14/2/19



DANIEL BENTANCOURT

EL VIENTO DE LA DESGRACIA


(SIDA + VIDA)


1ª edición / Caracol al Galope 1999
1ª edición WEB / elMontevideano Laboratorio de Artes 2018


Edición y prólogo: Hugo Giovanetti Viola


DUODÉCIMA ENTREGA



PARTE 1



6 (1)



El lunes siguió el calor. Era como un verano muy atrasado, o demasiado adelantado, y la abuela, levantando el dedo quebrado desde su silla de ruedas, la mano derecha agitándose en convulsión, lo definió con la lucidez de una confirmación:


-Si sigue así, este año no vamos a tener verano.


Contemplé el dedo levantado en el aire, duro y rígido, sólo doblado en la primera falange, que recordaba desde que era chico y que me seguía fascinando en estos pocos días en que ella vivía con nosotros.


-Si vamos a tener verano o no, no sé -dijo mi padre del otro lado de la mesa de la cocina, la taza de café en la mano. -Pero hoy vamos a tener copas, eso sí. ¿Eh?


-No por mi parte -le respondí.


-¿Así que el inglés pasa el día entero borracho, nomás?


-Sólo después de hacer su trabajo de inspector y cumplir con sus obligaciones.


-¿Cuánto tiempo hace de esto?


-Desde que empezó a visitarnos, hace unos ocho meses.


-Qué locura -dijo papá, moviendo la cabeza de un lado para otro pero sonriéndose.


Fui a trabajar con una camisa de manga corta, pero llevé un buzo por las dudas, porque ya estaba cansado de ver el tiempo cambiando de un momento a otro, agarrándolo siempre desprevenido a uno. Bajé hasta la plaza y la atravesé con el olor de los canteros y de los árboles apretándose contra mi nariz. Y mientras abría la puerta del escritorio, el sol sobre mi espalda, me dije que un día de estos no era para pasarse encerrado leyendo informes, haciendo estadísticas, elaborando protocolos burocráticos que serían archivados tal vez sin ser leídos ni tomados en cuenta por nadie.


Estaba sentado en mi mesa, intentando poner en orden la pila de documentos y de carpetas acumuladas, cuando alguien golpeó la puerta entreabierta. Sentado todavía, me incliné para ver quién era.


-Ah, Barrios, puede pasar, pase.


-Con permiso, don Diogo -pero no entró del todo, la manaza sobre el picaporte. -¿Es que hoy viene el inglés por aquí, no es verdad?


-Sí, es hoy. Vamos a tener que ir a esperarlo a la terminal de ómnibus.


Como lo esperaba, hizo la habitual mueca de contradicción.


-¿Todo el día?


-Sí, Barrios, todo el día, como siempre.


-Don Diogo, no es eso lo que me molesta, usted sabe. Lo que no me cae bien es tener que llevarlo de un lado para el otro, el día entero, para que se emborrache como un animal.


-Barrios, yo sé. Pero seamos un poco más comprensivos con el hombre. Está al final de su carrera, no le cuesta nada. Y, como si fuera poco, es el hombre que nos manda el Ministerio de Agricultura desde la capital. Tenemos que cumplir órdenes.


Salió. Yo me imaginé cómo sería su día. Haría 150 kilómetros llevándolo al inglés, como él lo llamaba, a visitar a sus amigos hacendados, de cuyas casas saldría cada vez más torcido hasta que, al atardecer, tendría que ayudarlo a subir en el asiento trasero de la camioneta, vendría para la ciudad de nuevo a buscarme, e iríamos hasta el hotel a una cuadra de la plaza para que entre los dos cargásemos con él y lo depositásemos en la cama de un cuarto cualquiera. Intenté concentrarme en las carpetas y los informes, pero el aire de la mañana hacía entrar por la ventana el aroma del parque, y estuve imaginando lo fresco que estaría por el lado del arroyo y lo bueno que sería sentir el peso del sol sobre los árboles mientras preparaba una caña, y me di cuenta que no quería trabajar.


A las nueve en punto estuve sentado frente a un viejo hacendado que había mandado al hijo a marcar una entrevista conmigo unos quince días antes. Tenía las piernas cruzadas, unas botas caras de montar y el sombrero apoyado sobre la rodilla. Quería saber de una tal “inseminación artificial” sobre la que había sentido hablar. Empecé a explicarle lo que era, pero cinco minutos después me di cuenta que era como hablar con una pared. No entendió una palabra de lo que le dije. Y entonces me hizo una sola pregunta:


-¿Cómo se hace para ganar plata con eso?


Por suerte, enseguida llegaron de la estación del ómnibus: Barrios entró primero cargando la valija, y luego don Víctor, que miró al hacendado, dijo Buen día bien alto y se disculpó por interrumpir la conversación.


-No hay ningún problema, don Víctor, pase, por favor.


Me liberé rápidamente del hacendado acompañándolo hasta la puerta de calle y prometiéndole que le mandaría por carta algunos folleros explicativos. Cuando volví, don Víctor estaba sentado en mi lugar, del otro de la mesa.


-Bueno, ¿cómo le va?


-Bien, don Víctor. Y usted, por lo que veo, siempre bien.


-Se hace lo que se puede -dijo, y sopesó las carpetas. -Mucho trabajo pendiente, por lo que veo.


-Estaba arreglando mi mesa cuando llegó ese hacendado. Espere un momento que ya le alcanzo los informes.


-Venga, siéntese en su lugar -me dijo, levantándose de mi silla y sentándose del otro lado de la mesa.


Estuvimos trabajando hasta poco después del mediodía. Barrios se asomó varias veces por la puerta entreabierta, sin entrar, moviendo la cabeza como preguntándome cuánto demoraríamos, y de la misma manera le respondí que no sabía. Don Víctor quiso ir a almorzar a la cantina, adonde yo le había contado que iba prácticamente todos los días, y cruzamos la plaza a pie después de liberar a Barrios para que también fuese a comer. El calor estaba pesado, ahora. Pasamos junto a la fuente y por debajo de los cables de los parlantes colgados entre los postes, y ya en la última senda pasé al lado de alguien que caminaba inclinado, mirando el suelo y arrastrando los pies. Me di vuelta para mirarlo.


-Ángel, ¿qué andás haciendo por aquí? -lo sorprendí, y se dio vuelta con la cara roja y asustada.


-Paseando.


Lo abracé por encima del grueso buzo que tenía puesto.


-Don Víctor, quiero presentarle a mi mejor amigo, Ángel Muñoz. Ángel, don Víctor Huntfield, mi jefe.


Se saludaron dándose la mano. Lo convidé a Ángel para ir a almorzar con nosotros, pero dijo que doña Ester lo estaba esperando y se fue haciéndome adiós desde lejos con la mano. Don Víctor y yo seguimos, agachándonos entre las ramas de los árboles inclinados sobre el sendero, y cuando llegamos al otro lado de la plaza don Víctor me dijo:


-¿Cómo es que se llama ese amigo suyo que acaba de presentarme?


-Ángel.


-Ángel, cierto.


-Vive en la capital. Está estudiando agronomía y vino para las vacaciones de julio.


-Está enfermo.


-¿Enfermo? ¿Quién? ¿Ángel? ¿Cómo enfermo?


Movió la mano vagamente en el aire, sin detenerse.


-Enfermo, Pero tal vez ni él mismo lo sepa bien.


-No entiendo. ¿Enfermo de qué?


-Es difícil decirlo, o cuánto lo está. Pero que está enfermo, lo está.

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