SANDINO NÚÑEZ
DOS PARÁBOLAS VIOLENTAS
CUARTA ENTREGA
2. ética radical: al César lo que es del
César (2)
¿Será que el
sacrificio de Judas (arriesgar la vida por la causa de la liberación de la
tierra ocupada), aunque admirable, no era lo suficientemente radical? ¿Será
necesario sacrificarlo todo, toda solidez, todo punto de apoyo, incluido (sobre
todo) el propio sacrificio? ¿Habrá que sacrificar, por lo menos por un momento,
toda solidaridad: habrá que cancelar toda empatía por el que sufre, olvidarse
de toda piedad? ¿Será necesario ir contra el deseo de hacer algo, ir contra el
impulso de intervenir positivamente en la realidad terrible? Visto
hegelianamente, no cabe duda, es Judas el alma bella. Su actividad presupone
una pasividad paradójica: el mundo es algo que él ve o siente,
y en o sobre la objetividad evidente de
ese algo, él interviene (evalúa esa objetividad como mala, injusta
o terrible, lucha por modificarla o derrocarla o sustituirla por otra,
etcétera). Judas no ha podido ver el mundo o la realidad como su propia obra:
no entiende que, por así decirlo, lo que “hay ahí afuera” no es sino su propia
fantasía, así como su fantasía está hecha de lo que “hay afuera”. Por el
contrario, la aparente pasividad de Jesús (al César lo que es del César)
esconde una acción radical que no es visible objetivamente: el
corazón mismo del sistema simbólico ha sido problematizado, cuestionado y (en
suma) destruido. Pero el asunto no es saber si la intervención positiva (ir
contra el poder, combatir la riqueza y la inequidad, comprometerme con
desposeídos y desprivilegiados, etcétera) ocurriría de todos modos aunque Judas
hubiera atravesado o superado la fantasía. Es entender que el acto
emancipatorio del sujeto no puede ocurrir solamente como una simple liberación
del poder opresivo o como la conquista de ciertas condiciones materiales de
vida, sino como una negación doble de la lógica neutra que los produce a ambos
(poder y víctima, riqueza y desposesión) como pares antagónicos. O también, que
no es cuestión de sacrificar el sacrificio o de renunciar a la piedad o a la
solidaridad, en los hechos, con el consecuente peligro de repetir
una doctrina cínica o cruel, sino más bien de haber entendido (al “interior”
del sistema simbólico) que es necesario hacerlo. En otras palabras, que
cualquier acción que tenga el objetivo de “cambiar el actual estado de cosas”
debe saberse dañada por un acto simbólico mucho más radical, capaz de suspender
y destruir todo el lenguaje.
En este libro he
expuesto largamente un ejemplo similar. La tradición marxista, muchas veces con
la coartada de mantener su posición materialista ante lo que considera la
amenaza idealista inherente de la dialéctica hegeliana, plantea la
especificidad del hombre casi exclusivamente en términos de trabajo y
producción (el hombre, a diferencia del animal, fabrica sus medios de
subsistencia y así va transformando o humanizando a la naturaleza, etcétera).
En Hegel el hombre o el sujeto es un lugar negativo o formal, una negación de
lo dado o una problematización de lo evidente, y por eso el ser o la naturaleza
no es lo inmediato existente, simple e indiviso, a ser transformado o
humanizado por el trabajo o la producción, sino que es siempre ya prácticas
humanas, mediación, sujeto, saber y lenguaje. El concepto moderno de
“naturaleza” aunque dice o cree denotar algo objetivo, puesto ahí, en el mundo,
ya trae consigo a las propias prácticas de aprovechamiento técnico de la
naturaleza en tanto recursos naturales, y la síntesis y conceptualización de
esas prácticas, creando objetos, objetalidad y objetividad. El hombre es siempre
ya una intervención en su objeto de conocimiento,[4] así
como una “intervención” en las herramientas de captación, descripción y
medición. Por eso la dialéctica negativa de Hegel parece ir más lejos en ese
sentido, parece contener la posibilidad de una crítica mucho más radical a las
condiciones de existencia, que esta línea de la tradición marxista que se
descansa en la positividad objetiva de la historia natural (lo universal
abstracto), creyendo conservar así su núcleo materialista en riesgo. Para esta
línea la economía siempre será un núcleo genético que organiza no solamente las
formas de las sociedades históricas o políticas, sino todo el proceso evolutivo
y adaptativo neutro y abstracto de la vida, la conquista humana de la
naturaleza como dadora de recursos y materia prima, e incluso la eventual competencia [5] entre
individuos congéneres en tiempos difíciles de escasez de recursos (alimentos,
energía, hembras), etcétera. La economía es entonces un gen lógico neutro que
permite, favorece y regula los procesos vitales y las máquinas metabólicas. El
capitalismo no sería así más que una torsión perversa de esa lógica económica
original, tranquila, neutra o buena, y la lucha en su contra no sería entonces
más que una intervención destinada a restituir esa matriz perdida, a rescatar
ese núcleo lógico corrompido por el beneficio, la ganancia, la avaricia y la
acumulación (capitalistas). Pero el principio dialéctico de negatividad nos
fuerza a radicalizar y hacer más compleja esta perspectiva, y a enfatizar el
corazón filosófico hegeliano de Marx contra la tendencia cómoda a hacer
funcionar a Marx en el registro de un economista o un naturalista inglés (todos
los estribillos superficiales del diamat): hay que entender que la
economía como el gen tecnológico de la naturaleza y de la vida
es una construcción que solamente puede provenir del lenguaje capitalista, del
horizonte ontológico y epistémico capitalista. De lo contrario, todo se
comporta como si la lucha de clases fuera el motor de la historia política,
sólo si la economía es el motor de la historia natural: es decir, como si la
clase o el sujeto interesado en subvertir o revolucionar el modo de producción
no pudiera atravesar la solidez positiva de “economía”, “producción” o
“desarrollo de las fuerzas productivas”. Como si el límite “interno” de la
crítica al capitalismo fuera la propia modernidad, quiero decir, el
himno moderno del progreso, del trabajo y el desarrollo tecnológico, el canto
futurista de la industria, la máquina y la velocidad: el propio ritmo neutro de
la gran historia esencial de la especie.
Pero la riqueza del
concepto “lucha de clases” reside más bien en la radicalidad negativa de la clase
revolucionaria como sujeto interesado en encarnar una verdad política, contra
otro sujeto que encarna cómoda, masiva y positivamente la neutralidad del
funcionamiento de la máquina técnica de la economía (que es también la
propia ley natural). El antagonismo zoon politikon/homo
economicus. El sujeto revolucionario es zoon politikon: aquel
que es capaz de atravesar la fantasía económica que organiza no solamente toda
la realidad, sino también su propio deseo. No es aquel que sabe cómo son las
cosas en realidad, tampoco es el que sabe lo que es justo y bueno para todos,
ni es solamente el que tiene una buena actitud solidaria con las víctimas o los
desposeídos, o indignada y rebelde con las situaciones injustas o monstruosas.
No. El sujeto, el sujeto revolucionario (ese pleonasmo),
reitero, es la orden de significar dada al ser.
Quizás debemos
hacer otra pirueta dialéctica y, en una obvia transgresión de la cronología que
debemos cometer en nombre de la fidelidad al tiempo teórico, leer a
Hegel como discípulo de Marx. Situar a Hegel como la continuación del proyecto
anticapitalista de Marx. Y no solamente eso, sino también volver luego a Marx
para rescatar, après-coup, los antecedentes que prefiguran a Hegel.
Pues aunque cierta tradición marxista parezca estar situada en ese lugar menos
radical que el ocupado por la negatividad de la conciencia hegeliana ¿no es
acaso el propio Marx quien, al razonar teóricamente la explotación en
lugar de dejarse llevar por la simple solidaridad o empatía con el oprimido o
el desposeído, sitúa la potencia revolucionaria del sujeto precisamente en su
capacidad de razonar, pensar y negar? Sabemos que el poder o la opresión son
positivos y la explotación es negativa. Sabemos que el poder o la
opresión se experimentan, se viven o se
sufren, mientras que la explotación se piensa, se
razona y se teoriza, y por eso tiene potencia
subjetivante.
Qué error entonces
haber planteado la revolución en términos de economía política. Y
qué error también haber planteado la emancipación, o la política, en términos
de poder o de lucha contra el poder.
Notas
[4] Diría resueltamente que el hombre “inventa”
su objeto de conocimiento, si ese “inventar” no tuviera la tendencia a
deslizarse a una posición fundacional abstracta, o juguetona e irresponsable,
como un puro acto creativo desenganchado de las prácticas colectivas que lo
hacen necesario.
[5] La competencia: ese principio
celoso violento que aparece ingenuamente como un gran catalizador y acelerador
de las fuerzas productivas y de su desarrollo, y que termina por revelarse
quizás como la propia condición de posibilidad de “fuerzas productivas”, de
“desarrollo”, etcétera.
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