ROLAND
BARTHES
EL
GRANO DE LA VOZ
(QUINTA ENTREGA)
Comparemos dos muertes
cantadas -muy célebres ambas-: la de Boris y la de Melisanda. Sean cuales fueran
las intenciones de Mussorsky, la muerte de Boris es expresiva, o, si así lo prefieren, histérica: se encuentra cargada
de contenidos afectivos, históricos; todas las ejecuciones de esta muerte no
pueden ser más que dramáticas: es el triunfo del feno-texto, la sofocación de
la significancia bajo el significado de alma. Melisanda, por el contrario, sólo
muere prosódicamente; se unen dos
extremos, trenzados: la inteligibilidad perfecta de la denotación y el puro
recorte prosódico de la enunciación; entre ambos, un hueco bienhechor, que
hacía la plenitud de Boris: el pathos,
es decir, según Aristóteles (¿por qué no?). la pasión tal y como los hombres la hablan, la imaginan, la idea recibida de
la muerte, la muerte endoxal.
Melisanda muere sin ruido; entendamos
esta expresión en el sentido cibernético; nada viene a turbar al significante,
y, por tanto, nada obliga a la redundancia; existe producción de una
lengua-música cuya función es impedirle al cantante que sea expresivo. Como
para el bajo ruso, lo simbólico (la muerte) es lanzado inmediatamente (sin
mediación) ante nosotros (ello para prevenir la idea recibida según la cual
aquello que no es expresivo sólo puede ser frío, intelectual: la muerte de
Melisanda “emociona”; ello quiere decir que renueva algo en el interior del
significante).
La melodía francesa ha
desaparecido (podríamos decir incluso que cae a plomo) por muchas razones: o al
menos, esta desaparición ha adoptado muchos aspectos; sin duda, ha sucumbido
bajo la imagen de su origen de salón, que es, un poco, la forma ridícula de su
origen de clase; la “buena” música de masas (discos, radio), no la ha tomado a
su cargo, prefiriendo la orquesta, más patética (fortuna de Mahler), o
instrumentos menos burgueses que el piano (el clavecín, la trompeta). Pero,
sobre todo, esta muerte acompaña a un fenómeno histórico mucho más vasto y que
tiene escasa relación con la historia de la música o del gusto musical: los
franceses abandonan su lengua, no, ciertamente, como conjunto normativo de
valores nobles (claridad, elegancia, corrección) -o, al menos, nos inquietamos
poco por esto, dado que son valores institucionales-, sino como espacio de
placer, de goce, lugar en el que el lenguaje se trabaja para nada, es decir, en la perversión (recordemos aquí la
singularidad -la soledad- del último texto de Phillipe Sollers, Lois, que vuelve a poner en escena el
trabajo prosódico y métrico de la lengua).
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