LA
CARRETA
Prólogo
de Wilfredo Penco
Montevideo
2004
SEXAGESIMOCUARTA ENTREGA
XV
(3)
La “brasilerita”,
enterada del arribo de Abraham José, guardó discretamente la novedad.
Una de las tantas veces
que se alejó del fogón -para volcar la yerba de una “vieja cebadura”, más o
menos a la una de la madrugada, al agacharse, sintió un inconfundible olor a
jabón de turco.
Clavó la vista en la
obscuridad y alcanzó a divisar al turco Abraham José. Era él, sin duda alguna,
el que estaba tirado en el pasto, con su cajón abierto, desde hacía más de una
hora, observando los movimientos de la gente.
Después de reconocerlo,
dominando su sorpresa, Brandina trató de parecer indiferente. El turco se echó
a reír enseñando sus dientes blancos y parejos. El cabello ensortijado y sucio
formada un casco en la cabeza.
La “brasilerita” no se
dio por enterada. No quería volver a oír las proposiciones de Abraham José. Se
hizo la que no lo había visto. Volvió al fogón, donde los troperos, misia Rita,
Chaves y sus compañeras contaban por turno historias de “aparecidos”.
Preparó una nueva
cebadura e intentó distraerse con los cuentos de los forasteros.
Al oír hablar de
“aparecidos”, la “brasilerita” pensó que bien podía ser la visión del turco uno
de esos casos relatados. Y, sin ser notada, volvió una y otra vez la cabeza
hacia el lugar del descubierto.
¿Sería una aparición?
Del turco no tenían noticias desde el último cruce por el Paso de las Perdices.
Lo recordaba muy bien. Insinuante y malhumorado, si se le negaba algo… Era él.
No podía engañarla su olfato. Si con los ojos se equivocaba, las narices no
podían mentirle. El olor particular a jabón, a polvos perfumados…
Volvió hacia el lugar
del descubrimiento. Era, sin duda, el turco José. Esta vez el hombre la había
chistado con su chistido de lechuza, como en el Paso de las Perdices. Volvió a
recordar las proposiciones, su resistencia para que se fuese con él,
enseñándole una libretita en donde constaban sus ahorros. Pero ella no quería
saber nada con aquel sujeto tan raro, que la incomodaba poniéndole las manotas
en los hombros y mirándola fijamente. Y, así pensando, cerró sus oídos a la
charla de los troperos y a la música doliente de la guitarra.
Le propusieron algo y
ella se negó. No quería contestarles, empacada como de costumbre.
-Es muy caprichosa
-dijo la Mandamás, justificando su negativa-. ¡Cuando anda con pájaros en la
cabeza, se emperra como buena macaca!
Nadie tomó en cuenta
aquellas palabras y siguieron haciendo rabiar a la “brasilerita”. Ella
solamente veía los ojos del turco en acecho, con la boca abierta, riéndose como
si tuviese un hueso atragantado.
Cuando el campamento
entró en descanso, la “brasilerita”, pretextando que los bueyes “podían
juirse”, se puso alerta, y esperó la salida del sol conversando con el turco.
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