HONORÉ
DE BALZAC
PAPÁ
GORIOT
Título del original: LE PÉRE GORIOT
Traducción : OSCAR
HERMES VILLORDO
Prólogo de MANUEL
PEYROU
NOVENA ENTREGA
PAPÁ
GORIOT / UNA PENSIÓN BURGUESA (1 / 3)
Esta habitación está en
todo su esplendor cuando a eso de las siete de la mañana, el gato de la señora Vauquer precede a su dueña, salta sobre los armarios, olfatea la leche que
contienen varias jarras tapadas con platos y deja oír su runrún matinal. Pronto se presenta la viuda, adornada con su cofia
de tul, de la cual cuelgan, rodeándola, falsos cabellos mal puestos; camina
arrastrando sus pantuflas arrugadas. Su cara avejentada, regordeta, en medio de
la cual sale una nariz de pico de loro; sus manitas rollizas, su persona
rechoncha como una rata de iglesia, su corpiño exuberante y flotante armonizan
con aquella sala que destila desgracia, donde se agazapa la especulación y
donde la señora Vauquer respira el aire cálidamente fétido sin sentir náuseas.
Su cara, fresca como una primera helada de otoño; sus ojos arrugados, cuya
expresión pasa de la sonrisa prescrita a las bailarinas al amargo ceño del usurero;
en fin, toda su persona explica la pensión, como la pensión explica su persona.
El presidio no marcha sin el carcelero, no imaginariáis el uno sin el otro. La
gordura fofa de esta mujer es el producto de su vida, como el tifus es
consecuencia de las exhalaciones de un hospital. Su falda de lana de punto, que
cubre su primer refajo hecho de un vestido viejo, cuyo forro se escapa por los
agujeros del tejido deshilachado, resume la sala, anuncia la cocina y hace
presentir a los pensionistas. Cuando ella está allí el espectáculo es completo.
De alrededor de cincuenta años, la señora Vauquer se parece a todas las mujeres que han tenido desgracias. Tiene
la mirada vidriosa, el aire inocente de una alcahueta que se enoja para que le
paguen más, pero que está dispuesta a todo para endulzar su suerte, entregar a
Georges o a Pichegru, si Georges o Pichegru pueden todavía ser entregados. A
pesar de todo, es una buena mujer en el
fondo, como dicen los pensionistas, que la creen sin fortuna al oírla gemir
y toser como ellos. ¿Qué había sido el señor Vauquer en vida? Nunca se
explicaba sobre el difunto. ¿Cómo había perdido el marido su fortuna? “En las
desgracias”, respondía. El muerto se había portado mal con ella, sólo le había
dejado los ojos para llorar, aquella casa para vivir y el derecho de no compartir
ningún infortunio, porque, según ella, había sufrido todo lo que es posible
sufrir. Al oír trajinar a su patrona, Silvia, la gorda cocinera, se apresuraba
a servir el desayuno a los pensionistas internos.
Generalmente los
pensionistas externos sólo pagaban una comida que costaba treinta francos
mensuales. En la época en que comienza esta historia, los internos eran siete.
El primer piso contenía las dos mejores habitaciones de la casa. La señora
Vauquer ocupaba la menos confortable, y la otra pertenecía a la señora Couture,
viuda de un Comisario Ordenador de la República Francesa. Vivía con ella una
muchacha muy joven llamada Victorina Taillefer, a quien hacía de madre. El
hospedaje de estas dos señoras ascendía a mil ochocientos francos. Las dos
habitaciones del segundo piso estaba ocupadas, una por un anciano llamado
Poiret; la otra, por un hombre de unos cuarenta años, que llevaba una peluca
negra, se teñía las patillas, decía ser antiguo negociante y se llamaba Vautrin.
El tercer piso se componía de cuatro cuartos, de los cuales dos estaban
alquilados, uno, a una solterona llamada la señorita Michonneau, el otro a un
antiguo fabricante de fideos, de pastas de Italia y de almidón, que se dejaba
llamar Papá Goriot. Los otros dos cuartos estaban destinados a las aves de
paso, a esos infortunados estudiantes que, como Papá Goriot y la señorita
Michonneau, sólo podían pagar cuarenta y cinco francos mensuales en
alimentación y albergue; pero la señora Vauquer deseaba poco su presencia y no
los tomaba sino cuando no encontraba algo mejor, porque comían demasiado pan,
según ella. En este momento, uno de esos dos cuartos pertenecía a un joven
venido a París de los alrededores de Angulema para estudiar Derecho, cuya
numerosa familia se sometía a las más duras privaciones a fin de enviarle mil
doscientos francos al año. Eugenio de Rastignac, que así se llamaba, era uno de
esos jóvenes amoldados al trabajo por la desgracia, que comprenden desde la más
tierna edad las esperanzas que sus padres ponen en ellos, y que se preparan
para un hermoso porvenir, calculando de antemano el alcance de sus estudios y
adoptándolos por adelantado al movimiento futuro de la sociedad, para ser los
primeros en dominarla. Sin sus observaciones curiosas y la astucia con que supo
manejarse en loa salones de París, este relato no hubiera estado coloreado con
los tonos verdaderos que deberá sin duda a su espíritu sagaz y a su deseo de
penetrar los misterios de una situación espantosa, oculta cuidadosamente tanto
por aquellos que la habían creado como por aquel que la sufría.
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