HONORÉ
DE BALZAC
PAPÁ
GORIOT
Título del original: LE PÉRE GORIOT
Traducción : OSCAR
HERMES VILLORDO
Prólogo de MANUEL
PEYROU
DUODÉCIMA ENTREGA
PAPÁ
GORIOT / UNA PENSIÓN BURGUESA (1 / 6)
Atraída, tal vez sin
saberlo, por la fuerza del uno o por la belleza del otro, la señorita Taillefer
repartía sus miradas furtivas y sus pensamientos secretos entre ese
cuadragenario y el joven estudiante; pero ni uno ni otro parecían pensar en
ella, aunque pudiese llegar un día en que la casualidad cambiase su posición y
la convirtiese en un buen partido. Por otra parte, ninguna de aquellas personas
se tomaba el trabajo de examinar si las desgracias alegadas por sus compañeros
de pensión eran falsas o verdaderas. Sentían una indiferencia, mezclada con
desconfianza, que resultaba de sus situaciones respectivas. Sabían que eran
impotentes para aliviar sus penas, y todos, contándoselas, habían agotado la
copa de las lamentaciones. Semejantes a un matrimonio viejo, no tenían ya nada
que decirse. Sólo existían entre ellos las relaciones de una vida mecánica, el
juego de un engranaje sin aceite. Todos debían pasar impávidos en la calle
delante de un ciego, escuchar sin emoción el relato de un infortunio, y ver en
una muerte la solución de un problema de miseria que los hacía permanecer fríos
ante la más terrible agonía. La más de aquellas almas desoladas era la señora
Vauquer, que reinaba en ese hospicio. Sólo para ella el jardincito, que el
silencio y el frío, la humedad y la sequía convertían en una estepa, era un
riente boscaje. Sólo para ella tenía delicias aquella casa amarilla y triste
que olía a humedad y a miseria. Aquellos calabozos le pertenecían; alimentaba a
aquellos forzados conseguidos a costa de grandes trabajos, ejerciendo sobre
ellos una autoridad respetada. ¿Dónde esos pobres seres hubieran encontrado, en
París, por los precios que ella les cobraba, alimentos sanos, suficientes, y
una habitación, si no elegante y cómoda, al menos limpia y saludable? Aunque se
hubiera permitido una injusticia, la víctima la hubiera soportado sin quejarse.
Un grupo semejante
tenía que ofrecer y ofrecía en pequeño los elementos de una sociedad completa.
Entre los dieciocho huéspedes se encontraba, como en los colegios y en el
mundo, una pobre criatura rechazada, un sufrelotodo, sobre el cual llovían las
bromas. A principios del segundo año, aquella figura pasó a ser, para Eugenio
de Rastignac, la más saliente de todas y en cuya compañía estaba condenado a
vivir todavía dos años más. Este Patiras (1)
era el antiguo fabricante de fideos, papá Goriot, sobre la cabeza del cual un
pintor habría, lo mismo que un historiador, dirigido las luces del cuadro. ¿Por
qué casualidad recaía en el huésped más antiguo ese desprecio rencoroso, esa
persecución mezclada de piedad, esa falta de respeto a la desgracia? ¿Era él
quien había dado lugar a esta conducta con alguna de esas ridiculeces o
extravagancias que castiga el mundo con más severidad que si fueran vicios?
Estas preguntas tienen su razón de ser en ciertas injusticias sociales. Tal vez
existe en la naturaleza humana una tendencia a hacer sufrir a aquellos que todo
lo soportan por humildad verdadera, por debilidad o por indiferencia. ¿Acaso no
gustamos de probar nuestra fuerza a expensas de alguien o algo? El ser más
débil, el niño, llama a todas las puertas cuando hiela, o se encarama para
escribir su nombre en un monumento virgen.
Papá Goriot, anciano de
unos sesenta y nueve años se había acogido en la casa de la señora Vauquer en
1813, después de haber abandonado los negocios. Al principio había tomado la
habitación ocupada por la señora Couture, y pagaba mil doscientos francos de
hospedaje, como hombre para quien cinco luises más o menos resultaban una
bagatela. La señora Vauquer había arreglado los tres cuartos de aquella
habitación mediante una indemnización previa, que sirvió para pagar, según
dijo, el valor de un mal mobiliario compuesto de cortinas de algodón amarillo,
sofás de madera barnizada cubiertos de terciopelo de Utrecht, algunas pinturas
a la cola y papeles que no hubieran admitido las tabernas del barrio. La
indiferente generosidad que empleó en dejarse atrapar papá Goriot, que por
aquella época era llamado respetuosamente señor Goriot, contribuyó tal vez a
que lo consideraran como un imbécil que no entendía de negocios. Goriot llegó
muy bien provisto de ropa, llevando el magnífico ajuar del negociante que no se
priva de nada al retirarse del comercio. La señora Vauquer había admirado
dieciocho camisas de Holanda, cuya finura hacían resaltar dos alfileres unidos
por una cadenita de oro con dos grandes diamantes montados, que el fabricante
de fideos llevaba en su pechera. Vestía habitualmente con levita azul, se ponía
todos los días un chaleco limpio de piqué blanco, bajo el cual fluctuaba su
vientre periforme y prominente, que ostentaba una gruesa cadena de oro llena de
dijes. Su tabaquera, de oro también, contenía un medallón con cabellos, que le
hacían culpable, en apariencia, de felices conquistas. Cuando su patrona lo
acusó de galanteador, dejó errar en sus ojos la alegre sonrisa del hombre cuyo
lado flaco se ha halagado. Sus ormarios (pronunciaba
esta palabta a la manera del bajo pueblo), estaban llenos de los muchos
cubiertos de plata de su casa. Los ojos de la viuda chispearon de codicia
cuando lo ayudó complacientemente a desembalar los cucharones, las cucharas,
los cubiertos, los platos, las bandejas de plata sobredorada; en fin, piezas
más o menos bellas que valían buena cantidad de francos y de las cuales no
quería deshacerse. Aquellos regalos le recordaban la solemnidad de su vida
doméstica. “Esto”, le dijo a la señora Vauquer enseñándole un plato y una
escudilla de plata, cuya tapadera representaba dos tortolitos dándose el pico, “es
el primer regalo que me hizo mi mujer, el día de nuestro aniversario.
¡Pobrecita! Gastó en él todas sus economías de soltera. ¿Ve usted, señora?
Preferiría morirme de hambre antes de separarme de este objeto. Gracias a Dios,
creo que podré tomar el café en esta taza todas las mañanas de mi vida. No me
estoy quejando, tengo asegurado el pan por largo tiempo”. Finalmente, la señora
Vauquer había visto con sus ojos de urraca algunos pliegos de papel del Estado
que, sumados vagamente, hacían suponer que aquel excelente Goriot debía de
tener de ocho a diez mil francos de renta. Desde aquel día, la señora Vauquer,
de soltera Conflans, que tenía a la sazón cuarenta y ocho años efectivos, pero
que sólo confesaba treinta y nueve, empezó a trazar sus planes. Aunque el
lacrimal de los ojos de Goriot estuviese inflado y colgante, lo que lo obligaba
a enjugárselo con bastante frecuencia, comenzó a encontrarlo agradable y distinguido.
Por otra parte, sus pantorrillas carnosas y salientes, así como su nariz grande
y cuadrada, pronosticaban cualidades morales que agradaban a la viuda, y que
confirmaba la cara de luna ingenuamente necia del buen hombre. Debía de ser un
animal sólidamente constituido, incapaz de gastar en sentimiento todo su
ingenio. Sus cabellos, en forma de ala de pichón, que el peluquero de la
Escuela Politécnica venía a empolvarle todas las mañanas, formaban cinco puntas
sobre su frente deprimida y decoraban perfectamente su cara. Aunque un poco
palurdo, el viudo iba siempre tan compuesto, tomaba tan ricamente el tabaco, lo
fumaba como un hombre tan seguro de encontrar siempre su tabaquera llena de
macuba (2), que el día que el señor Goriot se instaló en la casa de la señora
Vauquer, esta se acostó acariciando, como una perdiz en su barda, el ardiente
deseo de dejar el sudario Vauquer para renacer Goriot. Casarse, vender su
pensión, dar el brazo a aquella flor de la burguesía, llegar a ser una dama
notable en el barrio, proteger a los indigentes, hacer giras campestres los
domingos a Choisy, Soissy y Gentilly; ir al teatro a su antojo, a palco, sin
esperar las entradas de favor que le daban a veces algunos de sus pensionistas,
en el mes de julio: soñó todo El Dorado de las pequeñas familias parisienses.
La señora Vauquer no había confesado a nadie que tenía cuarenta mil francos
amontonados céntimo a céntimo. Desde el punto de vista de la fortuna se
consideraba un partido aceptable. “Por lo demás, yo valgo tanto como él”, se
dijo dando una vuelta en la cama, como para demostrarse a sí misma los encantos
que la obesa Silvia encontraba moldeados todas las mañanas en el colchón.
Notas
(1) Nombre empleado en
Turena para designar al sufrelotodo.
(2) Tabaco proveniente
de la plantación se Macuba, Martinica.
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