LA
CARRETA
Prólogo
de Wilfredo Penco
Montevideo
2004
SEXAGESIMOSEGUNDA ENTREGA
XV
(1)
Cuando el comisario les
dio orden terminante de levantar campamento -pues aquello no podía seguir
así”-, apareció por el callejón el viejo tropero don Marcelino Chaves. Como de
costumbre, traía un pañuelo negro atado alrededor de su cara.
Si lo hizo
intencionalmente, arribando en aquella oportunidad, se trataba de un pícaro de
siete suelas. Todo el mundo estaba enterado de que Chaves hacía una tropa por
los lejanos campos de La Riconada y La Bolsa.
Siempre solitario,
Chaves pagaba, cuando pedía posada, un verdadero tributo de dinero y de dolor
por su pañuelo negro. Nadie sabía a ciencia cierta qué cosa ocultaba aquel
trapo siniestro. ¿Una llaga?... ¿Una cuchillada? ¿Un grano malo o contagioso?
Esto último era lo más aceptable como explicación. Y, así, nadie arriesgaba el
pellejo, ofreciendo una prenda personal para hacer más cómoda la estada del
forastero. En algunos puntos -estanzuelas o pulperías donde frecuentaba- hasta
había una almohada que, cuando alguno se disponía a usarla, era sorprendido por
un grito de esta naturaleza:
-¡Deje eso, compañero;
no sea bárbaro, que ahí duerme en ocasiones un apestau!... ¡Se le va’pegar
alguna porquería!...
En ciertas
oportunidades hasta lo habían “bichado”, pues quizá de dormido se dejara ver el
mal. Pero fue vana toda tentativa. Chaves dormíase y se despertaba con el
pañuelo negro pegado a la cara.
Su antipatía por la
gente del comisario y por este en particular, era muy conocida. Él jamás
trababa relaciones con los comisarios. Si ellos entraban en la pulpería, Chaves
era el primero en toser, escupir a un lado y en mandarse mudar. Y eso era lo
que irritaba a los policías.
Si tenía alguna cuenta
pendiente con la justicia, sólo Chaves lo sabía, nadie más. Era lo único
sospechable ante aquel huir premeditado de los “milicos”.
Le tendieron dos o tres
celadas, pero no cayó en ninguna. Su prudencia era tan grande que nadie pudo
decir jamás algo malo del tropero don Marcelino Chaves.
Cuando cayó al
campamento de las quitanderas, ninguno de los que lo conocían sabía de su
antigua amistad con aquellas. Ignoraban, por supuesto, que Chaves había tenido
mucho que ver con Misia Rita, la dueña del carretón. Nada se sabía de sus
peregrinaciones por el Brasil, con ella, ni de las largas noches de verano
pasadas a la luz del fogón de la vieja, en sus tiempos mejores. Ignoraban
también una historia larga, de persecuciones sin cuento, en las cuales Chaves
tomara parte activísima, defendiendo a aquella mujer. La revolución lo había
embarullado todo.
No bien supo, por boca
de una de las quitanderas, que el comisario había dado orden de levantar
campamento, quiso ponerse al habla con misia Rita, la cual se hallaba en el
manantial, lavando ropa.
Cuando la vio venir, se
le acercó sin saludarla.
-¿Eso es en serio,
Rita, que Nacho Generoso las quiere juir? -preguntó Chaves.
-Ansina, viejo; ansina
mesmo…, y mañana rumbiamo p’al descampao de Las Tunas.
Chaves se mordió loa
labios, pero contuvo su deseo de blasfemar ante las vagabundas. No dijo una
palabra, y se puso a contemplar los dibujos que la llama iba haciendo en la
seca corteza de un grueso tronco. Él no podía poner frente al comisario, y
menos aun en asunto tan delicado.
Por ser la última
noche, hubo gran animación en el campamento. Vinieron muchos hombres desde
varias estancias, con el pretexto de comprar rapadura, ticholo, dulces y
tabaco. La especialidad de la vieja Rita era acondicionar mazos de chala de
gran aceptación entre los fumadores.
Chaves no desarrugó el
ceño en toda la noche. La pasó en claro pensativo. No se atrevía a ajustar
cuentas con el comisario Nacho Gomensoro. Sabía muy bien cuántos kilos de
tabaco le había costado a misia Rita la tolerancia del funcionario… El
comisario se había dado cuenta de que “no podía sacarles más” y les dio la
orden de emprender la marcha, alegando que:
-Los vecinos se han
quejao, y hay que proceder…
Al despuntar el día, la
carreta partió rumbo al norte. Iban en ella tres chinas y la Mandamás. La más
joven de las quitanderas “tocaba” los bueyes, pues el “gurí” -que antes las
acompañara- se les había sublevado y marchado a trabajar con los carreros.
Las ruedas pesadas y
rechinantes rompían la escarcha apretada entre los pastos. Una huella profunda
abría el paso de la carreta. El tropero seguía la marcha, a corta distancia.
El sol aparecía en el
horizonte, como la punta de un inmenso dedo pulgar con la uña ensangrentada.
Los altibajos del camino inclinaban a uno y otro lado la vieja carreta. Parecía
una choza andando con dificultad por el interminable callejón.
Chaves, al tranco de su
caballo barroso, tuvo una piadosa mirada para la carreta. En la claridad
naciente de la aurora, divisaba a las mujeres: Petronila, Rosita y la vieja,
tomando mate y, adelante, enhorquetada en su “bayo grandote”, la robusta
Brandina -de mote la “brasilera”-, más fuerte que un muchacho, rubia y quemada
por el sol. Sus diecinueve años desafiaban al incierto destino.
Chaves la miraba con
respeto. Él sabía lo que era capaz de hacer un hombre alcoholizado con una “brasilerita”
tan llena de vida. Por defender a una mujer de esa edad -que bien conocía la
Rita, pues ella no olvidaba sus diecinueve años-, él escondía un mal recuerdo,
bajo el negro pañuelo.
Dos días de penosa
marcha, apenas interrumpida para dar “resueyo” a los animales, y acampaban en
Las Tunas.
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