HONORÉ
DE BALZAC
PAPÁ
GORIOT
Título del original: LE PÉRE GORIOT
Traducción : OSCAR
HERMES VILLORDO
Prólogo de MANUEL
PEYROU
UNDÉCIMA ENTREGA
PAPÁ
GORIOT / UNA PENSIÓN BURGUESA (1 / 5)
Dos figuras formaban
allí un notable contraste con la mesa de los pensionistas y de los asiduos
concurrentes. Aunque la señorita Victorina Taillefer tuviese una blancura
enfermiza semejante a la de las muchachas cloróticas, y aunque participase del
sufrimiento general que constituía el fondo de aquel cuadro, por su tristeza
habitual, por su actitud mortificada, por su aire pobre y raquítico, su cara no
era sin embargo vieja, sus movimientos y su voz eran ágiles. Aquella muchacha
desgraciada parecía un arbusto con hojas amarillas, recientemente plantado en
un terreno contrario. Su fisonomía rosada, sus cabellos rubio-amarillentos, su
talle muy delgado, expresaban esa gracia que los poetas modernos encuentran en
las estatuas de la Edad Media. Sus ojos grises mezclados de negro denotaban una
dulzura, una resignación cristianas. Sus vestidos sencillos, de poco valor, cubrían
formas jóvenes aun. Resultaba bonita por yuxtaposición. Feliz, hubiera sido
encantadora: la dicha es la poesía de las mujeres, como el arreglo su disfraz.
Si la alegría de un baile hubiera reflejado sus rosados tintes sobre aquel
rostro pálido; si las dulzuras de una vida elegante hubiesen llenado, hubiesen
coloreado aquellas mejillas un tanto hundidas; si el amor hubiese reanimado
aquellos ojos tristes, Victorina hubiese podido competir con las mujeres más
bellas. Le faltaba lo que crea por segunda vez a la mujer, los trapos y las
cartas de amor. Su historia podría dar materia para escribir un libro. Su padre
creía tener razones para no reconocerla, se negaba a tenerla a su lado, le
pasaba seiscientos francos anuales, y había adulterado su fortuna a fin de
poder transmitirla por entero a su hijo. Parienta lejana de la madre de
Victorina, que había ido a morir de desesperación a su casa, la señora Couture
cuidaba de la huérfana como si fuese su hija. Desgraciadamente, la viuda del
Comisario Ordenador de los ejércitos de la República no poseía nada en el
mundo, a no ser su viudez y su pensión, y podía dejar cualquier día a aquella
pobre muchacha, sin experiencia y sin recursos, a merced del mundo. La pobre
mujer llevaba a Victorina a misa todos los domingos, y a confesar cada quince
días, para hacer de ella una muchacha piadosa. Tenía razón: los sentimientos
religiosos ofrecían un porvenir a aquella muchacha abandonada, que amaba a su
padre, que se encaminaba todos los años a su casa para lograr el perdón de su
madre; pero que, todos los años, se acurrucaba a la puerta de la casa paterna
cerrada, inexorablemente. Su hermano, su único mediador, no había ido a verla
ni una sola vez en cuatro años, ni le enviaba ninguna ayuda. Ella rogaba a Dios
que abriese los ojos a su padre y enterneciese el corazón de su hermano,
rezando por ellos sin acusarlos. La señora Couture y la señora Vauquer no
encontraban suficientes palabras en el diccionario de las injurias para
calificar aquella conducta bárbara. Cuando maldecían al millonario infame,
Victorina pronunciaba dulces palabras, semejantes al canto de la paloma herida,
cuyo grito de dolor denota todavía dulzura.
Eugenio de Rastignac
tenía un rostro completamente meridional, tez blanca, cabellos negros, ojos
azules. Su porte, sus maneras, su actitud habitual denotaban al hijo de una
familia noble, cuya primera educación había estado saturada de tradiciones de
buen gusto. Si cuidaba la ropa, si los días de trabajo se ponía los trajes del
año pasado, algunas veces podía salir vestido como un joven elegante. Ordinariamente
llevaba una levita vieja, un mal chaleco, la corbata negra, lustrosa y mal
hecha del estudiante, un pantalón también usado y botas remendadas.
Entre estos personajes
y los demás, Vautrin, hombre de cuarenta años, con patillas teñidas, servía de
transición. Era uno de esos sujetos que hacen decir a la gente de pueblo: “Qué
tipo buen mozo.” Tenía anchas espaldas, busto bien desarrollado, músculos bien
visibles, y manos gruesas, cuadradas y provistas en las falanges de abundante
vello de un color rojo vivo. Su cara, surcada por arrugas prematuras, ofrecía
señales de dureza que desmentían sus modales insinuantes y atentos. Su voz de
bajo cantante, en armonía con su buen humor, resultaba agradable. Era servicial
y risueño. Si alguna cerradura andaba mal, la desmontaba enseguida, recomponía,
aceitaba, limaba, volvía a montar, diciendo: Entiendo de esto. Por otra parte, era entendido en todos los
buques, el mar, Francia, el extranjero, los hombres, los negocios, los acontecimientos,
las leyes, los palacios y las cárceles. Si alguno se quejaba demasiado, le
ofrecía inmediatamente sus servicios. Muchas veces había prestado dinero a la
señora Vauquer y a algunos pensionistas; pero sus deudores se hubieran muerto
antes de dejar de devolvérselo; tan grande era el temor que inspiraba con sus
miradas profundas y llenas de resolución, no obstante su aire de buen hombre.
La manera que tenía de escupir anunciaba una sangre fría imperturbable que no
lo haría retroceder ante el crimen para salir de una posición equívoca. Como un
juez severo, su mirada parecía penetrar hasta el fondo de todas las cuestiones
de todas las conciencias, de todos los sentimientos. Sus costumbres consistían
en salir después de almorzar, volver a comer, desaparecer durante toda la
velada, y retirarse a eso de las doce de la noche, entrando en la casa con un
llavín que le había confiado la señora Vauquer. Era el único que gozaba de este
favor. Pero también hay que advertir que estaba con la viuda en los mejores
términos y que la llamaba mamá tomándola por el talle. ¡Halago mal comprendido!
La buena mujer creía que eso era cosa fácil, pero Vautrin era el único que
tenía los brazos tan largos como para estrechar tan enorme circunferencia. Un
rasgo de su carácter consistía en pagar generosamente quince francos mensuales
por el gloria (1) que tomaba después
del postre. Gentes menos superficiales que aquellos jóvenes absorbidos por torbellinos
de la vida parisiense o que aquellos ancianos indiferentes a lo que no les
tocaba directamente, no se habrían conformado con la impresión dudosa que les
causaba Vautrin. Este sabía o adivinaba los asuntos de los que lo rodeaban,
pero nadie podía penetrar sus pensamientos ni sus ocupaciones. Aunque emplease
su aparente honradez, su constante complacencia y su alegría, como una barrera
entre los demás y él, muchas veces dejaba ver la asombrosa profundidad de su
carácter. Frecuentemente, una salida digna de Juvenal, con la cual parecía
complacerse en escarnecer las leyes, en azotar a la alta sociedad y acusarla de
incongruente consigo misma, debía hacer suponer que guardaba rencor al estado
social, y que existía en el fondo de su vida algún misterio cuidadosamente
oculto.
Notas
(1) Café o té mezclado
con aguardiente.
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