ESTHER MEYNEL
LA PEQUEÑA CRÓNICA DE ANA MAGDALENA BACH
NOVENA ENTREGA
2 (4)
DE LA JUVENTUD DE SEBASTIÁN EN EISENACH, LÜNEBURG Y ARMSTADT; DE SU
PRIMER MATRIMONIO EN MÜHLHAUSEN Y DE SU VIDA EN WEIMAR Y EN CÖTHEN
Desgraciadamente, poco tiempo después
de su traslado a Lunemburgo, sufrió el cambio de voz y tuvo que ganarse la vida
dando lecciones de violín y dedicándose a tocar acompañamientos. Tenía un don
natural para todos los instrumentos y tocaba el violín, la viola, la espineta,
el clavicordio, el címbalo, la viola pomposa y, sobre todo, el órgano, su
instrumento favorito, que lo tocaba como probablemente no habrá vuelto a
tocarlo nadie en este mundo. No digo que a los quince años poseyese ya esa
perfección; pero, cuando le conocí, había llegado a la plenitud. En aquella
época, lo único que no tocaba todavía era la viola pomposa, instrumento que él
mismo inventó unos años más tarde. Desearía escribir esta crónica con toda
precisión, con la misma precisión que él hubiera deseado, pues recuerdo cómo
caía su mano en mi hombro cuando hacía alguna observación inexacta o me había
equivocado de tecla al tocar el clavicordio. Era una sacudida suave, medio
tierna, medio irritada. ¡Con qué placer aceptaría la culpa de una falta de esas
si pudiese sentir otra vez su mano sobre mi hombro!
Al llegar aquí, quiero hacer la
observación de que tenía unas manos verdaderamente notables. Eran grandes, muy
anchas y de un alcance extraordinario en el teclado del clavicordio. Podía
sujetar una tecla con el pulgar y otra con el meñique y, al mismo tiempo, tocar
cualquier cosa con los dedos restantes, como si tuviese la mano completamente
libre. Con la mayor naturalidad podía ejecutar trinos con cualquiera de los dedos
de ambas manos y, simultáneamente, tocar los más complicados contrapuntos. Hoy
me parece que para él no había nada imposible ante los teclados del órgano,
sino que todo le era fácil y sencillo. Y, sin embargo, aseguraba que su
virtuosidad sólo era producto de su aplicación, y que podría alcanzarla todo el
que se lo propusiese con verdadero entusiasmo. Pero ni los mejores de sus
alumnos le daban la razón en ese punto, pues, conforme iban siendo mejores
músicos, más se admiraban de su genio, que sólo él poseía y que era imposible
de adquirir ni aun con la mayor aplicación y el mayor entusiasmo. Sebastián no
sentía orgullo alguno de sus maravillosos talentos y los consideraba como si no
le perteneciesen. La vida de la música era su única vida, y el músico sólo era
un instrumento que no tenía por qué presumir de sus cualidades.
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