LA
CARRETA
Prólogo
de Wilfredo Penco
Montevideo
2004
SEXAGESIMOPRIMERA ENTREGA
XIV
(5)
Ese claror lo incitó a
la contemplación de la caja, abierta al fin, con los restos de la “finadita”.
El puñal de su enemigo se balanceaba sobre el esternón. Las manos, resecas y
achicharradas, sin fuerzas para sostener el arma. Un rayo de luna chocaba sobre
la vaina de plata y se partía en mil pedazos iluminando los huesos cenicientos.
El esqueleto todavía estaba sucio. Sucio de carne seca y pardusca: de tendondes
y de pelos y de trapos polvorientos. La vida no podía ser muy limpia por
aquellos parajes. Chiquiño sabía devastar y pulir ramas y dibujar banderas y
escudos en los mates… ¡Uf! El cráneo conservaba cabellos adheridos. Había
lugares grises como manchas de sarna, que podían estar blancos a la luz de la luna,
si se empeñase en el cráneo.
Un envoltorio de huesos
se hace fácilmente. Se aprieta contra el pecho, se lleva con cuidado andando
despacio. El camino, iluminado por la luna, evita los tropiezos. Al fin y al
cabo, ¿qué son en el campo dos cuadras? El arroyo corre, como si la luna lo
persiguiese y se lo quisiese beber de un sorbo. Parece que arrastrase un montón
de grillos. El monte ataja el viento y es fácil hallar un rincón cómodo para
trabajar con la punta del cuchillo en los huesos, hasta quitarles los parásitos
de las babas del diablo. Van a quedar blancos…
Y al borde del arroyo
llega con el envoltorio. El agua salta, de alegría o de miedo, entre las rocas.
Coloca los restos en la orilla y comienza: primero el elegante fémur, después
las arqueadas costillas, una por una; más tarde las complicadas vértebras. Hay
que repasar bien el esqueleto… Lo que da más trabajo es el cráneo. Para sacarle
los residuos de los ojos, metidos en las órbitas, hay que utilizar un
cortaplumas de hoja puntiaguda. Después el cabello -¡oh, el cabello!, que
fatalmente cae sobre los demás restos ya limpios. Bueno, hay que tener en
cuenta que el lavado terminará la obra, que no quedará una partícula de carne.
Y uno a uno los lava
con gran cuidado. Luego los mira triunfante, con ojos más codiciosos que los de
la luna. Pero… pero, ¿por qué se le van los huesos de las manos? ¿Por qué se le
escapan como peces tiesos para irse en la corriente perseguida por la luna?
Primero fue una costilla, que se le fue de las manos viboreando en el agua…
Luego, los cinco dedos de una mano se le escaparon de las suyas misteriosamente
y se los llevó la correntada. Después un pulido fémur y más tarde todos los
huesos, uno tras otro, se los fue llevando el torbellino. El cráneo tan blanco,
tan pulido por sus diestras manos de ex presidiario, cayó en un remolino y se fue
aguas abajo, chocando con las piedras musgosas del lecho. Las órbitas llenas de
agua, claras pupilas que lo miraban…
¿Huirían de la luna
aquellos pedacitos de luna tan puliditos y tan limpios? ¡Vaya uno a saberlo!
¡Da pena después de tan paciente trabajo! Los huesos quedarán por ahí, perdidos
en un remanso de arroyo, y alguien al verlos creerá que la luna ha caído del
cielo y se ha hecho trizas sobre las duras piedras de la ribera!
La diligencia, al
amanecer, se anunció con el vuelo gritón de los teros y el cencerro de la
“yegua madrina” que venía a la cabeza de la tropilla de “la muda”. Los
pantaneros, alerta desde sus ranchos, acecharon el percance. La diligencia cayó
en el pantano y se quedó clavada en él como una casa en medio del camino. Iba
cargada hasta el tope. ¡Buen trabajo les costó sacarla del pozo! Pero “la tarea”
fue bien remunerada por el mayoral, generoso y precavido. A las siete estaban
otra vez en marcha. El sol brillaba ya, rompiendo la escarcha y dorando el
campo y el monte.
La diligencia se perdió
en el Paso. El cencerro de la yegua madrina fue poco a poco apagando su son.
A las doce, todavía
estaba Chiquiño boca abajo en el barrial, con una herida abierta en la nuca,
que el sol iba secando.
Pudo soñar, antes de
morir, en el rescate de Leopoldina, salvada de las uñas del diablo.
Los huesos de su padre,
sirvieron para abonar los espinillos. Su ánima andaría por las flores doradas.
La suya en una fosa reseca, agrietada por el sol.
Ambos conocieron el
amor sobre una tierra áspera.
Barro y frescas flores
de espinillo.
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