CARLOS
CASTANEDA
LAS
ENSEÑANZAS DE DON JUAN
(Una
forma yaqui de conocimiento)
CUADRAGESIMOTERCERA
ENTREGA
PRIMERA
PARTE
“LAS
ENSEÑANZAS”
IV
(10)
Viernes,
6 de julio, 1962 (3)
Quedé allí sentado
largo tiempo, tratando de organizar mis pensamientos y de integrar en una
unidad coherente todo lo ocurrido. Mi cuerpo entero estaba adolorido. Sentía la
garganta como llaga viva; me había mordido los labios al “desembarcar”. Me
incorporé. El viento me dio conciencia de tener frío. Mi ropa estaba mojada.
Las manos y quijadas y rodillas me temblaban con tal violencia que hube de
acostarme nuevamente. Gotas de sudor resbalaban a mis ojos, quemándolos hasta
hacerme gritar de dolor.
Tras un rato recobré en
cierta medida la estabilidad y me levanté. En el crepúsculo oscuro, la escena
era muy clara. Di unos pasos. Me llegó distintamente el sonido de muchas voces
humanas. Parecían estar hablando alto. Seguí el sonido; caminé menos de
cincuenta metros y me detuve de pronto. Había llegado al final del camino. El
sitio donde me hallaba era un corral formado por grandes peñascos. Podía yo
distinguir otra fila, y otra, y otra, hasta que se fundían con la montaña
empinada. De entre ellos surgía la música más exquisita. Era un fluir sonoro
ágil, constante, extraño.
Al pie de un peñasco vi
a un hombre sentado en el suelo, con el rostro vuelto casi de perfil. Me
acerqué hasta hallarme quizá a tres metros de él; entonces volvió la cabeza y
me miró. Me detuve: ¡sus ojos eran el agua que yo acababa de ver! Tenían el
mismo volumen enorme, el cintilar de oro y negro. La cabeza del hombre era puntiaguda
como una fresa; su piel era verde, salpicada de innumerables verrugas. A
excepción de la forma en punta, su cabeza era exactamente como la superficie de
la planta del peyote. Me quedé inmóvil, mirándolo; no podía apartar los ojos de
él.
Sentí que me estaba
presionando deliberadamente el pecho con el peso de sus ojos. Me ahogaba. Perdí
el equilibrio y me desplomé. Sus ojos se desviaron. Oí que me hablaba. Al
principio su voz fue como el manso crujir de una brisa ligera. Luego percibí
como música -como una melodía cantada- y “supe” que estaba diciendo:
-¿Qué quieres?
Me arrodillé frente a
él y hablé de mi vida. Luego lloré. Me miró de nuevo. Sentí que sus ojos
tiraban de mí y pensé que ese sería el momento de mi muerte. Me hizo seña de
acercarme. Vacilé un segundo antes de dar un paso. Mientras me acercaba, él
apartó de mí los ojos y me enseñó el dorso de su mano. La melodía dijo: “¡Mira!
En medio de la mano había un agujero redondo. “¡Mira!”, dijo otra vez la
melodía. Me asomé al agujero y me vi a mí mismo. Estaba muy viejo y débil y corría
encorvado; chispas brillantes brillaban en todo mi derredor. Luego tres de las
chispas me golpearon, dos en la cabeza y una en el hombro izquierdo. Mi figura,
en el agujero, se irguió por un momento hasta hallarse totalmente vertical, y
luego desapareció junto con el hoyo.
Mescalito volvió de
nuevo los ojos a mí. Estaban tan cerca que yo los “oía” retumbar suavemente con
ese sonido peculiar tantas veces oído esa noche. Fueron apaciguándose hasta ser
como un estanque quieto, ondulado por destellos de oro y negro.
Apartó los ojos una vez
más y, saltando como un grillo, se alejó cosa de cincuenta metros. Saltó otra y
otra vez, y desapareció en la lejanía.
Lo siguiente que
recuerdo es haber echado a andar. Muy racionalmente, traté de reconocer puntos
de referencia, tales como montañas en la distancia, para orientarme. Durante
toda la experiencia me habían obsesionado los puntos cardinales, y creía yo que
el norte debía estar a mi izquierda, Caminé en esa dirección bastante rato
antes de advertir que ya era de día y que ya no estaba usando mi “visión
nocturna”. Recordé que tenía reloj y vi la hora. Eran las 8.
A eso de las 10 llegué
a la saliente donde había estado la noche anterior. Don Juan yacía dormido en
el suelo.
-¿Dónde hasta estado? -dijo.
Me senté a tomar aire.
Tras un largo silencio, don Juan preguntó:
-¿Lo viste?
Empecé a narrar la
sucesión de mis experiencias desde el principio, pero me interrumpió diciendo
que todo cuanto importaba era si lo había visto o no. Me preguntó si Mescalito
había estado cerca de mí. Le dije que casi lo había tocado.
Esa parte de mi relato
le interesó. Escuchó atentamente cada detalle, sin comentar, interrumpiendo sólo
para inquirir sobre la forma del ente que yo había visto, su talante, y otros
detalles acerca de él. Era como mediodía cuando don Juan pareció haber oído
suficiente. Se levantó y amarró a mi pecho un saco de lona; me ordenó caminar
tras él y dijo que iba a cortar a Mescalito y que yo debía recibirlo en mis
manos y meterlo con delicadeza en el saco.
Bebimos un poco de agua
y empezamos a caminar. Cuando llegamos al borde del valle, don Juan pareció
titubear un momento sobre la dirección a seguir. Una vez que hubo elegido
anduvimos en línea recta.
Cada vez que llegábamos
a una planta de peyote, se acuclillaba frente a ella y muy gentilmente cortaba
la parte superior con su cuchillo corto y serrado. Hacía una incisión al nivel
del suelo y rociaba la “herida”, como él la llamaba, con polvo de azufre que
llevaba en una bolsa de cuero. Sostenía el botón fresco en la mano izquierda y
esparcía el polvo con la derecha. Luego se ponía en pie para entregarme el
botón, que yo recibía con ambas manos, como él había prescrito, y colocaba
dentro del saco.
-Mantente derecho y no
dejes que la bolsa toque la tierra ni las matas ni ninguna otra cosa -me decía
repetidamente, como si pensara que yo lo olvidaría.
Recogimos sesenta y
cinco botones. Cuando el saco estuvo completamente lleno, lo puso sobre mi
espalda y amarró otro a mi pecho. Al terminar de cruzar la meseta teníamos dos
sacos llenos, que contenían ciento diez botones de peyote. Los sacos eran tan pesados
y voluminosos que yo apenas podía caminar bajo su bulto y su peso.
Don Juan me susurró que
las bolsas estaban pesadas porque Mescalito quería regresar a la tierra. Dijo
que la tristeza de dejar su morada era lo que hacía pesado a Mescalito; mi
verdadera tarea era no dejar que los sacos tocaran el suelo, porque si lo
hacía, Mescalito jamás me permitiría tomarlo de nuevo.
En un momento
particular la presión de las correas sobre mis hombros se hizo insoportable.
Algo estaba ejerciendo una fuerza tremenda, tirando hacia abajo. Sentí mucha
aprensión. Noté que había empezado a caminar más rápidamente, casi a correr;
iba por así decirlo trotando detrás de don Juan.
De pronto disminuyó el
peso sobre mi pecho y mi espalda. La carga se hizo esponjosa y ligera. Corrí
libremente para alcanzar a don Juan, que iba delante de mí. Le dije que ya no
sentía el peso. Me explicó que ya habíamos dejado la morada de Mescalito.
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