21/10/17

LOS CANTOS DE MALDOROR

CIENTOTRIGESIMOTERCERA ENTREGA

(Barral Editores / Barcelona 1970)



CANTO QUINTO



7 (3)




“Despierta, llama amorosa de los pasados días, esqueleto descarnado. Llegó el momento de detener la mano de la justicia. No te haremos esperar mucho la explicación que deseas. ¿Nos escuchas, no es cierto? Pero no agites tus miembros; hoy estás todavía bajo nuestro poder magnético, y la atonía encefálica persiste: es la última vez. ¿Qué impresión hace en tu mente en rostro de Elsenor? ¡Lo has olvidado! Y aquel Reginaldo de andar altivo, ¿has grabado sus rasgos en tu fiel cerebro? Mírale cómo se oculta entre los pliegues de las cortinas; su boca está inclinada sobre tu frente, pero no se atreve a hablarte pues es más tímido que yo. Voy a contarte un episodio de tu juventud para ubicarte nuevamente en el sendero de la memoria…” Hacía ya buen rato que la araña había abierto su vientre del que se precipitaron dos adolescentes vestidos de azul empuñando sendas espadas relumbrantes, los que se colocaron a cada lado del lecho como para constituirse en guardianes del santuario del sueño. “Este que no cesa de mirarte pues te amó mucho, fue el primero de nosotros dos a quien concediste tu amor. Pero con frecuencia lo hacías sufrir por las brusquedades de tu carácter. Él no cejaba en sus esfuerzos para no darte motivo de queja: un ángel no lo hubiera logrado. Un día le pediste que fuera a bañarse contigo a orillas del mar. Ambos, como dos cisnes, os arrojasteis a un tiempo desde una roca cortada a pico. Nadadores insignes, os deslizábais sobre la masa acuosa con los brazos extendidos sobre la cabeza y las manos juntas. Durante algunos minutos nadasteis entre dos aguas. Reaparecisteis a gran distancia con los cabellos enmarañados y chorreando líquido salino. Pero ¿qué misterio había ocurrido bajo el agua para que un largo rastro de sangre se percibiera en las olas? Cuando volvisteis a la superficie, tú proseguías nadando como si aparentaras no advertir la debilidad creciente de tu compañero. Este perdía fuerzas rápidamente, y tú no disimulabas por ello el ritmo de tus amplias brazadas hacia el horizonte brumoso que se esfumaba ante ti. El herido lanzaba gritos angustiosos y tú te hacías el sordo. Reginaldo despertó tres veces el eco con las sílabas de tu nombre, y las tres contestaste con un grito de voluptuosidad. Se encontraba muy lejos de la orilla para volver, y en vano se esforzó por seguir la estela de tu paso a fin de alcanzarte y posar por un momento su mano sobre tu hombro. La persecución  negativa se prolongó durante una hora, mientras él perdía fuerzas y tú sentías crecer las tuyas. Desesperando ya de igualar tu velocidad, elevó una breve plegaria al Señor para encomendarle su alma, se puso de espaldas como cuando se hace la plancha, de modo tal que se percibían en su pecho los violentos latidos del corazón, y así esperó la llegada de la muerte, sin otra esperanza. En aquel momento, tus vigorosos miembros se perdían de vista y seguían alejándose, rápidos como una sonda que se deja correr. Una barca, que retornaba de echar sus redes en alta mar, pasó por aquel sitio. Los pescadores tomaron a Reginaldo por un náufrago y lo izaron a bordo desvanecido. Comprobaron que tenía una herida en el flanco derecho; cada uno de aquellos expertos marinos emitió la opinión de que no había punta de escollo o fragmento de roca que pudiera ser capaz de producir un orificio tan microscópico y al mismo tiempo tan profundo. Un arma cortante. Quizás un estilete de los más agudos, sería la única capaz de arrogarse los derechos de paternidad de herida tan sutil. Él nunca quiso contar los diversos episodios de la inmersión a través de las entrañas de las olas, y ha conservado el secreto hasta el momento actual. Ahora, por sus mejillas ligeramente descoloridas corren lágrimas que caen sobre tus sábanas: el recuerdo resulta a veces más amargo que la realidad misma. Pero no sentiré piedad: sería demostrarte excesiva estima. No hagas girar en sus órbitas esos ojos furibundos. Mejor quédate tranquilo. Ya sabes que no puedes moverte. Además, no he concluido mi relato.

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