DANIEL BENTANCOURT
EL VIENTO DE LA DESGRACIA
(SIDA + VIDA)
1ª edición / Caracol
al Galope 1999
1ª edición WEB /
elMontevideano Laboratorio de Artes 2018
Edición y prólogo: Hugo Giovanetti Viola
DUODÉCIMA ENTREGA
PARTE
1
6
(1)
El lunes siguió el calor.
Era como un verano muy atrasado, o demasiado adelantado, y la abuela,
levantando el dedo quebrado desde su silla de ruedas, la mano derecha
agitándose en convulsión, lo definió con la lucidez de una confirmación:
-Si sigue así, este año
no vamos a tener verano.
Contemplé el dedo
levantado en el aire, duro y rígido, sólo doblado en la primera falange, que
recordaba desde que era chico y que me seguía fascinando en estos pocos días en
que ella vivía con nosotros.
-Si vamos a tener verano
o no, no sé -dijo mi padre del otro lado de la mesa de la cocina, la taza de
café en la mano. -Pero hoy vamos a tener copas, eso sí. ¿Eh?
-No por mi parte -le
respondí.
-¿Así que el inglés pasa
el día entero borracho, nomás?
-Sólo después de hacer su
trabajo de inspector y cumplir con sus obligaciones.
-¿Cuánto tiempo hace de
esto?
-Desde que empezó a
visitarnos, hace unos ocho meses.
-Qué locura -dijo papá,
moviendo la cabeza de un lado para otro pero sonriéndose.
Fui a trabajar con una
camisa de manga corta, pero llevé un buzo por las dudas, porque ya estaba
cansado de ver el tiempo cambiando de un momento a otro, agarrándolo siempre
desprevenido a uno. Bajé hasta la plaza y la atravesé con el olor de los
canteros y de los árboles apretándose contra mi nariz. Y mientras abría la
puerta del escritorio, el sol sobre mi espalda, me dije que un día de estos no
era para pasarse encerrado leyendo informes, haciendo estadísticas, elaborando
protocolos burocráticos que serían archivados tal vez sin ser leídos ni tomados
en cuenta por nadie.
Estaba sentado en mi
mesa, intentando poner en orden la pila de documentos y de carpetas acumuladas,
cuando alguien golpeó la puerta entreabierta. Sentado todavía, me incliné para
ver quién era.
-Ah, Barrios, puede
pasar, pase.
-Con permiso, don Diogo
-pero no entró del todo, la manaza sobre el picaporte. -¿Es que hoy viene el
inglés por aquí, no es verdad?
-Sí, es hoy. Vamos a
tener que ir a esperarlo a la terminal de ómnibus.
Como lo esperaba, hizo la
habitual mueca de contradicción.
-¿Todo el día?
-Sí, Barrios, todo el
día, como siempre.
-Don Diogo, no es eso lo
que me molesta, usted sabe. Lo que no me cae bien es tener que llevarlo de un
lado para el otro, el día entero, para que se emborrache como un animal.
-Barrios, yo sé. Pero
seamos un poco más comprensivos con el hombre. Está al final de su carrera, no
le cuesta nada. Y, como si fuera poco, es el hombre que nos manda el Ministerio
de Agricultura desde la capital. Tenemos que cumplir órdenes.
Salió. Yo me imaginé cómo
sería su día. Haría 150 kilómetros llevándolo al inglés, como él lo llamaba, a
visitar a sus amigos hacendados, de cuyas casas saldría cada vez más torcido
hasta que, al atardecer, tendría que ayudarlo a subir en el asiento trasero de
la camioneta, vendría para la ciudad de nuevo a buscarme, e iríamos hasta el hotel
a una cuadra de la plaza para que entre los dos cargásemos con él y lo
depositásemos en la cama de un cuarto cualquiera. Intenté concentrarme en las
carpetas y los informes, pero el aire de la mañana hacía entrar por la ventana
el aroma del parque, y estuve imaginando lo fresco que estaría por el lado del
arroyo y lo bueno que sería sentir el peso del sol sobre los árboles mientras
preparaba una caña, y me di cuenta que no quería trabajar.
A las nueve en punto
estuve sentado frente a un viejo hacendado que había mandado al hijo a marcar
una entrevista conmigo unos quince días antes. Tenía las piernas cruzadas, unas
botas caras de montar y el sombrero apoyado sobre la rodilla. Quería saber de
una tal “inseminación artificial” sobre la que había sentido hablar. Empecé a
explicarle lo que era, pero cinco minutos después me di cuenta que era como
hablar con una pared. No entendió una palabra de lo que le dije. Y entonces me
hizo una sola pregunta:
-¿Cómo se hace para ganar
plata con eso?
Por suerte, enseguida
llegaron de la estación del ómnibus: Barrios entró primero cargando la valija,
y luego don Víctor, que miró al hacendado, dijo Buen día bien alto y se
disculpó por interrumpir la conversación.
-No hay ningún problema,
don Víctor, pase, por favor.
Me liberé rápidamente del
hacendado acompañándolo hasta la puerta de calle y prometiéndole que le
mandaría por carta algunos folleros explicativos. Cuando volví, don Víctor
estaba sentado en mi lugar, del otro de la mesa.
-Bueno, ¿cómo le va?
-Bien, don Víctor. Y
usted, por lo que veo, siempre bien.
-Se hace lo que se puede
-dijo, y sopesó las carpetas. -Mucho trabajo pendiente, por lo que veo.
-Estaba arreglando mi
mesa cuando llegó ese hacendado. Espere un momento que ya le alcanzo los
informes.
-Venga, siéntese en su
lugar -me dijo, levantándose de mi silla y sentándose del otro lado de la mesa.
Estuvimos trabajando
hasta poco después del mediodía. Barrios se asomó varias veces por la puerta
entreabierta, sin entrar, moviendo la cabeza como preguntándome cuánto demoraríamos,
y de la misma manera le respondí que no sabía. Don Víctor quiso ir a almorzar a
la cantina, adonde yo le había contado que iba prácticamente todos los días, y
cruzamos la plaza a pie después de liberar a Barrios para que también fuese a
comer. El calor estaba pesado, ahora. Pasamos junto a la fuente y por debajo de
los cables de los parlantes colgados entre los postes, y ya en la última senda
pasé al lado de alguien que caminaba inclinado, mirando el suelo y arrastrando
los pies. Me di vuelta para mirarlo.
-Ángel, ¿qué andás
haciendo por aquí? -lo sorprendí, y se dio vuelta con la cara roja y asustada.
-Paseando.
Lo abracé por encima del
grueso buzo que tenía puesto.
-Don Víctor, quiero
presentarle a mi mejor amigo, Ángel Muñoz. Ángel, don Víctor Huntfield, mi
jefe.
Se saludaron dándose la
mano. Lo convidé a Ángel para ir a almorzar con nosotros, pero dijo que doña
Ester lo estaba esperando y se fue haciéndome adiós desde lejos con la mano.
Don Víctor y yo seguimos, agachándonos entre las ramas de los árboles
inclinados sobre el sendero, y cuando llegamos al otro lado de la plaza don
Víctor me dijo:
-¿Cómo es que se llama
ese amigo suyo que acaba de presentarme?
-Ángel.
-Ángel, cierto.
-Vive en la capital. Está
estudiando agronomía y vino para las vacaciones de julio.
-Está enfermo.
-¿Enfermo? ¿Quién?
¿Ángel? ¿Cómo enfermo?
Movió la mano vagamente
en el aire, sin detenerse.
-Enfermo, Pero tal vez ni
él mismo lo sepa bien.
-No entiendo. ¿Enfermo de
qué?
-Es difícil decirlo, o cuánto
lo está. Pero que está enfermo, lo está.
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