HONORÉ
DE BALZAC
PAPÁ
GORIOT
Título del original: LE PÉRE GORIOT
Traducción : OSCAR
HERMES VILLORDO
Prólogo de MANUEL
PEYROU
DÉCIMA ENTREGA
PAPÁ
GORIOT / UNA PENSIÓN BURGUESA (1 / 4)
Encima de este primer
piso había un desván para tender ropa y dos buhardillas donde dormían un
criado, llamado Cristóbal, y Silvia, la gorda cocinera. Además de los siete
pensionistas internos, la señora Vauquer tenía, según fuese el año, ocho
estudiantes de Derecho o de Medicina y dos o tres clientes que vivían en el
barrio, abonados todos a una comida solamente. El comedor contenía a dieciocho
personas a la hora de la cena, y podía admitir una veintena; pero por la mañana
lo ocupaban siete, cuya reunión durante el almuerzo ofrecía el aspecto de una
comida en familia. Bajaban en zapatillas, se permitía observaciones
confidenciales sobre la indumentaria o el carácter de los externos y sobre los
acontecimientos de la noche precedente, expresándose con la confianza propia de
la intimidad. Estos siete pensionistas eran los niños mimados de la señora
Vauquer, que les medía con exactitud de astrónomo los cuidados y los
miramientos, según la cifra de sus pensiones. Una misma consideración se hacía
entre aquellos seres reunidos por la casualidad. Los dos pensionistas del
segundo no pagaban más que setenta y dos francos mensuales. Esta baratura, que
no se encuentra más que en el arrabal de San Marcelo, entre la Bourbe y la
Salpêtrière, y del que sólo era una excepción la señorita Couture, anunciaba
que aquellos pensionistas debían estar bajo el peso de desgracias más o menos
aparentes. Asimismo, el espectáculo desolador que ofrecía el interior de
aquella casa se repetía en los trajes de sus huéspedes, igualmente
deteriorados. Los hombres llevaban levitas cuyo color se había hecho
problemático, calzado como el que se tira a la calle en los barrios elegantes,
ropa blanca gastada, trajes que no tenían más que el alma. Las mujeres llevaban
vestidos pasados de moda, desteñidos, con encajes remendados, guantes gastados
por el uso, gorgueras siempre rojas y pañoletas deshilachadas. Pero si esas
eran las ropas, en cambio casi todos mostraban cuerpos sólidamente formados,
que habían resistido las tempestades de la vida, caras frías, duras, gastadas como
las de las monedas antiguas. Sus bocas marchitas estaban armadas de dientes
ávidos. Aquellos huéspedes hacían presentir dramas ya realizados o en acción pero
no dramas representados a la luz de las candilejas, entre bastidores, sino
dramas positivos y mudos, dramas helados que conmovían vivamente el corazón,
dramas continuos.
La solterona Michonneau
llevaba sobre sus ojos cansados una grasienta visera de tafetán verde,
ribeteada de un hilo de alambre que hubiera asustado al ángel de la Piedad. Su
chal con franjas deshilachadas parecía cubrir un esqueleto, tan angulosas eran
las formas que ocultaba. ¿Qué ácido había despojado a aquella criatura de sus formas
femeninas? Debía haber sido bonita y bien formada. ¿Había sido el vicio, las
penas, la avaricia? ¿Había amado demasiado o había sido solamente una
cortesana? ¿Expiaba los triunfos de una juventud insolente, dada al placer, con
una vejez que ahuyentaba a los transeúntes? Su mirada descolorida daba frío, su
cara arrugada amenazaba. Tenía la voz chillona de la cigarra que canta en su
matorral al aproximarse el invierno. Decía que había estado al cuidado de un anciano
afectado de un catarro a la vejiga y abandonado por sus hijos, que lo creyeron
sin recursos. Este anciano le había legado mil francos de renta vitalicia, que
le disputaban periódicamente los herederos, de cuyas calumnias era víctima.
Aunque el fuego de las pasiones hubiese estragado su casa, se veían en ella
ciertos vestigios de una blancura y de una finura en los tejidos que permitían
suponer que el cuerpo conservaba algunos restos de belleza.
El señor Poiret era una
especie de autómata. Viéndolo deslizarse como una sombra a lo largo de una
avenida del Jardín Botánico, cubierto con una vieja gorra deformada, llevando a
duras penas su bastón con puño de marfil en la mano, dejando flotar los
faldones descoloridos de su levita que ocultaban apenas un pantalón casi vacío,
mostrando su chaleco blanco, sucio, y su pechera de tosca muselina
abarquillada, que se unía imperfectamente a su corbara arrollada a su cuello de
pavo, muchas gentes se preguntaban si aquella sombra chinesca pertenecía a la
raza audaz de los hijos de Jafet que pululaba por el Boulevard Italiano. ¿Qué
trabajo había podido arrugarlo de aquel modo? ¿Qué pasión había abultado su faz
bulbosa que, dibujada en caricatura, hubiera parecido inverosímil? ¿Qué había
sido en su vida? Tal vez empleado del Ministerio de Justicia, en las oficinas
adonde los verdugos envían sus cuentas de gastos, las de las provisiones de velos
negros para los parricidas, de salvado para los cestos, de bramante para los
cuchillos. Tal vez había sido recaudador en las puertas de algún matadero, o
subinspector de salubridad. En fin, aquel hombre parecía haber sido uno de los
asnos de nuestro molino social, uno de esos ratoncitos parisienes que no
reconocen a sus Bertrands (1), algún eje sobre el cual habían girado los
infortunios o las suciedades públicas; en una palabra, uno de esos hombres que
nos hacen exclamar: “Sólo puede servir para algo así.” El París elegante ignora
estas caras lívidas por los sufrimientos morales o físicos. Pero París es un
verdadero océano: arrojad en él la sonda, nunca encontraréis fondo. Recorredlo,
describidlo; por mucho cuidado que pongáis, por numerosos y diligentes que sean
los exploradores de este mar, siempre habrá un lugar virgen, un antro
desconocido, flores, perlas, monstruos, algo inaudito y olvidado por los buzos
literarios. La Casa Vauquer es una de esas curiosas monstruosidades.
Notas
(1) Bertrand es,
después de La Fontaine (El mono y el
gato, Fábulas, IX, 16), el victimario de Ratón.
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