LA TERRORÍFICA MANIPULACIÓN DE LOS ASENTAMIENTOS
FEDE RODRIGO
1º edición WEB:
elMontevideano Laboratorio de Artes / 2018
VIGESIMONOVENA
ENTREGA
DEL BARRIO 2
-Miranda, su rol en este juego cambió: ahora es el encargado de mi
protección personal. Voy a tener que aprender a confiar en usted. Brazas va a
cuidar a mi familia. Así que ni bien lleguen los ineptos a buscar el cadáver se
viene para el juzgado. ¿Entendido?
-Por supuesto, señor Juez. Será un honor.
Diego había sido el encargado de quedarse a vigilar el cuerpo sin vida de
Morales. Su compañero, el Oficial Raúl Brazas, se había ido hasta la comisaría
a llenar algunos papeles para acumular en el archivador. Es importante llevar
el registro para poder contestar la clásica pregunta: ¿Quién mata más: los
policías a los delincuentes o los delincuentes a los policías?
No encontró nada con qué tapar al muerto mientras esperaba que llegaran los
funcionarios estatales, por lo que se quedó mirándole los ojos negros y vacíos.
Estaba ahí desde la noche anterior (iba a seguir estando por medio día más). Se
metió un par de las pastillas rosadas que le salvaban la vida y un pedazo de
mente se le fue al pasado. Miró el reloj: eran las ocho en punto.
También eran las ocho en punto hace casi tres años, cuando llegó tarde y
corriendo a un lugar increíblemente grande y limpio. Toda la gente era blanca y
sana. Todos menos él. “Llene este formulario que en seguida vamos a llamarlo
para tomarle muestras de sangre, sudor y lágrimas”. Sí, hasta le midieron la
concentración de iones en sus lágrimas. Todo este esfuerzo era para estudiar
los efectos secundarios de la primera droga experimental capaz de mitigar los
efectos de su malformación cardíaca. Sólo había sido testeada en ratas pero al
firmar acababa de renunciar a cualquier posibilidad de demanda en caso de
perjuicios, daños o muertes.
Fue el sujeto de pruebas enfermo todas las semanas durante seis meses.
Siempre le sacaban las mismas muestras. Hasta llegó a enamorarse de la
enfermera que lo veía en el momento más esperanzador de su vida. Nunca se lo
dijo. Decirlo implicaba exponerse, vulnerabilizarse ante otra persona. Podía
implicar incluso darse la posibilidad de que lo amaran. Eso sería imposible.
Cuatrocientos veintisiete días después de la primera vez que entró a aquel
lugar increíblemente grande y limpio lleno de gente blanca y sana, el fármaco
se aprobó. Un viejo sórdido dueño de todo salió en el informativo cuando lo
lanzaron al mercado. En pantuflas, Diego corrió hasta la farmacia a comprarse
más vida pero salía demasiado cara. Demasiado. Habló con la recepcionista en el
mismo lugar donde había llenado el incómodo formulario cuatrocientos veintisiete
días antes pero no le dieron pelota.
Pasó dos meses gatillándose el arma de reglamento en el costado de la cabeza
en busca de una solución. Pero ni el riesgo de muerte lo salvaba.
El lunes siguiente todo cambió.
-Un convento de salud, señor. Eso lo haría parecer el jefe de policía más
humanitario que haya estado a cargo del cuerpo policial.
-Le parece, Miranda.
-Estoy seguro, señor.
-Que sea así, entonces.
Y ahí estaba: con su vida rengueando, pero viva. Sacudida en sus venas por
una bomba de tiempo, pero viva. Estaba vivo de milagro. ¿Pero para qué? ¿Para
esto? ¿Para cuidar a un cadáver blanco y vacío en la mitad de la calle? ¿Para
matar a un niño por unos pocos mangos? (Y eso que no sabía que todavía iba a
matar una vez más.)
Pasó todo el día allí contemplando los ojos muertos de Morales. Un ruido
trancado lo sacó de sus pensamientos.
-Diego.
-Sí.
-Estoy acá en la comisaría con el papeleo. Dejaron un sobre lacrado del
hospital con tu nombre.
-¿Del hospital? ¡Abrilo!
-Perá. Dice que por orden del juez Cortez a partir de mañana van a derogar
la ley con el convenio de salud. Por alguna razón pide que te notifiques.
¿Sabés de qué te están hablando? ¿Diego? ¿Diego?
El intercomunicvador quedó tirado en la calle asfaltada sobre la cual
cientos de pies había bailado la noche anterior al ritmo de los tambores. Diego
Miranda (el hombre de los dos egos) ya no escuchaba la voz negra del Oficial
Brazas. El pánico de la muerte no le dejó ni sospechar de la veracidad del
contenido del sobre: un juez no puede derogar una ley. (A la gente inteligente
se la engaña así: con cosas simples.)
Se tocó los ojos y estaban mojados. Se mordió el labio pero no pudo
reprimirlo. Arrimó la punta del índice y se pescó una de las lágrimas. La puso
a contraluz y pudo ver toda u infancia, todo su miedo, todo su odio y toda su
fe. Como si devolviera un insecto a la hoja que habita, la untó en el pómulo
del cadáver de loza blanca que era Morales. Ahora Diego ya no lloraba solo.
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