FLORENCIO SÁNCHEZ Y LA INTRODUCCIÓN DEL DRAMA MODERNO EN EL TEATRO
RIOPLATENSE
por Jorge Dubatti
SEGUNDA ENTREGA
El estudio de la producción teatral de
Florencio Sánchez y el rastreo de la abundante crítica sobre su obra permiten
relacionar sus piezas con los estímulos, mayores o menores, provenientes de la
nueva escena europea. Una selección de las relaciones intertextuales más
definidas, señaladas por los investigadores o advertidas gracias a una lectura
atenta, permite elaborar el siguiente cuadro, iluminador en muchos aspectos.
Obras de Florencio
Sánchez (Intertextos teatrales europeos)
- M'hijo el dotor (1903)
- Blanchette de E. Brieux
- Las dos conciencias de G. Rovetta
- Magda (El hogar) de H. Sudermann
- La pobre gente (1904)
- El honor de H. Sudermann
- La gringa (1904)
- El derecho de vivir de R. Bracco
- Los tejedores de G. Hauptmann
- En familia (l905)
- Como las hojas y El más
fuerte de G. Giacosa
- El honor de H. Sudermann
- Los deshonestos de G. Rovetta
- Colega Crampton de G. Hauptmann
- En familia de O. Métennier
- Barranca abajo (1905)
- Henschel el carretero de G. Hauptmann
- Los muertos (1905)
- La Parisienne de H. Becque
- Espectros de Henrik Ibsen
- Colega Crampton y Antes del
amanecer de G. Hauptmann
- El desalojo (1906)
- Don Pietro Caruso de R. Bracco
- El pasado (1906)
- Papá Lebonnard de J. Aicard
- Nuestros hijos (1907)
- El hijo natural de A. Dumas (h.)
- Papá Lebonnard de J. Aicard
- Les
affaires sont les affaires de O. Mirbeau
- Juan Gabriel Borckman de H. Ibsen
- Moneda falsa (1907)
- Perdidos en la oscuridad de R. Bracco
- Los derechos de la salud (1907)
- Rosmerholm de H. Ibsen
- Mariage
blanc de
J. Lemaitre
- El derecho de vivir de R. Bracco
- Denise de A. Dumas (h.)
- Frou-Frou de E. Meilhac y L.
Halevy
- Almas solitarias de G. Hauptmann
- Un buen negocio (1909)
- Casa de muñecas de H. Ibsen
- Les
affaires sont les affaires de O. Mirbeau
- Los deshonestos de G. Rovetta
- Los acosados (se conserva sólo una escena)
- Los malos pastores de O. Mirbeau
Los que atribuyen a Sánchez «incultura»
o mera «intuición» se equivocan totalmente. Baste mencionar que Sánchez tradujo
del francés (idioma que manejaba bien, como el italiano) la pieza teatral Mais quelqu'un trouble la fête... (Pero
alguien desbarató la fiesta...) de J. Marsolleau. Su versión fue publicada,
sin firma, en dos números de El Sol. Semanario de Arte y de Crítica (97
y 98, del 16 y 24 de octubre de 1900) y más tarde reeditada por Alberto
Ghiraldo en Ideas y Figuras. Revista Semanal de Crítica y Arte (año
V, n.º 100, 21 de noviembre de 1913). Dardo Cúneo la recogió, con dos
pequeñas omisiones, en su edición del Teatro Completo de Florencio
Sánchez (Buenos Aires, Editorial Claridad, 1941). Con su poética
dramática, Sánchez se constituye en uno de los intermediarios fundamentales del
teatro europeo en el Río de la Plata.
Sánchez frente a la estructura teatral ibseniana
El análisis de los
vínculos del teatro de Sánchez con el de Henrik Ibsen ha generado posiciones
contradictorias entre los investigadores. Alfredo de la Guardia sostuvo,
en El teatro contemporáneo, que el realismo-naturalismo ha
culminado ya en su apogeo de minuciosidad, de exactitud, de abundancia, y
deriva hacia una concisión acelerada, sin la fiel verosimilitud anterior, más
inclinada a las expresiones externas. Florencio Sánchez sigue esa guía, mucho
más clara que la desvaída influencia de Ibsen.
Sin embargo, en una versión ampliada de
dicho estudio, incluida como prólogo a la edición de Teatro selecto de
Ibsen, De la Guardia estudia la «influencia de Ibsen en el
teatro contemporáneo» y observa: «En España, Echegaray
evolucionó por influjo de Ibsen [...] Dentro del ámbito de nuestro idioma,
citemos a Roberto J. Payró y a Florencio Sánchez».
Las posturas de los críticos se oponen. Para Armando Levene la relación
entre Ibsen y Sánchez es obvia:
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La
riqueza abundante en sugestiones que contiene su obra [la de Ibsen] se
difunde entre la de los dramaturgos tales como Sudermann, Hauptmann, Bernard
Shaw, Bataille, De Curel y Porto Riche... Alguna vez Jacinto Benavente
cultivó este estilo y en la literatura del Río de la Plata el caso de
Florencio Sánchez nos exime de mayores comentarios.
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Por el contrario, la aguda Dora Corti
es contundente al afirmar la tesis inversa: «Si Sánchez
admiraba al noruego [Ibsen], leía sus obras y las
aplaudía calurosamente -sobre todo cuando Zacconi era el protagonista- no puede
afirmarse que en él haya quedado la manera de aquel dramaturgo».
Como referimos antes, Juan Pablo Echagüe llamaba a Sánchez «Ibsencito criollo» (El País, 7 de octubre de 1905);
sin embargo, Edmundo Guibourg relativizaba esa afirmación con la imagen de la
«pizca» del «sarampión de la ibsenitis, moda patológica de
una enfermedad epidémica» ya mencionada. Aclaró además:
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Si
[Sánchez] fue ibseniano, lo fue en modo leve, zafándose del rigor pintoresco
del costumbrismo, en intento universalizador que con harta justificación le
enrostran, por frustrado, quienes analizan el alcance persuasivo de
pretenciosos mensajes morales y sociales, tal el de Nuestros hijos o
el de Los derechos de la salud, más vale proclives, sin embargo,
al sentimentalismo de Sudermann.
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(idem, p. 8)
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La resolución del problema es compleja,
en tanto la dramaturgia ibseniana se reprodujo velozmente en toda la Europa de fines
del siglo XIX y pronto se convirtió en un patrimonio internacional. El problema
se torna muchísimo más complejo si se toma en cuenta que la base del realismo
del siglo XIX puede descubrirse ya en el drama burgués y en los fundamentos del
teatro racionalista del siglo XVIII.
Ciertos procedimientos característicos
de la obra ibseniana, como el sujeto individualista y militante, la red
simbólica que sintetiza la intencionalidad pedagógica, el «villano
idealista» (según la acertada definición de G. B. Shaw en su obra La
quintaesencia del ibsenismo, 1891), el relativismo semántico o la
polifonía, los artificios del «transrealismo» (Guerrero
Zamora), fueron cimentados por Ibsen pero rápidamente apropiados por el teatro
de sus «continuadores»: Hermann Sudermann, Henri Becque, Roberto Bracco,
Girolamo Rovetta, Paul Hervieu, Eugène Brieux, Octave Mirbeau, José Echegaray,
Gerhart Hauptmann, entre muchos otros, autores que gozaron de una intensa
circulación en impresos o por los escenarios de Buenos Aires y Montevideo.
Esta «extensión» de la poética
ibseniana determina que la presencia de dichos procedimientos en la dramaturgia
argentina no puede atribuirse directamente al impacto de los textos de Ibsen.
Por otra parte, los «continuadores» europeos de Ibsen no se limitaron a un mero
epigonismo de su poética: tomaron algunos elementos de ella pero los cruzaron
con otros (el melodrama, el romanticismo tardío, por ejemplo), de los que
resultó un realismo diferente del ibseniano (como señala con acierto De la Guardia
en su estudio de 1947).
La confrontación comparatista de las
piezas de Ibsen y las de Sánchez demuestra que la poética del autor de Barranca
abajo se vincula más estrechamente con la de los herederos europeos de
Ibsen que con la textualidad ibseniana en sí misma. Si bien pueden descubrirse
algunas marcas intertextuales de Espectros en Los
muertos; de Juan Gabriel Borkman en Nuestros hijos;
de Casa de muñecas en Un buen negocio; de Rosmerholmen Los
derechos de la salud, marcas que ratifican que Sánchez conocía las obras de
Ibsen, es evidente que en el conjunto de sus convenciones el dramaturgo
rioplatense no opta por un acercamiento al teatro de Ibsen como el que sí
mantiene con Aicard, Brieux, Rovetta o Sudermann. Basta confrontar los textos
de Sánchez con los de Ibsen para ratificar esta afirmación.
Pero sucede que no hay «uno» sino
«varios» Ibsen. Entre Las columnas de la sociedad (con el
antecedente de La liga de la juventud) y El pato salvaje,
Ibsen desarrolla un realismo explícito, comprensible sin esfuerzo gracias a la
redundancia pedagógica, y eminentemente ligado a la lucha del individuo contra
las fuerzas sociales de su contexto. En este período se conocen y analizan, de
una manera transparente, las razones por las que luchan los protagonistas, cuál
es su motor y quiénes constituyen sus oponentes. Pero a partir de La
casa de Rosmer el realismo ibseniano profundiza una lógica implícita,
mucho más enigmática, difícilmente racionalizable en términos sociales y
eminentemente psicológica. Las motivaciones ya no son prioritariamente sociales
sino que tematizan el impacto de lo real (en un sentido más amplio que el
estrictamente social) en la singularidad psicológica, de ribetes extraños, de
los protagonistas.
Según estos matices puede hablarse de tres
poéticas fundamentales en la producción ibseniana, que incluirían dos formas
sucesivas de practicar el realismo:
- una poética romántica: Catilina (1850), El
túmulo del guerrero (1850), La noche de San Juan (1853), La
castellana de Ostraat (1855), La fiesta de Solhaug (1856), Olaf
Liliekrans (1857), Los guerreros de Helgoland (1858), La
comedia del amor (1862), Los pretendientes a la corona o
Madera de reyes (1863), Brand (1866), Peer
Gynt (1867) y Emperador y Galileo (1873);
- una poética realista «social», que registra la
problemática de la lucha del individuo contra las imposiciones del medio.
Incluye precursoramente La liga de los jóvenes (1869) y
se cimenta con Las columnas de la sociedad (1877), Casa
de muñecas (1879), Espectros (1881), Un
enemigo del pueblo (1883) y El pato salvaje (1884).
- una poética realista de «introspección
psicológica», que despliega la problemática de la lucha del individuo con
ciertos dominios borrosos, enigmáticos, de su conciencia, ya no contra
principios del funcionamiento social, y en la que se acentúa el componente
«transrealista» (Guerrero Zamora), que permite establecer conexiones con
el simbolismo (Oliva y Torres Monreal, 1990). Abarca Rosmersholm (1886), La
dama del mar (1888), Hedda Gabler (1890), El
constructor Solness (1892), El niño Eyolf (1894), Juan
Gabriel Borkman (1896) y Cuando despertemos los muertos (1899).
Postulamos, entonces, una evolución
dentro del realismo: del que propone modelos de funcionamiento social, a partir
del contraste con el comportamiento individual; al realismo de introspección,
que se interna por territorios menos conocidos y previsibles de la conciencia,
de dominios más desdelimitados.
Basta confrontar Casa de
muñecas y Rosmersholm para advertir -en la dimensión
que nos interesa- la diferencia entre ambas poéticas realistas. Casa de
muñecas se estructura sobre las iniciativas de un sujeto
individualista (Nora), que sale de su inacción para enfrentar a la sociedad (su
principal oponente) en busca de la verdad, del desenmascaramiento y, en
consecuencia, del cambio social. Este sujeto padece, es víctima de dichas
condiciones de vida social, por eso trata de modificarlas. Guían sus
iniciativas una visión de mundo individual que se recorta, se diferencia de la
doxa común. Los conflictos de Nora están ligados a su voluntad de colaborar con
su marido Helmer, pero choca contra las limitaciones que impone la sociedad al
desempeño de la mujer. Ella exigirá finalmente, para su regreso a la casa
(final abierto), ciertas condiciones de igualdad, respeto y participación que
permitan construir «un verdadero matrimonio» (p.
1200). Por lo tanto, el destinatario de sus acciones es una entidad colectiva
mayor a su individualidad, es la sociedad misma. En época de su estreno, este
desenlace fue escandaloso, al punto que algunas actrices se negaron a
representarlo o lo modificaron.
En Rosmersholm las motivaciones de la conciencia se
tornan más difíciles de comprender, se opacan y oscurecen. Implican un nivel de
secreto profundo, que acaba resolviéndose en una confesión desgarradora,
situación narrativa de revelación de la verdad oculta. En consecuencia, la
realidad de los seres humanos ya no resulta aprehensible o mensurable en
términos precisos: la conciencia se transforma en un campo enigmático, no
previsible, dotado de una lógica más hermética. Juan Rosmer se lo dice a Rebeca
West: «Tú, tú misma y tu conducta sois para mí un enigma insoluble» (p. 1456).
Como correlato objetivo de esta concepción aparecen en Rosmersholm dos
alterados mentales: Beata y Ulrico Brendel. Éste, en su última y simbólica
aparición en el Acto IV, afirma: «Siento nostalgia de la
inmensa nada» (p. 1459). En el imperio de la introspección y la
autoindagación, los personajes sufren procesos espirituales relevantes,
auténticas conversiones o «transformaciones», que ellos mismos se encargan de
examinar minuciosamente y definir. Padecen obsesiones e ideas fijas, soportan
remordimientos y el peso de una culpa que no logran olvidar, sufren visiones
recurrentes de los mismos hechos u objetos torturantes. Por otra parte, los
personajes descubren en sus almas impulsos que no pueden dominar y que incluso
rechazan, fuerzas interiores que escapan a sus planes racionales. Rebeca se
había propuesto una meta al servicio de su ideal:
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No
existía nada que me hiciese retroceder. Pero entonces vino el comienzo de lo
que relajó mi voluntad, de lo que me ha vuelto tan miserablemente cobarde por
el resto de mi vida [...] me asaltó un deseo salvaje e indomable [...] de ti.
|
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(p. 1455)
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Estas criaturas en un comienzo
idealistas, que se identifican con objetivos luminosos, progresistas y
constructivos, terminan descubriendo su atracción por la muerte: para liberar a
Rosmer, Rebeca ha propiciado el suicidio de Beata; finalmente, Rebeca y Juan
Rosmer se suicidan juntos. Mientras la idea de la muerte se va configurando,
Rosmer afirma: «Hay en todo esto un horror tan
atrayente...» (p. 1462). Es el loco Brendel quien inspira el suicidio con
una fórmula delirante: para que Rosmer tenga «asegurada la
victoria» es necesario que «la mujer que le ama vaya
de buena gana a la cocina y se corte su fino y sonrosado meñique, aquí, justo
por la segunda articulación. Idem que la
mencionada mujer amante -también de buena gana- se corte la oreja izquierda,
tan a maravilla modelada» (p. 1460). Ibsen ha hecho un gran
descubrimiento, apenas atisbado en sus piezas anteriores: el campo de la
conciencia es un espacio de conflictos desconocidos, de fuerzas poderosas que
no se pueden controlar, un espacio de dominios borrosos que desafía los planes
y mandatos racionales con extraños impulsos de dolor y de muerte. Impulsa al
personaje su visión de mundo individual, y es él el beneficiario de sus
acciones, ya no es la sociedad como en «Casa de muñecas».
Si la producción de Sánchez está
relacionada con las poéticas ibsenianas, no lo está con todas sino sólo con la
segunda, con la del realismo social. Sánchez nunca se interna en el modelo del
realismo de introspección psicológica a la manera de El niño Eyolf o Hedda
Gabler. Pero cuando se observan las piezas ibsenianas de la segunda poética
y las obras de Sánchez, se advierten más diferencias que vínculos. En este
sentido, nuestra hipótesis es que los puntos de contacto entre ambas
dramaturgias pasan por aspectos generales y compartidos de la poética realista
y/o naturalista internacionales (patrimonio común a toda Europa) que Ibsen
cimentó y vio extenderse a través de sus continuadores europeos antes
mencionados, en suma, las estructuras del drama moderno presentes en su producción.
Sánchez habría abrevado en dicha poética internacional no sólo a través de
Ibsen sino gracias a innumerables textos y espectáculos del realismo
finisecular europeo. Tienen en común la correlación metonímica entre el mundo
real y el mundo imaginario (negación del carácter autónomo de lo ficcional,
identificación topográfica, puntualización temporal contemporánea); el pacto
del espectador del realismo, cuya convención concibe la imagen teatral como un
correlato de la percepción del realismo natural en la vida corriente; la
articulación del relato al servicio de la exposición de una idea (la historia
permite el planteamiento de un predicado sobre la vida social), desarrollada a
partir de procedimientos recurrentes: gradación de conflictos, encuentro personal,
personaje delegado que explicita la tesis de la obra, la oposición de
caracteres, etc.; la búsqueda del efecto de realidad a través de los objetos,
el detalle superfluo, la correlación escénica de la descripción-inventario de
la narrativa; la elaboración, para el habla de los personajes, de una lengua
literaria que mimetiza la lengua natural y sus inflexiones orales; la creencia
en el poder perturbador y educativo del teatro, en su capacidad de incidir
desde la escena en el orden social y político: el teatro como arma y como
escuela. De esta forma, los puntos de contacto fundamentales entre Ibsen y
Sánchez se subsumen en la poética realista generada en Europa en las tres
últimas décadas del siglo XIX y resultante del desarrollo histórico del drama moderno.
Cabe destacar algunas diferencias
sustanciales entre el teatro de Ibsen (en su segunda poética, el realismo
social) y el de Sánchez. No nos referiremos, por supuesto, a sus respectivas
variables culturales regionales (lo noruego/lo rioplatense), sino que nos
centraremos en el fundamento de valor de su escritura y en algunos
procedimientos. Se trata de autores que responden a concepciones del mundo y
posturas ideológicas distintas, por lo tanto las diferencias son evidentes y
alcanza con detenerse en unas pocas observaciones más abarcadoras.
Desde el punto de vista temático, las
visiones de la realidad que poseen los personajes-individuo, en Ibsen, son
complejas en su contenido y atacan directa y francamente los fundamentos de la
norma social. Por el contrario, Sánchez se limita a la representación de la
visión de la «gente simple», del «hombre común», y más que con individuos de
pensamiento y accionar radicalizados y opuestos a la doxa social, trabaja con
personajes-tipo social, representantes de las mentalidades vigentes en el
pueblo argentino. Ibsen busca en el hombre su excepcionalidad, aquello que lo
recorta de la doxa común: la conversión del cónsul Bernick (Las columnas de
la sociedad), el idealismo «equivocado» de Gregorio Werle (El pato salvaje),
la voluntad de participación de Nora (Casa de muñecas), el compromiso
con la verdad de Stockman (Un enemigo del pueblo), el respeto por la
alegría de vivir de la Señora Alving (Espectros). Las raíces del
pensamiento de Ibsen han sido rastreadas en el pesimismo y el anarquismo por el
grado de su rebeldía (Brustei). En el caso de la mayor radicalidad del teatro
de Sánchez (Díaz, en Nuestros hijos), se trata de una suerte de
reformismo que no logra desmentir la hipótesis de David Viñas (1963) respecto de
la complementariedad del teatro de Sánchez con el pensamiento liberal
progresista. Rebeldías como la de Julio en M'hijo el dotor pronto
son neutralizadas. Por otra parte, al sujeto individualista y militante
ibseniano, Sánchez opone sus «personajes fracasados», debido a su interés por
el modelo del melodrama, una poética absolutamente ausente en el realismo
ibseniano. El autor de El pato salvaje no cree en el
héroe-víctima perseguido por el villano, esquema de oposición propio del
maniqueísmo melodramático, sino en el héroe culpable, cuyas acciones son pura
responsabilidad del personaje en tanto individuo. Ibsen destaca esa capacidad
de libertad para la autoafirmación, una suerte de proto-existencialismo.
Desde el punto de vista formal, considerada en su conjunto, la
producción teatral ibseniana del realismo social se relaciona con la noción de
relativismo o polifonía: diferentes piezas sostienen hipótesis independientes,
no necesariamente confluyentes, o abiertamente opuestas, como en el caso
de Las columnas de la sociedad (que exalta la verdad como
fundamento social) y El pato salvaje (que expone la teoría de
la «mentira vital» o «mentira necesaria» para vivir). En una entrevista
realizada por R. H. Sherard (The Humanitarian, enero de 1897), Ibsen se
atribuye la posibilidad de no escribir exclusivamente sobre sus creencias para
poder dar cabida a las múltiples formas del comportamiento de la realidad:
|
Yo no
soy partidario de nada. No sugiero remedio alguno. Mis obras no son
doctrinarias. Describen la vida tal y como yo la veo [...] No pretenden
indicar cómo podría introducirse un estado de cosas más feliz. No soy un
maestro. Soy un pintor, un retratista.
|
|
(p. 174)
|
|
El teatro de Sánchez tampoco puede ser
reducido a un sistema ideológico cerrado, pero no por su afán deliberado de
relativismo o polifonía, sino sencillamente porque su producción no posee la
dimensión semántica tan amplia e integradora del teatro ibseniano.
Ibsen ha sido destacado como el «gran arquitecto» (Archer) de la estructura teatral. En ese
sentido, sus piezas deslumbran por la complicada elaboración de sus intrigas,
por la densidad de sus personajes, por el complejo entramado de la red
simbólica (expuesta desde el título de la pieza), que suele sintetizar el
carácter didáctico del texto. Peter Szond ha señalado como procedimientos
admirables de la estructura ibseniana el recurso a la técnica analítica (pp.
27-28), la articulación del tiempo (p. 29 y ss.) y la técnica del leit-motiv (p. 33). Sánchez suele recurrir a
intrigas básicamente lineales. Está más cerca de las necesidades rioplatenses
del melodrama y el realismo locales que de las elevadas aspiraciones
intelectuales del ibsenismo europeo.
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