2/11/17


HONORÉ DE BALZAC

PAPÁ GORIOT

Título del original: LE PÉRE GORIOT
Traducción : OSCAR HERMES VILLORDO
Prólogo de MANUEL PEYROU


DUODÉCIMA ENTREGA



PAPÁ GORIOT / UNA PENSIÓN BURGUESA (1 / 6)



Atraída, tal vez sin saberlo, por la fuerza del uno o por la belleza del otro, la señorita Taillefer repartía sus miradas furtivas y sus pensamientos secretos entre ese cuadragenario y el joven estudiante; pero ni uno ni otro parecían pensar en ella, aunque pudiese llegar un día en que la casualidad cambiase su posición y la convirtiese en un buen partido. Por otra parte, ninguna de aquellas personas se tomaba el trabajo de examinar si las desgracias alegadas por sus compañeros de pensión eran falsas o verdaderas. Sentían una indiferencia, mezclada con desconfianza, que resultaba de sus situaciones respectivas. Sabían que eran impotentes para aliviar sus penas, y todos, contándoselas, habían agotado la copa de las lamentaciones. Semejantes a un matrimonio viejo, no tenían ya nada que decirse. Sólo existían entre ellos las relaciones de una vida mecánica, el juego de un engranaje sin aceite. Todos debían pasar impávidos en la calle delante de un ciego, escuchar sin emoción el relato de un infortunio, y ver en una muerte la solución de un problema de miseria que los hacía permanecer fríos ante la más terrible agonía. La más de aquellas almas desoladas era la señora Vauquer, que reinaba en ese hospicio. Sólo para ella el jardincito, que el silencio y el frío, la humedad y la sequía convertían en una estepa, era un riente boscaje. Sólo para ella tenía delicias aquella casa amarilla y triste que olía a humedad y a miseria. Aquellos calabozos le pertenecían; alimentaba a aquellos forzados conseguidos a costa de grandes trabajos, ejerciendo sobre ellos una autoridad respetada. ¿Dónde esos pobres seres hubieran encontrado, en París, por los precios que ella les cobraba, alimentos sanos, suficientes, y una habitación, si no elegante y cómoda, al menos limpia y saludable? Aunque se hubiera permitido una injusticia, la víctima la hubiera soportado sin quejarse.


Un grupo semejante tenía que ofrecer y ofrecía en pequeño los elementos de una sociedad completa. Entre los dieciocho huéspedes se encontraba, como en los colegios y en el mundo, una pobre criatura rechazada, un sufrelotodo, sobre el cual llovían las bromas. A principios del segundo año, aquella figura pasó a ser, para Eugenio de Rastignac, la más saliente de todas y en cuya compañía estaba condenado a vivir todavía dos años más. Este Patiras (1) era el antiguo fabricante de fideos, papá Goriot, sobre la cabeza del cual un pintor habría, lo mismo que un historiador, dirigido las luces del cuadro. ¿Por qué casualidad recaía en el huésped más antiguo ese desprecio rencoroso, esa persecución mezclada de piedad, esa falta de respeto a la desgracia? ¿Era él quien había dado lugar a esta conducta con alguna de esas ridiculeces o extravagancias que castiga el mundo con más severidad que si fueran vicios? Estas preguntas tienen su razón de ser en ciertas injusticias sociales. Tal vez existe en la naturaleza humana una tendencia a hacer sufrir a aquellos que todo lo soportan por humildad verdadera, por debilidad o por indiferencia. ¿Acaso no gustamos de probar nuestra fuerza a expensas de alguien o algo? El ser más débil, el niño, llama a todas las puertas cuando hiela, o se encarama para escribir su nombre en un monumento virgen.


Papá Goriot, anciano de unos sesenta y nueve años se había acogido en la casa de la señora Vauquer en 1813, después de haber abandonado los negocios. Al principio había tomado la habitación ocupada por la señora Couture, y pagaba mil doscientos francos de hospedaje, como hombre para quien cinco luises más o menos resultaban una bagatela. La señora Vauquer había arreglado los tres cuartos de aquella habitación mediante una indemnización previa, que sirvió para pagar, según dijo, el valor de un mal mobiliario compuesto de cortinas de algodón amarillo, sofás de madera barnizada cubiertos de terciopelo de Utrecht, algunas pinturas a la cola y papeles que no hubieran admitido las tabernas del barrio. La indiferente generosidad que empleó en dejarse atrapar papá Goriot, que por aquella época era llamado respetuosamente señor Goriot, contribuyó tal vez a que lo consideraran como un imbécil que no entendía de negocios. Goriot llegó muy bien provisto de ropa, llevando el magnífico ajuar del negociante que no se priva de nada al retirarse del comercio. La señora Vauquer había admirado dieciocho camisas de Holanda, cuya finura hacían resaltar dos alfileres unidos por una cadenita de oro con dos grandes diamantes montados, que el fabricante de fideos llevaba en su pechera. Vestía habitualmente con levita azul, se ponía todos los días un chaleco limpio de piqué blanco, bajo el cual fluctuaba su vientre periforme y prominente, que ostentaba una gruesa cadena de oro llena de dijes. Su tabaquera, de oro también, contenía un medallón con cabellos, que le hacían culpable, en apariencia, de felices conquistas. Cuando su patrona lo acusó de galanteador, dejó errar en sus ojos la alegre sonrisa del hombre cuyo lado flaco se ha halagado. Sus ormarios (pronunciaba esta palabta a la manera del bajo pueblo), estaban llenos de los muchos cubiertos de plata de su casa. Los ojos de la viuda chispearon de codicia cuando lo ayudó complacientemente a desembalar los cucharones, las cucharas, los cubiertos, los platos, las bandejas de plata sobredorada; en fin, piezas más o menos bellas que valían buena cantidad de francos y de las cuales no quería deshacerse. Aquellos regalos le recordaban la solemnidad de su vida doméstica. “Esto”, le dijo a la señora Vauquer enseñándole un plato y una escudilla de plata, cuya tapadera representaba dos tortolitos dándose el pico, “es el primer regalo que me hizo mi mujer, el día de nuestro aniversario. ¡Pobrecita! Gastó en él todas sus economías de soltera. ¿Ve usted, señora? Preferiría morirme de hambre antes de separarme de este objeto. Gracias a Dios, creo que podré tomar el café en esta taza todas las mañanas de mi vida. No me estoy quejando, tengo asegurado el pan por largo tiempo”. Finalmente, la señora Vauquer había visto con sus ojos de urraca algunos pliegos de papel del Estado que, sumados vagamente, hacían suponer que aquel excelente Goriot debía de tener de ocho a diez mil francos de renta. Desde aquel día, la señora Vauquer, de soltera Conflans, que tenía a la sazón cuarenta y ocho años efectivos, pero que sólo confesaba treinta y nueve, empezó a trazar sus planes. Aunque el lacrimal de los ojos de Goriot estuviese inflado y colgante, lo que lo obligaba a enjugárselo con bastante frecuencia, comenzó a encontrarlo agradable y distinguido. Por otra parte, sus pantorrillas carnosas y salientes, así como su nariz grande y cuadrada, pronosticaban cualidades morales que agradaban a la viuda, y que confirmaba la cara de luna ingenuamente necia del buen hombre. Debía de ser un animal sólidamente constituido, incapaz de gastar en sentimiento todo su ingenio. Sus cabellos, en forma de ala de pichón, que el peluquero de la Escuela Politécnica venía a empolvarle todas las mañanas, formaban cinco puntas sobre su frente deprimida y decoraban perfectamente su cara. Aunque un poco palurdo, el viudo iba siempre tan compuesto, tomaba tan ricamente el tabaco, lo fumaba como un hombre tan seguro de encontrar siempre su tabaquera llena de macuba (2), que el día que el señor Goriot se instaló en la casa de la señora Vauquer, esta se acostó acariciando, como una perdiz en su barda, el ardiente deseo de dejar el sudario Vauquer para renacer Goriot. Casarse, vender su pensión, dar el brazo a aquella flor de la burguesía, llegar a ser una dama notable en el barrio, proteger a los indigentes, hacer giras campestres los domingos a Choisy, Soissy y Gentilly; ir al teatro a su antojo, a palco, sin esperar las entradas de favor que le daban a veces algunos de sus pensionistas, en el mes de julio: soñó todo El Dorado de las pequeñas familias parisienses. La señora Vauquer no había confesado a nadie que tenía cuarenta mil francos amontonados céntimo a céntimo. Desde el punto de vista de la fortuna se consideraba un partido aceptable. “Por lo demás, yo valgo tanto como él”, se dijo dando una vuelta en la cama, como para demostrarse a sí misma los encantos que la obesa Silvia encontraba moldeados todas las mañanas en el colchón.


Notas


(1) Nombre empleado en Turena para designar al sufrelotodo.

(2) Tabaco proveniente de la plantación se Macuba, Martinica.

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