MARÍA ZAMBRANO
UN PASEO MUSICAL
POR “LOS INFIERNOS DE LA VIDA”
por Carlos Javier González Serrano
(El vuelo de la lechuza / 13-5-2018)
El pensamiento de la malagueña María Zambrano (1904-1991) siempre fluctuó, ya
desde sus primeros pasos, entre la filosofía y la poesía,
entre la necesidad de ofrecer un enclave racional del mundo y el anhelo de no
dejar nunca de lado la vertiente creativa y fecunda mediante la que se
despliega la realidad, no sólo la humana. Si bien vivieron periodos distintos
de la historia de España, podemos situar a Miguel de Unamuno (1864-1936) y a
María Zambrano en una línea pareja de pensamiento, cuyo cometido principal
–aunque desde luego no exclusivo– sería el de declarar la cercanía y parentesco
directo entre filosofía y poesía, rescatando de un sospechoso y flagrante
olvido cierta sabiduría poética que podemos rastrear en los orígenes
mismos de la filosofía. No en vano la propia Zambrano, así como antes Friedrich Nietzsche (1844-1900),
mostraron especial interés por el pensamiento de los presocráticos, por los
albores de la tarea viva, activa y enriquecedora del pensar.
Poetas y filósofos son, en este
sentido, casi gemelos, si es que no son la misma cosa. Zambrano reivindicó el poder de la
metáfora como original y asombrosa herramienta mediante la que nos es permitido
percibir emocionalmente el complejo entramado de las relaciones presentes en la
realidad. Por eso, la metáfora –rica
en sentido y extraña a la abstracción, a la fría racionalización– se opone al
hieratismo y la sequedad del en ocasiones aséptico e
insuficiente concepto. En Hacia un saber sobre el alma, Zambrano
muestra su nostalgia por aquellos tiempos en los que, “en sus momentos de mayor
esplendor, la Razón no hubo de temer ante estas metáforas que podemos llamar
fundamentales”. Lejos de excluir el logos, la razón, Zambrano
considera que, al contrario, cualquier discurso racional se encuentra colmado
desde el principio por una interpretación previa de la realidad, una interpretación que es siempre simbólica,
sentimental. De ahí que escribiera, decidida, que:
El sentir nos
constituye más que ninguna otra de las funciones psíquicas; diríase que las
demás las tenemos, mientras que el sentir lo somos (Para una historia de la piedad).
En este punto, Zambrano recoge el legado orteguiano del raciovitalismo y lo
supera: el filósofo madrileño se habría quedado corto en sus
investigaciones. En opinión de la malagueña, es necesario acceder a las
secciones menos conscientes, más oscuras e inexploradas del ser humano, a
la vez que ascendemos a lo “supraconsciente”, a la relación con lo divino,
aspectos y vetas del pensamiento que Ortega desechó y que incluso censuró
(denominó “mistagogos” a quienes pretendían superar la región de la
experiencia). Un asunto frente al que la alumna se rebeló sin tapujos al
maestro con muy bellas palabras:
Hace ya años sentí que no eran “nuevos principios ni una Reforma de la
Razón”, como Ortega había postulado en sus últimos cursos, lo que ha de
salvarnos, sino algo que sea razón, pero más ancho, algo que se deslice también
por los interiores, como una gota de aceite que apacigua y suaviza, una gota de
felicidad. Razón poética… es lo que vengo buscando.
No sólo los poetas y los filósofos,
sino también los músicos entienden y hacen entender de manera privilegiada los
mecanismos por los que el mundo se hace carne y se desarrolla. La propia María
Zambrano se autocatalogó en De la aurora como
una pensadora de raigambre “órfico-pitagórica”. Tanto el mítico Orfeo como los pitagóricos están
ligados, desde sus orígenes, al componente musical de la realidad, que
encierra, a partes iguales, un elemento racional (armónico-apolíneo) y un
elemento poético-irracional (melódico-dionisíaco). Del primero de ellos, y a
través de la ciencia, el ser humano ha extraído, con más o menos o menos
esfuerzo, un conocimiento que le ha permitido no quedar desvalido en su lucha
por la existencia e incluso mejorar sus condiciones de vida. Aunque, apunta
Zambrano, también la ciencia destapa y libera lo oculto de la materia, por lo
que el proceso científico es, igualmente, un proceso poético-creador. El
segundo de los elementos, el poético-irracional,
nos muestra la importancia del factor trascendente de todo acontecer: la
seguridad de que, en todo cuanto ocurre, siempre permanecerá una parte velada;
hay algo, un resto, que siempre se resiste a ser explicitado de una vez por
todas, pues toda realidad es inagotable, nos rebasa: “su verdad no es nunca
verdad conquistada, verdad raptada, violada; es revelación graciosa y gratuita,
razón poética”. La filosofía de Zambrano es, como ninguna otra, una filosofía que permanece fiel al misterio de la
experiencia como inextinguible acontecer.
Hay que tener en cuenta que, desde muy joven, María Zambrano sintió la vocación musical,
a la que, según nos cuenta ella misma en Delirio y destino,
su padre se opuso por no considerarla una “ocupación seria”. Aunque finalmente
se decantó por la filosofía, disciplina que la atrajo desde muy pronto, la
truncada posibilidad de dedicarse a la música provocó una de las primeras
crisis espirituales en Zambrano, a la que, en sus palabras, le hubiera gustado
“estudiar piano y ser concertista”. A este respecto, contamos con un entrañable
documento biográfico de la etapa segoviana, relatado por un familiar cercano
–Rafael Tomero Alarcón–, que merece la pena reproducir por entero: “Seis años
tendría ya la criatura cuando la madre, doña Araceli, la llevaba a los
conciertos que se daban en el Quiosco de la Plaza Mayor en el Teatro Cervantes,
hasta el punto de que su ilusión mayor fuera llegar a ser una virtuosa del
piano. Díjole entonces don Blas, su padre, que eso no podía ser porque él no
podía dejarle rentas para vivir y, ciertamente, eso del piano no le permitiría
vivir. Y entonces la niña María, que algo ya debía saber de la Academia de
Platón, le dijo a su padre que quería aprender geometría para estudiar
filosofía, a lo que el padre le contestó: ‘Pues con eso, hija mía, tampoco se
puede llegar muy lejos, pero sea’” (“‘Ser de soledades’: María Zambrano niña y
adolescente”). Obediente, aunque muy a su pesar, María se desentendió de la vía
profesional de la música, y nos cuenta que, por “descarte de todo lo
demás”, se inclinó por estudiar filosofía. En cualquier caso, nunca
abandonaría su gusto por la música, tampoco en su exilio, un gusto que cultivó
acudiendo a numerosos conciertos y departiendo con personalidades muy plurales
sobre diversos asuntos que enriquecieron “musicalmente” su propio pensamiento.
Aquel inicial encontronazo con las
asperezas de la existencia hizo que Zambrano juzgara que la tarea que debe
proponerse el pensar, la reflexión y, por consiguiente, la filosofía, es la
de “saber de oído”, o lo que es lo mismo, dejar hacer a la contemplación en la que, poco a
poco, emerge la verdad. La filosofía es un saber
musical, un saber que se deja escuchar en las honduras del ánimo,
del sentimiento, y que emerge hasta la razón, que intenta comprender los
efluvios emocionales, irracionales y en definitiva poéticos –creadores– de la
realidad. Sólo a través de este proceso es como el pensamiento se hace
germen y semilla. La reflexión ha de permitir la emergencia de
una quietud silenciosa (de una música silenciosa, cantada en notas
silentes pero elocuentes) en la que el alma vuela y se libera de la
angosta prisión del concepto.
Esta simbiosis
entre música y filosofía (y poesía) hizo preguntarse a Zambrano
en sus Notas de un método: “¿Será el músico, y no el filósofo,
el protagonista de la cultura en Occidente?”, lo que recuerda a aquellas
inmortales palabras de Arthur Schopenhauer (1788-1860), que más tarde
certificaría Richard Wagner (1813-1883):
“El compositor revela la naturaleza más recóndita del mundo”. Más aún, escribe
Zambrano que “la música del pensamiento sobrepasa”, en tanto que lo enhebra,
“el ir y venir de la memoria”. Si “los símbolos son el lenguaje de los
misterios”, como leemos en El hombre y lo divino,
el componente musical de la realidad permite hilar y ordenar el desarrollo de
nuestra psique, a medida que ésta va tejiendo su contacto con el mundo. La música une lo que, en un principio, estaba separado,
y lo hace en y a través de nuestro pensamiento, que acoge la abundancia y variedad
de cuanto ocurre. La música tiene, por tanto, una función genealógica y del
todo fundamental: reunir lo diverso en una unidad con sentido. El pensamiento musical, en fin, otorga un sentido a lo vivido.
Un sentido que, sin embargo, nunca puede ser concluyente. Y no puede
serlo porque la realidad, en su crear(se) permanente, hace alusión a una
trascendencia que escapa de nuestra más pedestre experiencia del mundo, que
anuncia continuas auroras, incesantes comienzos y finales, ninguno de los
cuales resulta terminante. Como en una partitura cuyas posibilidades de
interpretación nunca se agotan, tanto la música como el propio universo hacen
referencia a “lo místico”, a aquel elemento trascendente de la realidad al que,
como Zambrano aconseja, hay que dejar resonar. La realidad no es más que una
melodía que nuestro pensamiento intenta escuchar, cuyo ritmo pretende captar la
filosofía. De ahí el hermanamiento entre ésta y la música, y la alusión, en la
malagueña, de una “razón musical” (sinónimo –sostengo aquí– de la “razón
poética”).
Cuando Zambrano comenta el célebre
poema de Parménides, en el que el
presocrático aporta su parecer sobre el inamovible Ser que todo lo llena,
nuestra protagonista emplea –en Notas de un método– una
característica y brillante metáfora musical: “La aparición de lo inmóvil es una
revelación ensordecedora”, es decir, ese Ser del que habla Parménides, en tanto
que fijo y casi petrificado (aun en su constante movimiento), imposibilita la
aparición de nuevas posibilidades, de que aparezcan, precisamente, nuevas cosas
en el Ser. Lo inamovible del Ser hace que quedemos sordos
a la múltiple y rica actividad de la realidad: el mundo, como
la música, nunca se detienen en su continuo fluir; más todavía, si una sola
fuera la partitura que la realidad interpreta en su despliegue, múltiples
serían aún las interpretaciones que sobre ella podrían llevarse a cabo. Un
aspecto en el que Zambrano se acerca mucho a Nietzsche: ambos afirman el
componente interpretativo-musical de lo que acontece, nada se da de una vez por
todas, sino que todo cuanto es rompe permanentemente las cadenas que nos anclan
a aquel ensordecedor Ser de Parménides. Todo es un juego infinito de
perspectivas, una danza del pensamiento musical. Pues, como dijera Jámblico
(245-325 d.C., filósofo neoplatónico a quien Zambrano prestó no poca atención),
el tiempo “es una especie de danza del alma alrededor del pensamiento”.
Y es que estar en el mundo es darse
permanentemente el ser. Como leemos en El sueño creador,
“Nacer, en el sentido primario y en todos los demás posibles sentidos, es ir a
constituirse en la autonomía del propio ser”, matiz que fraterniza a Zambrano
con el pensamiento de Hannah Arendt (1906-1975) y
con la importancia que ésta otorga a la natalidad como el alumbramiento de
nuevas posibilidades de acción (se ha llegado a hablar, en Arendt, de una
“poética de la natalidad”). Zambrano defiende en este punto, en contra de la
“razón absoluta” de Parménides o de Descartes –que aspira a hacerse cargo del
Ser en absoluto– el uso de una razón “mediadora”, frágil pero pujante, que
llega incluso a identificar con la música: “La razón mediadora no pretende
llegar a ser, nace de una renuncia tan fecunda que hace oír la música del
pensamiento, en un instante que no lleve tiempo, salvando a la vida de su
condena a la temporalidad, al mismo tiempo que la acepta, que la trasciende” (Notas de un método). Música y filosofía, en su función
de “razón mediadora”, tienen la esencial misión de vincular el ser y la nada,
lo eterno y lo efímero: música y filosofía son los puentes que el pensamiento
tiende entre lo misterioso y lo manifestado, sólo ellas sacian nuestra “hambre de ser” y nos empujan y permiten
llenar nuestro “vacío metafísico”. Es así como podemos acceder al “mar sin
límite de las vibraciones de la vida” (Hacia un saber sobre el alma).
Pero la razón musical no invita sólo
a escuchar, a llenar con sonidos nuestra falta de sentido último, a colmarlo de
ser, sino también, y sobre todo, nos empuja a apreciar la importancia y el
papel del silencio. Lo que no puede decirse con palabras, de lo que –como
recuerda otro pensador musical, Ludwig Wittgenstein (1889-1951)–
no se puede hablar, es decir, lo que resulta inefable, es expresado
singularmente por la música: es el silencio el que escucha, el silencio es una
personificación más de la vida, que acoge en su seno el ruido, el tumulto de la
existencia. Por eso, el silencio sólo se hace escuchar cuando se elimina todo
lo que, sobre sí, tiene amontonado. El silencio resulta “incomparable,
indecible”, se encuentra “más allá de toda definición, de todo concepto” (De la aurora).
Pero el silencio encierra también una
temible y muy oscura función, cuando es empleado, precisamente, para amordazar,
para acallar voces. La voz es el instrumento que permite al ser humano
intercambiar juicios, sentimientos, inquietudes e ideas. Cuando se prohíbe su
uso, la razón poético-musical pierde la posibilidad de comunicarse, de
compartir e incluso de compadecerse de uno mismo y de los demás. Muy de cerca
vivió esta experiencia María Zambrano en su obligado y muy largo exilio
americano. Asegura, con un tajante símil, que lo primero que pierden los
muertos es la voz, su capacidad para comunicarse: “Todos los muertos
prematuros, los muertos por violencia, necesitan que se cuente su historia,
pues sólo debe ser posible hundirse en el silencio cuando todo quedó dicho”. Y concluye
con una nueva metáfora musical, en la que contrapone una distinta forma del
silencio que, ahora sí, conduce a la paz y al reposo: pues existe el sano silencio “de la razón cumplida”, de la razón que no
ha sido vulnerada o mancillada, que ha esgrimido libremente sus
argumentos; sólo ella “va a integrarse con todas las razones y a ensanchar el
curso de la armonía” (Delirio y destino), una armonía de
libertades consumadas. De nuevo, Arendt (contra el totalitarismo) y Zambrano
(contra el fascismo) unen sus esfuerzos para luchar contra la opresión del
pensamiento y de la acción.
Al igual que una pieza musical que se
abre paso a través del silencio, y que pretende además mejorarlo (en expresión
inolvidable de Beethoven), el individuo humano se
da a sí mismo el ser en un constante ejercicio poético-creativo: musical,
danzante. La música es “tiempo hecho alma en virtud del número”, como escribe
Zambrano en El hombre y lo divino: en esta
afirmación reúne la malagueña los milenarios secretos de los misterios órficos
y la sabiduría pitagórica y platónica, y con ella apela a la naturaleza musical
de la existencia, que se da en el número, en el tiempo, en el constante pasar
de los momentos, que son todo y nada a la vez. Nuevamente aparece la música
como nexo entre el ser y la nada. Es por eso que hay que “pasar por todo; hay
que pasar por los infiernos de la vida para llegar a escuchar los números de la
propia alma”, leemos en Delirio y destino,
ya que si la vida es –o puede llegar a ser– un gozo, es porque encierra la
alegría del canto.
Pues, como anota Zambrano en El sueño creador, vida y muerte son “dos modos de la
música total”: vida y muerte son sólo accidentes del acontecer melódico
incesante, más o menos abrupto, más o menos irregular, que se da en un perpetuo
juego armónico de perspectivas que, lejos de excluirse, se complementan y
perfeccionan mutuamente. “Palabra y música: de ellas se fiaba” María Zambrano,
leemos en Delirio y destino. Al fin y al
cabo, si el músico (y quien aprecia la música) es también poeta, hay que tener
en cuenta que “poeta” es, para Zambrano, aquel que se
encuentra “devorado por la nostalgia” de espacios de sentido perdidos,
“asfixiado” más que ningún otro ser por la “estrechez” del espacio que se nos
da en nuestra actualidad. La razón poética, en última instancia, nos empuja a
permanecer siempre ávidos de realidad, a no clausurarla jamás y, al fin, a
movilizar musicalmente nuestra alma.
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