3/11/17

LA CARRETA                     

Prólogo de Wilfredo Penco

Montevideo 2004



SEXAGESIMOSEGUNDA ENTREGA



XV (1)



Cuando el comisario les dio orden terminante de levantar campamento -pues aquello no podía seguir así”-, apareció por el callejón el viejo tropero don Marcelino Chaves. Como de costumbre, traía un pañuelo negro atado alrededor de su cara.


Si lo hizo intencionalmente, arribando en aquella oportunidad, se trataba de un pícaro de siete suelas. Todo el mundo estaba enterado de que Chaves hacía una tropa por los lejanos campos de La Riconada y La Bolsa.


Siempre solitario, Chaves pagaba, cuando pedía posada, un verdadero tributo de dinero y de dolor por su pañuelo negro. Nadie sabía a ciencia cierta qué cosa ocultaba aquel trapo siniestro. ¿Una llaga?... ¿Una cuchillada? ¿Un grano malo o contagioso? Esto último era lo más aceptable como explicación. Y, así, nadie arriesgaba el pellejo, ofreciendo una prenda personal para hacer más cómoda la estada del forastero. En algunos puntos -estanzuelas o pulperías donde frecuentaba- hasta había una almohada que, cuando alguno se disponía a usarla, era sorprendido por un grito de esta naturaleza:


-¡Deje eso, compañero; no sea bárbaro, que ahí duerme en ocasiones un apestau!... ¡Se le va’pegar alguna porquería!...


En ciertas oportunidades hasta lo habían “bichado”, pues quizá de dormido se dejara ver el mal. Pero fue vana toda tentativa. Chaves dormíase y se despertaba con el pañuelo negro pegado a la cara.


Su antipatía por la gente del comisario y por este en particular, era muy conocida. Él jamás trababa relaciones con los comisarios. Si ellos entraban en la pulpería, Chaves era el primero en toser, escupir a un lado y en mandarse mudar. Y eso era lo que irritaba a los policías.


Si tenía alguna cuenta pendiente con la justicia, sólo Chaves lo sabía, nadie más. Era lo único sospechable ante aquel huir premeditado de los “milicos”.


Le tendieron dos o tres celadas, pero no cayó en ninguna. Su prudencia era tan grande que nadie pudo decir jamás algo malo del tropero don Marcelino Chaves.


Cuando cayó al campamento de las quitanderas, ninguno de los que lo conocían sabía de su antigua amistad con aquellas. Ignoraban, por supuesto, que Chaves había tenido mucho que ver con Misia Rita, la dueña del carretón. Nada se sabía de sus peregrinaciones por el Brasil, con ella, ni de las largas noches de verano pasadas a la luz del fogón de la vieja, en sus tiempos mejores. Ignoraban también una historia larga, de persecuciones sin cuento, en las cuales Chaves tomara parte activísima, defendiendo a aquella mujer. La revolución lo había embarullado todo.


No bien supo, por boca de una de las quitanderas, que el comisario había dado orden de levantar campamento, quiso ponerse al habla con misia Rita, la cual se hallaba en el manantial, lavando ropa.


Cuando la vio venir, se le acercó sin saludarla.


-¿Eso es en serio, Rita, que Nacho Generoso las quiere juir? -preguntó Chaves.


-Ansina, viejo; ansina mesmo…, y mañana rumbiamo p’al descampao de Las Tunas.


Chaves se mordió loa labios, pero contuvo su deseo de blasfemar ante las vagabundas. No dijo una palabra, y se puso a contemplar los dibujos que la llama iba haciendo en la seca corteza de un grueso tronco. Él no podía poner frente al comisario, y menos aun en asunto tan delicado.


Por ser la última noche, hubo gran animación en el campamento. Vinieron muchos hombres desde varias estancias, con el pretexto de comprar rapadura, ticholo, dulces y tabaco. La especialidad de la vieja Rita era acondicionar mazos de chala de gran aceptación entre los fumadores.


Chaves no desarrugó el ceño en toda la noche. La pasó en claro pensativo. No se atrevía a ajustar cuentas con el comisario Nacho Gomensoro. Sabía muy bien cuántos kilos de tabaco le había costado a misia Rita la tolerancia del funcionario… El comisario se había dado cuenta de que “no podía sacarles más” y les dio la orden de emprender la marcha, alegando que:


-Los vecinos se han quejao, y hay que proceder…


Al despuntar el día, la carreta partió rumbo al norte. Iban en ella tres chinas y la Mandamás. La más joven de las quitanderas “tocaba” los bueyes, pues el “gurí” -que antes las acompañara- se les había sublevado y marchado a trabajar con los carreros.


Las ruedas pesadas y rechinantes rompían la escarcha apretada entre los pastos. Una huella profunda abría el paso de la carreta. El tropero seguía la marcha, a corta distancia.


El sol aparecía en el horizonte, como la punta de un inmenso dedo pulgar con la uña ensangrentada. Los altibajos del camino inclinaban a uno y otro lado la vieja carreta. Parecía una choza andando con dificultad por el interminable callejón.


Chaves, al tranco de su caballo barroso, tuvo una piadosa mirada para la carreta. En la claridad naciente de la aurora, divisaba a las mujeres: Petronila, Rosita y la vieja, tomando mate y, adelante, enhorquetada en su “bayo grandote”, la robusta Brandina -de mote la “brasilera”-, más fuerte que un muchacho, rubia y quemada por el sol. Sus diecinueve años desafiaban al incierto destino.


Chaves la miraba con respeto. Él sabía lo que era capaz de hacer un hombre alcoholizado con una “brasilerita” tan llena de vida. Por defender a una mujer de esa edad -que bien conocía la Rita, pues ella no olvidaba sus diecinueve años-, él escondía un mal recuerdo, bajo el negro pañuelo.



Dos días de penosa marcha, apenas interrumpida para dar “resueyo” a los animales, y acampaban en Las Tunas.

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