señora Vauquer respira el aire cálidamente fétido sin sentir náuseas. Su cara, fresca como una primera helada de otoño; sus ojos arrugados, cuya expresión pasa de la sonrisa prescrita a las bailarinas al amargo ceño del usurero; en fin, toda su persona explica la pensión, como la pensión explica su persona. El presidio no marcha sin el carcelero, no imaginariáis el uno sin el otro. La gordura fofa de esta mujer es el producto de su vida, como el tifus es consecuencia de las exhalaciones de un hospital. Su falda de lana de punto, que cubre su primer refajo hecho de un vestido viejo, cuyo forro se escapa por los agujeros del tejido deshilachado, resume la sala, anuncia la cocina y hace presentir a los pensionistas. Cuando ella está allí el espectáculo es completo. De alrededor de cincuenta años, la señora Vauquer se parece a todas las mujeres que han tenido desgracias. Tiene la mirada vidriosa, el aire inocente de una alcahueta que se enoja para que le paguen más, pero que está dispuesta a todo para endulzar su suerte, entregar a Georges o a Pichegru, si Georges o Pichegru pueden todavía ser entregados. A pesar de todo, es una buena mujer en el fondo, como dicen los pensionistas, que la creen sin fortuna al oírla gemir y toser como ellos. ¿Qué había sido el señor Vauquer en vida? Nunca se explicaba sobre el difunto. ¿Cómo había perdido el marido su fortuna? “En las desgracias”, respondía. El muerto se había portado mal con ella, sólo le había dejado los ojos para llorar, aquella casa para vivir y el derecho de no compartir ningún infortunio, porque, según ella, había sufrido todo lo que es posible sufrir. Al oír trajinar a su patrona, Silvia, la gorda cocinera, se apresuraba a servir el desayuno a los pensionistas internos.



Generalmente los pensionistas externos sólo pagaban una comida que costaba treinta francos mensuales. En la época en que comienza esta historia, los internos eran siete. El primer piso contenía las dos mejores habitaciones de la casa. La señora Vauquer ocupaba la menos confortable, y la otra pertenecía a la señora Couture, viuda de un Comisario Ordenador de la República Francesa. Vivía con ella una muchacha muy joven llamada Victorina Taillefer, a quien hacía de madre. El hospedaje de estas dos señoras ascendía a mil ochocientos francos. Las dos habitaciones del segundo piso estaba ocupadas, una por un anciano llamado Poiret; la otra, por un hombre de unos cuarenta años, que llevaba una peluca negra, se teñía las patillas, decía ser antiguo negociante y se llamaba Vautrin. El tercer piso se componía de cuatro cuartos, de los cuales dos estaban alquilados, uno, a una solterona llamada la señorita Michonneau, el otro a un antiguo fabricante de fideos, de pastas de Italia y de almidón, que se dejaba llamar Papá Goriot. Los otros dos cuartos estaban destinados a las aves de paso, a esos infortunados estudiantes que, como Papá Goriot y la señorita Michonneau, sólo podían pagar cuarenta y cinco francos mensuales en alimentación y albergue; pero la señora Vauquer deseaba poco su presencia y no los tomaba sino cuando no encontraba algo mejor, porque comían demasiado pan, según ella. En este momento, uno de esos dos cuartos pertenecía a un joven venido a París de los alrededores de Angulema para estudiar Derecho, cuya numerosa familia se sometía a las más duras privaciones a fin de enviarle mil doscientos francos al año. Eugenio de Rastignac, que así se llamaba, era uno de esos jóvenes amoldados al trabajo por la desgracia, que comprenden desde la más tierna edad las esperanzas que sus padres ponen en ellos, y que se preparan para un hermoso porvenir, calculando de antemano el alcance de sus estudios y adoptándolos por adelantado al movimiento futuro de la sociedad, para ser los primeros en dominarla. Sin sus observaciones curiosas y la astucia con que supo manejarse en loa salones de París, este relato no hubiera estado coloreado con los tonos verdaderos que deberá sin duda a su espíritu sagaz y a su deseo de penetrar los misterios de una situación espantosa, oculta cuidadosamente tanto por aquellos que la habían creado como por aquel que la sufría.

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