16/1/16

ROLAND BARTHES

EL GRANO DE LA VOZ


(QUINTA ENTREGA)


Comparemos dos muertes cantadas -muy célebres ambas-: la de Boris y la de Melisanda. Sean cuales fueran las intenciones de Mussorsky, la muerte de Boris es expresiva, o, si así lo prefieren, histérica: se encuentra cargada de contenidos afectivos, históricos; todas las ejecuciones de esta muerte no pueden ser más que dramáticas: es el triunfo del feno-texto, la sofocación de la significancia bajo el significado de alma. Melisanda, por el contrario, sólo muere prosódicamente; se unen dos extremos, trenzados: la inteligibilidad perfecta de la denotación y el puro recorte prosódico de la enunciación; entre ambos, un hueco bienhechor, que hacía la plenitud de Boris: el pathos, es decir, según Aristóteles (¿por qué no?). la pasión tal y como los hombres la hablan, la imaginan, la idea recibida de la muerte, la muerte endoxal. Melisanda muere sin ruido; entendamos esta expresión en el sentido cibernético; nada viene a turbar al significante, y, por tanto, nada obliga a la redundancia; existe producción de una lengua-música cuya función es impedirle al cantante que sea expresivo. Como para el bajo ruso, lo simbólico (la muerte) es lanzado inmediatamente (sin mediación) ante nosotros (ello para prevenir la idea recibida según la cual aquello que no es expresivo sólo puede ser frío, intelectual: la muerte de Melisanda “emociona”; ello quiere decir que renueva algo en el interior del significante).



La melodía francesa ha desaparecido (podríamos decir incluso que cae a plomo) por muchas razones: o al menos, esta desaparición ha adoptado muchos aspectos; sin duda, ha sucumbido bajo la imagen de su origen de salón, que es, un poco, la forma ridícula de su origen de clase; la “buena” música de masas (discos, radio), no la ha tomado a su cargo, prefiriendo la orquesta, más patética (fortuna de Mahler), o instrumentos menos burgueses que el piano (el clavecín, la trompeta). Pero, sobre todo, esta muerte acompaña a un fenómeno histórico mucho más vasto y que tiene escasa relación con la historia de la música o del gusto musical: los franceses abandonan su lengua, no, ciertamente, como conjunto normativo de valores nobles (claridad, elegancia, corrección) -o, al menos, nos inquietamos poco por esto, dado que son valores institucionales-, sino como espacio de placer, de goce, lugar en el que el lenguaje se trabaja para nada, es decir, en la perversión (recordemos aquí la singularidad -la soledad- del último texto de Phillipe Sollers, Lois, que vuelve a poner en escena el trabajo prosódico y métrico de la lengua).

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