SAÚL IBARGOYEN
PORCA MISERIA (4)
“CADA EVENTO está constituido, en apreciable medida, por
incontables negaciones, y el evento ocurre en última instancia si una buena
porción de lo negativo es neutralizada.” Esta presunta ley, hallada en un
libraco desportillado y abandonado entre montonales de basura, cuando estaba
por cumplir mis quince años, ejerció sobre mi ingenua representación del mundo
un peso ideológico tal vez excesivo. La cita no está hecha a pura memoria pero
sí con el apoyo de las anotaciones insertadas en una libreta escolar. En sus
páginas puedo repasar todavía algunos versos de Miguel de Unamuno (“no me mires
a los ojos / sino a la mirada mira…” o de Rubén Darío (“dichoso el árbol / que
es apenas sensitivo…”) o la recia afirmación del general José Artigas: “naide
es más que naide”… El mencionado libro se titulaba Apuntes de filosofía para analfabetos, de autor para mí todavía
desconocido, pues sus señas no figuraban en el lomo del volumen ni en la
portada interior ni en la página legal. Es más, alguien se había ocupado de
recortar las páginas donde suele asentarse la información autoral.
El estado físico del libro exigía una encuadernación adecuada
a su grosor, a las casi colgantes tapas y a la calidad del papel. Nunca pude
llevar a cabo esa reconstrucción por falta de dinero o por simple descuido. El
hecho es que la obra estaba conmigo cuando nos cambiamos a otra casa, menos
amplia que la descripta líneas arriba o líneas abajo, según quede el diseño en
libro de esta memoriosa labor.
El nuevo barrio, que apenas conocíamos por referencias
de amigos, era bastante tranquilo, una zona de quietud a unas tres o cuadras de
una poderosa avenida que cruzaba casi toda la capital de oeste a este, o al
revés. Aunque la ciudad no llegaba a los ochocientos mil habitantes, al no
existir en ese entonces un adecuado sistema de transporte público y / o
privado, muchas personas salían muy poco de sus hábitat que en realidad se
constituían como sectores de una unidad urbana, pero separados por fronteras
que la mera práctica social había establecido. Se trataba de límites que, en
ciertos casos, era mejor no traspasar. Determinadas calles o plazas o avenidas o
canchas de fútbol oficiaban de muros invisibles, siempre vigiladas por el “ojo
social”. Cualquier persona extraña de cualquier edad, era detectada de
inmediato y se ponía en marcha un sutil movimiento de alerta y rechazo. Cada
núcleo barrial marcaba sus linderos, aunque había franjas como tierra de nadie,
lo que estimulaba conflictos perturbadores. Eso sucedía, y aun sucede, en los
barrios carenciados, pero no estoy aquí para jugar al sociólogo.
La calma asentada en las calles que no conocíamos, no
duró muchos meses. Llegó el tiempo de las elecciones generales, para los cargos
de presidente de la república, vicepresidente y legisladores nacionales. En la
esquina de casa se había instalado un club político de un partido burgués que,
junto con otro, eran llamados erróneamente de “tradicionales”. Hoy son
simplemente de derecha, con matices fascistoides. La función del club era la de
recabar votos en trueque de bolsas de alimentos, ropa, juguetes, cajas de
cerveza, obtención de documentos, promesas de empleo.
En todo barrio como en todo pueblo chico, suele haber un
anarquista o un comunista o un ateo o un loco o un poeta. Aquella pequeña
población incrustada al norte de la ciudad, cuya inercia social estaba
protegida por su lejanía del centro urbano y por un relativo respeto de los
barrios circundantes. Es que tampoco había nada que pudiera promover
tentaciones de provecho material, “¿quién les roba a los pobres, digamé?, y más
si somos gente de trabajo”, era el argumento conclusorio de doña Francisca, una
especie de líder que ayudaba en el club político, instalado en su propia casa,
en un cochera sin coche que albergar.
Se decía que el partido de los blancos le pagaba la
renta, y que en otros años la había pagado el partido de los colorados.
“No tengo compromiso con naides, ¿saben, muchachas?”
solía decir esto a sus comadres, que no eran pocas, cuando la campaña electoral
entraba en el barrio.
Pero el anarco o comunista infaltable reaparecía también
para iniciar una pelea ideológica en la que se confrontaban dos lenguajes
distintos, el de la política llevada a categoría de ciencia, y el de la
ignorancia que acepta por verdades lo que el discurso oficial inyecta cada día.
La portadora de ese discurso era doña Francisca.
Organizaba reuniones en el club, al amparo de banderas
blancas y azules y de la oferta de sándwiches, pasteles, refresco y cerveza,
bocados infrecuentes para señoras reunidas en la ex cochera de su casa. Como su
voz llegaba a grandes distancias, no necesitaba micrófono ni amplificadores.
“Estas elecciones son las de adeveras, ¡nuestro partido
tiene que ganar y se acabó! ¡Pa’ eso estamos aquí, pa’ empujar con nuestro voto
al mejor candidato, pa’ salvar la democracia de los jodidos comunistas, de los
anarcos que no sirven ni pa’ lavarse los calzones!”
Entre masticados alimentos y tragos veloces, las
asistentes que nutrían la cochera, apoyaban con gestos faciales y manoteos al
aire la fuerte oratoria de doña Francisca. A partir de esos días, he creído que
aquel pobrerío femenino iba solo a comer y que la lideresa actuaba en busca de
un cargo en la burocracia.
De aquellas elecciones en adelante, el barrio se
transformó rápidamente como un eco de la crisis que retumbaba en todo el país.
La mayoría de sus habitantes no entendería nunca las causas, aunque sufriría
los efectos. Varios negocios clausuraron actividades: la carnicería, el mercado
de vegetales, la panadería, la farmacia. Pero un burdel tuvo su lugar, en calle
cerrada de escaso tráfico.
El comunista local decía, y hasta desparramó su
propaganda en volantes hechos a mano, que el negocio burdelesco era parte del
pago a la lideresa por su colaboración
con el triunfo de los blancos:
“¡Doña Francisca es la dueña del quilombo, trajeron
mulatas de la frontera norte, pobres gurisas hambrientas de nacimiento!”
Mis padres decidieron, como se dice, levantar campamento
otra vez. El día anterior a la mudanza, di mi postrera recorrida por las ahora
inseguras calles. Había personas como sombras sentadas en la acera, había menos
perros, los árboles no habían sido podados, las bolsas de basura llevaban una
semana sin ser recogidas, y el olor se despertó de golpe en mí, y no sé todavía
el porqué, regresé corriendo a la casa a buscar el libro aquel. Lo ubiqué entre
pilas de cajas y objetos que de pronto se me hicieron confusos, era solo otra
mudanza, pero yo no sabía si estaba ahí o en una vivienda anterior. Me agarré
al libro, que pesaba lo suyo, como si me aferrara a un trozo de tiempo que
debía paralizarse para que yo no desapareciera.
Al día siguiente, sentado en la parte trasera del camión
de mudanza, abrí azarosamente el volumen y leí lo que ahora transcribo de mi
antigua libreta:
“Si el evento no se cumple en razón de las cargas
negativas, es posible aún reunirlas en un acto de gran precisión intelectual y
espiritual, pero de tal modo que, al despertar la dialéctica natural que todo
objeto contiene para sí, el mismo evento se convierta en una iluminación
inédita… Quienes adoran la lucha entre la sombra y la luz pueden salir
decepcionados, porque no aceptarán que ambas sean la síntesis de la unicidad
del tiempo-materia-energía. Tampoco estarán de acuerdo sobre la posibilidad de
que la fuerza gravitatoria actúe por escalas y no de un modo compacto, sin
fluctuaciones…”
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