BEATRIZ GARCÍA LAGOS DE BAYCE
TEOLOGÍA Y HERMENÉUTICA EN LA GENERACIÓN
CRÍTICA
por Jorge Liberati
(Texto leído el 15 de noviembre de 2017 en el
homenaje realizado a Julio Bayce y Beatriz Lagos de Bayce, con motivo de la
apertura del archivo digitalizado de su legado cultural)
Como se
sabe, la generación literaria llamada del 45, que Ángel Rama prefirió designar
como generación crítica, es la
coronación de un largo proceso histórico y cultural. La del 900 reunía aún a
representantes de los dos grandes bandos en la apasionada controversia entre
racionalismo y liberalismo, que el doctor Arturo Ardao reseña con lujo de
detalle en uno de sus famosos libros. Convergen en ella mentes como la de Rodó o
Vaz Ferreira junto a la de Zorrilla de San Martín, con actitudes tan diferentes
ante el asunto religioso ‒aunque en ningún caso ajeno a sus preocupaciones
fundamentales. Eran descendientes directos de dos tendencias de gran arraigo en
Uruguay, el positivismo y el espiritualismo, aunque sus pensamientos tuvieron tal
autosuficiencia que provocó la total discontinuidad histórica de tales
tendencias. En la generación del 45, en cambio, ya casi no hay huellas de
religión, de racionalismo deísta y menos de teísmo.
Si no
hay tendencia religiosa definida en el 45, tampoco hay rastros de racionalismo,
ni siquiera agnóstico. Estaba disuelto el impacto filosófico que tuvo lugar
entre la intelectualidad uruguaya, en la segunda mitad del siglo XIX. Nos
referimos al mismo siglo de Jacinto Vera y de Mariano Soler, en medio del cual,
pese a la gravitación de la Iglesia en todos los aspectos de la vida nacional, estalló
el pensamiento del chileno Francisco Bilbao, el legendario autor de La América en peligro, deísta y
anticatólico. Sus renovadoras ideas trascendieron con pujanza entre la
intelectualidad uruguaya, al punto de que, según Ardao, sólo Rodó pudo “marcar
el perfil espiritual de toda una época”[i] en el siglo siguiente. Asimismo,
nada quedaba ya de liberalismo, en el estricto sentido que este término encerraba
hasta entonces, es decir, en su significado contrastante con la religión
revelada y el clericalismo. En un nuevo marco de reflexión y espiritualidad, el
Uruguay vivió su proceso de secularización, fruición por las ciencias
experimentales y acompañó el auge en tributo de las disciplinas antropológicas.
La
generación critica, pues, no incurre en profesión de fe teológica ni tiene a la
Iglesia entre sus centros de interés, aunque muchos de sus integrantes fueran
eminentes católicos. La vieja tradición se ha quebrado definitivamente. Por lo
que, si nos determinamos a incluir a Beatriz Bayce en tal generación de
escritores, pensadores, poetas y artistas, habría que marcar una delimitación inesperada:
sus vertientes responden a un manantial que, en lo espiritual y aun metodológico,
es bien diferente al de sus congéneres, aunque no en lo ideológico y político.
Si se admite este inicial deslinde, cabe enseguida una aclaración, fundamental
para entender el perfil original de su obra crítica.
El mundo
desarrollado se sacude profundamente en la misma época que estamos enfocando,
la del 45. En primer lugar, florece un grupo de ciencias concentradas en el
problema del hombre, que influye en la filosofía estricta y en la teología.
Karl Rahner es un buen ejemplo de este fenómeno en el campo de la religión, un
pensador que, bajo el influjo de la antropología, posa sus ojos de teólogo
sobre la realidad sensible, sin detrimento de la otra, la trascendental. El existencialismo
influye, en este sentido, según la versión heideggeriana, en teólogos como
Rudolf Bultmann, quien reclama a sus colegas una puesta al día respecto a las
ciencias modernas.
La filosofía
de la vida, Bergson sobre todo, pero también Louis Lavelle, entran de pleno,
según el análisis de Beatriz, en el pensamiento de Teilhard de Chardin, a quien
dedica estas palabras: “Partiendo de un profundo conocimiento científico,
filosófico y teológico, TCh sin apartarse de los dogmas fundamentales de la Fe,
ha renovado la visión del mundo”[ii]. Pero
estas filosofías y ciencias humanas no arraigan en el Uruguay en el nivel de
socialización que, aunque en ningún caso llega a ser total, debe penetrar
ciertas capas de la cultura reinante. Tal falla conspira contra una rápida
acogida de la obra de Beatriz.
Teilhard
expande el evolucionismo darwinista hasta la esfera del espiritualismo, cuando,
en su versión original ‒observa su intérprete uruguaya‒, ya ha perdido fuerza
filosófica[iii]. La
filosofía de Bergson y la fenomenología contribuyen en esta unificación en la
cual Beatriz encuentra un secreto de hondo significado: “Quizá ‒escribe‒ el
verdadero motivo por el cual [Teilhard] se niega a encasillarse como filósofo
sea que, contrariamente a todo pensamiento puramente especulativo, su visión es una realidad vivida, que se
aproxima a la vieja praxis cristiana.”[iv] La
filosofía de la religión, la antropología filosófica, la paleontología y la
teología logran unificarse, describiendo una trayectoria que había anticipado Max
Scheler[v]. La
aspiración es conmovedora: “se pide hoy para que la filosofía salga de su soledad: que integre tanto la teoría
como la práctica, la especulación y la vivencia”[vi], apunta Beatriz. Roma, sin
embargo, advierte sobre el peligro que representan las obras del Padre Teilhard.
El
tránsito de su pensamiento, desde la noción ultramontana de rebaño al de “grupo
zoológico humano”, consiste en un cambio que va más allá de la pretensión de actualizar
los preceptos cristianos. Parece anhelar la develación de un nuevo misterio,
físico a la vez que espiritual, más que impugnar el cuerpo de doctrina. Su
concepto de “noosfera”, corolario superior del de “bioesfera”, está orientado a
aunar en una sola hermenéutica los universos material y espiritual, encontrando
en esto una nueva misión para el evolucionismo científico. Beatriz introduce en
nuestro medio esta aspiración. Observa que en Teilhard hay dos pasiones
iniciales, “la Fe en Dios y en la Materia”, y que a ellas viene a sumársele “la
pasión humana”. Agrega que “La realidad, conjunto de realidades relativas,
aprehendidas como vivencia humana, puede conducir a aproximarnos a la Realidad
del Ser, a la Divinidad”, e invoca a Louis Lavelle en estas palabras: “La
posesión del ser es el fin de toda acción particular”[vii].
La de
los años sesenta, empero, ¿era una época propicia para recibir esta clase de
filosofía, devota y refractaria? No, evidentemente. Había más que una pérdida
de espiritualización, como supo atisbarla Carlos Real de Azúa en Ambiente espiritual del 900 en 1950, y descubrirla
en El impulso y su freno en1964. La
inteligencia nacional no había sido lo suficientemente potente para diseminar
las nuevas filosofías apeladas por Beatriz Bayce, estudiadas y asimiladas y
hasta enriquecidas. Se había logrado sembrar en el fondo mismo de la sociedad,
más allá de la Universidad, la academia y los círculos intelectuales, el
racionalismo primero y el positivismo después, en el siglo anterior. Aunque
mediaron altercados y grescas violentas, en medio de la guerra civil, hubo
diálogo, acceso a la diversidad filosófica y fecundidad posterior en las ideas
y debates. Ahora, en cambio, todo había sido tomado por un materialismo
enajenante, mal recogido de la teoría marxiana que, pese a la idoneidad,
honestidad y talento de los intermediarios, no alcanzó la profundización
necesaria y no llegó a germinar en algo concreto y autóctono. En este mar, en
cierta forma desolado, debió gobernar su barca Beatriz Bayce.
La
inoportunidad del momento se alimentó con otra contracara de la cultura
vernácula. Si bien la exégesis literaria de Beatriz es de producción tardía,
desde que Mitos y sueños en la narrativa
de Onetti aparece en 1987, veintidós años después de Aproximación, lapso en el cual el país tuvo tiempo para salir de la
sombra despótica del 73, y de sombras anteriores[viii], de todos modos, todavía no
estaba preparado para recepcionar novedades de fuste. No había reestructuración
del estado de cosas en lo intelectual: aún faltaba la reforma de la conciencia
nacional, desnaturalizada por el empeño unilateral de restañar los daños
materiales. Se necesitaba atender lo no material, la superación en el nivel de
las conciencias, porque, como había predicho Ortega y Gasset, la masificación
social es el mayor peligro.
Beatriz
conocía las ciencias axiomáticas, las connotaciones filosóficas de la nueva
física y de la biotecnología. Le era familiar Ludwig Wittgenstein y la filosofía
del lenguaje ‒desestimada hasta en nuestro sistema de formación docente. También
la hermenéutica de Gadamer, según la cual el lenguaje es el testigo que vuelve
posible la interpretación del mito y la tradición, decodificado en estas áreas
por Malinowski y Lévi-Strauss. Supo enriquecer sus reflexiones teológicas con
el caudal de ciencias radicalmente renovadas, como la lingüística, la semiótica
y la lógica e, igualmente, con la filosofía de las formas simbólicas y con las nuevas
relaciones entre el mito y la religión descubiertas por la antropología. En
esto último Beatriz fue, quizá, quien ahondó más en nuestro medio, con una idoneidad
de carácter internacional. En las ciencias formales, compartió su solvencia con
otras dos mujeres excepcionales: Lisa Block de Behar, que consolida en Uruguay
lo que Real de Azúa llama “entrelazamientos entre lingüística y crítica literaria”;
y Elda Lago, gramática uruguaya, autora de un novedoso estudio sobre la
preposición, quien fuera compañera de estudios de Elvira Raimondi de Vaz
Ferreira.
En su
análisis literario, Beatriz va directamente al símbolo, como procedió Paul
Ricoeur casi coetáneamente, ampliando el aparato crítico merced a una
fenomenología que intenta develar la realidad oculta del símbolo. De esta
manera, fue sometida a exégesis La vida
breve, obra de uno de los mayores narradores uruguayos, en Mito y sueño en la narrativa de Onetti[ix]. El
trabajo previo de esta obra, titulado “Huellas míticas en la narrativa
vivencial de Onetti”, recibió el primer premio categoría ensayos inéditos, del
Ministerio de Educación y Cultura, en 1987. La obra, que fue apreciada por el
mismo Onetti, abre un insospechado segundo plano alegórico en el cual pueden
vislumbrarse estrategias literarias de significación mítica y hasta filosófica.
El
motivo rector de este ensayo se apoya en el papel que desempeñan el mito y los
textos bíblicos, especialmente el Eclesiastés[x], en la
mencionada novela. El sueño es la
dimensión que dispara la trama y erige el mundo narrativo. Beatriz recuerda que
Freud había relacionado el sueño y el mito. Ese mundo no es sólo el de Santa
María, la locación legendaria en la que suelen parar los emblemas del narrador
uruguayo, y que podrían agotar las apelaciones de la ficción; “mundo” es el de la
vivencia. La vida breve, afirma Beatriz, es “una creativa y original manera
de mostración de un ‘sentirse vivir’ desde las profundas raíces de la angustia
existencial.”[xi]
Esto
alcanza para advertir la naturaleza filosófico-antropológica, aunque también lo
sea analítico-literario de esta investigación. La idea basilar se apoya en que el
texto reconstruye el ancestro que acecha en lo profundo de la conciencia humana,
y que obra como resorte de la ficción, hermana del lenguaje. Convalida, además,
la hipótesis de Anaximandro, invocada por Nietzsche, según la cual “del vapor y
el humo en que las cosas se disuelven, se formaría otro mundo”. Ocho años más
tarde, el filósofo español Eugenio Trías volvió a desafiar al espíritu moderno
con su concepto de límite. Tomando la
misma senda de Beatriz Bayce, aunque no figura entre sus referencias, se
permite romper la barrera de la razón, en busca de una salida ética para la
humanidad occidental[xii]. Se
encuentra, pues, un hondo contenido en Onetti, y una justificación mítica para su
literatura, con el secreto agregado de una aspiración superior del conocimiento,
porque, como afirma la sugestiva representante de la generación crítica, “la
vida interior no puede expresarse por conceptos”[xiii].
[ii] Beatriz Bayce, Aproximación a Teilhard de Chardin,
Montevideo, Arca, 1965, p. 17.
[iii] Beatriz Bayce, obra
citada, p. 21. Ver Louis Lavelle, Introducción
a la Ontología, México, FCU 1953.
[iv] Beatriz Bayce, obra
citada, p. 18.
[v] Beatriz Bayce, obra
citada, p. 16.
[vi] Beatriz Bayce, obra
citada, p. 32.
[vii] Beatriz Bayce, obra
citada, p. 27.
[viii] Léanse las primeras
líneas de La generación crítica
(1939-1969), de Ángel Rama, Montevideo, Arca, 1972, para confirmar la
existencia de estas sombras.
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