17/10/17

HONORÉ DE BALZAC

PAPÁ GORIOT

Título del original: LE PÉRE GORIOT
Traducción : OSCAR HERMES VILLORDO
Prólogo de MANUEL PEYROU


DÉCIMA ENTREGA


PAPÁ GORIOT / UNA PENSIÓN BURGUESA (1 / 4)


Encima de este primer piso había un desván para tender ropa y dos buhardillas donde dormían un criado, llamado Cristóbal, y Silvia, la gorda cocinera. Además de los siete pensionistas internos, la señora Vauquer tenía, según fuese el año, ocho estudiantes de Derecho o de Medicina y dos o tres clientes que vivían en el barrio, abonados todos a una comida solamente. El comedor contenía a dieciocho personas a la hora de la cena, y podía admitir una veintena; pero por la mañana lo ocupaban siete, cuya reunión durante el almuerzo ofrecía el aspecto de una comida en familia. Bajaban en zapatillas, se permitía observaciones confidenciales sobre la indumentaria o el carácter de los externos y sobre los acontecimientos de la noche precedente, expresándose con la confianza propia de la intimidad. Estos siete pensionistas eran los niños mimados de la señora Vauquer, que les medía con exactitud de astrónomo los cuidados y los miramientos, según la cifra de sus pensiones. Una misma consideración se hacía entre aquellos seres reunidos por la casualidad. Los dos pensionistas del segundo no pagaban más que setenta y dos francos mensuales. Esta baratura, que no se encuentra más que en el arrabal de San Marcelo, entre la Bourbe y la Salpêtrière, y del que sólo era una excepción la señorita Couture, anunciaba que aquellos pensionistas debían estar bajo el peso de desgracias más o menos aparentes. Asimismo, el espectáculo desolador que ofrecía el interior de aquella casa se repetía en los trajes de sus huéspedes, igualmente deteriorados. Los hombres llevaban levitas cuyo color se había hecho problemático, calzado como el que se tira a la calle en los barrios elegantes, ropa blanca gastada, trajes que no tenían más que el alma. Las mujeres llevaban vestidos pasados de moda, desteñidos, con encajes remendados, guantes gastados por el uso, gorgueras siempre rojas y pañoletas deshilachadas. Pero si esas eran las ropas, en cambio casi todos mostraban cuerpos sólidamente formados, que habían resistido las tempestades de la vida, caras frías, duras, gastadas como las de las monedas antiguas. Sus bocas marchitas estaban armadas de dientes ávidos. Aquellos huéspedes hacían presentir dramas ya realizados o en acción pero no dramas representados a la luz de las candilejas, entre bastidores, sino dramas positivos y mudos, dramas helados que conmovían vivamente el corazón, dramas continuos.


La solterona Michonneau llevaba sobre sus ojos cansados una grasienta visera de tafetán verde, ribeteada de un hilo de alambre que hubiera asustado al ángel de la Piedad. Su chal con franjas deshilachadas parecía cubrir un esqueleto, tan angulosas eran las formas que ocultaba. ¿Qué ácido había despojado a aquella criatura de sus formas femeninas? Debía haber sido bonita y bien formada. ¿Había sido el vicio, las penas, la avaricia? ¿Había amado demasiado o había sido solamente una cortesana? ¿Expiaba los triunfos de una juventud insolente, dada al placer, con una vejez que ahuyentaba a los transeúntes? Su mirada descolorida daba frío, su cara arrugada amenazaba. Tenía la voz chillona de la cigarra que canta en su matorral al aproximarse el invierno. Decía que había estado al cuidado de un anciano afectado de un catarro a la vejiga y abandonado por sus hijos, que lo creyeron sin recursos. Este anciano le había legado mil francos de renta vitalicia, que le disputaban periódicamente los herederos, de cuyas calumnias era víctima. Aunque el fuego de las pasiones hubiese estragado su casa, se veían en ella ciertos vestigios de una blancura y de una finura en los tejidos que permitían suponer que el cuerpo conservaba algunos restos de belleza.


El señor Poiret era una especie de autómata. Viéndolo deslizarse como una sombra a lo largo de una avenida del Jardín Botánico, cubierto con una vieja gorra deformada, llevando a duras penas su bastón con puño de marfil en la mano, dejando flotar los faldones descoloridos de su levita que ocultaban apenas un pantalón casi vacío, mostrando su chaleco blanco, sucio, y su pechera de tosca muselina abarquillada, que se unía imperfectamente a su corbara arrollada a su cuello de pavo, muchas gentes se preguntaban si aquella sombra chinesca pertenecía a la raza audaz de los hijos de Jafet que pululaba por el Boulevard Italiano. ¿Qué trabajo había podido arrugarlo de aquel modo? ¿Qué pasión había abultado su faz bulbosa que, dibujada en caricatura, hubiera parecido inverosímil? ¿Qué había sido en su vida? Tal vez empleado del Ministerio de Justicia, en las oficinas adonde los verdugos envían sus cuentas de gastos, las de las provisiones de velos negros para los parricidas, de salvado para los cestos, de bramante para los cuchillos. Tal vez había sido recaudador en las puertas de algún matadero, o subinspector de salubridad. En fin, aquel hombre parecía haber sido uno de los asnos de nuestro molino social, uno de esos ratoncitos parisienes que no reconocen a sus Bertrands (1), algún eje sobre el cual habían girado los infortunios o las suciedades públicas; en una palabra, uno de esos hombres que nos hacen exclamar: “Sólo puede servir para algo así.” El París elegante ignora estas caras lívidas por los sufrimientos morales o físicos. Pero París es un verdadero océano: arrojad en él la sonda, nunca encontraréis fondo. Recorredlo, describidlo; por mucho cuidado que pongáis, por numerosos y diligentes que sean los exploradores de este mar, siempre habrá un lugar virgen, un antro desconocido, flores, perlas, monstruos, algo inaudito y olvidado por los buzos literarios. La Casa Vauquer es una de esas curiosas monstruosidades.


Notas



(1) Bertrand es, después de La Fontaine (El mono y el gato, Fábulas, IX, 16), el victimario de Ratón.

No hay comentarios: