FRANCISCO
ESPÍNOLA
EL
HOMBRE PÁLIDO
I
Todo el día estuvo
toldado el sol, y las nubes, negruzcas, inmóviles en el cielo, parecían apretar
el aire, haciéndolo pesado, bochornoso, cansador.
A eso del atardecer,
entre relámpagos y truenos, aquéllas aflojaron y el agua empezó a caer con
rabia, con furia casi; como si le dieran asco las cosas feas del mundo y
quisiera borrarlo todo, deshacerlo todo y llevárselo bien lejos.
Cada bicho escapó a su
cueva. La hacienda, no teniendo ni eso, daba el anca al viento y buscaba
refugio debajo de algún árbol, en cuyas ramas chorreaban los pajaritos, metidos
a medias en sus nidos de paja y de pluma.
En el rancho de
Tiburcio estaban solas Carmen, su mujer y Elvira, su hija.
El capataz de tropa de
don Clemente Farías, había marchado para “adentro” hacía una semana.
En la cocina negra de
humo se hallaban, cuando oyeron ladrar el perro hacia el lado del camino. Se
asomó la muchacha y vio a un hombre desmontar en la enramada con el poncho
empapado y el sombrero como trapo por el aguacero.
-¡León! ¡León! ¡Fuera!
Entre para acá -gritó Elvira.
-¿Quién es? -preguntó
la vieja sin dejar de revolver la olla de mazamorra.
-No lo conozco.
La joven volvió al lado
de su madre y quedó expectante.
-Buenas tardes.
Agachándose -la puerta
era muy baja-, el hombre entró.
-Buenas. Siéntese. ¿Lo
ha derrotado l`agua? Sáquese el poncho y arrimeló al fogón.
-Sí, es mejor. Aquí, no
más.
El hombre colgó su
poncho negro en un gran clavo cerca del fuego y sacudió el sombrero. Después se
sentó en un banco.
-¿Viene de lejos?
-curioseó la madre.
-De Belastiquí.
-¿Y va?
-Pa l’estancia’e
Molina, en el Arroyo Grande. Pensaba llegar hoy a San José, pero me apuré mucho
por el agua y traigo cansadazo el caballo. Así que si me deja pasar la noche...
-Comodidá no tenemos...
puede traer su recao y dormir aquí, en todo caso.
-¡Cómo no!... Estoy
acostumbrao.
La muchacha, ahora
acurrucada en un rincón, lo miraba de reojo. Y cuando oyó que iba a quedarse,
sintió clarito en el pecho los golpes del corazón.
Es que cada vez más le
parecía que aquel hombre delgado y alto, de cara pálida en la que se enredaba
una negrísima barba que la hacía más blanca, no tenía aspecto para tranquilizar
a nadie...
La vieja le interrumpió
sus pensamientos diciendo:
-A ver, aprontá un
mate.
Y siguió revolviendo la
mazamorra, mientras daba conversación al forastero, que acariciaba el perro y
retiraba la mano cuando éste rezongaba desconfiado de tanto mimo.
Elvira tiró la yerba
vieja, puso nueva, le hizo absorber primero un poco de agua tibia para que se
hinchara sin quemarse. En seguida, ofreció el mate al desconocido. Éste la miró
a los ojos y ella los bajó, trémula de susto. No sabía por qué. Muchas veces
habían llegado así, de pronto, gente de otros pagos que dormían allí y al otro
día se iban. Pero esa nochecita, con los ruidos de los truenos y la lluvia, con
la soledad, con muchas cosas, tenía un tremendo miedo a aquel hombre de barba
negra y cara pálida y ojos como chispas.
Se dio cuenta de que él
la observaba. Los ojos encapotados, sorbiendo lentamente el mate, el hombre
recorría con la vista el cuerpo tentador de la muchacha...
¡Oh, sí!, había que
cansar muchos caballos para encontrar otra tan linda. Brillante y negro el
pelo, lo abría al medio una raya y caía por los hombros en dos trenzas largas y
flexibles. Tenía unos labios carnosos y chiquitos que parecían apretarse para
dar un beso largo y hondo, de esos que aprisionan toda una existencia. La carne
blanca, blanca como cuajada, tibia como plumón, se aparecía por el escote y la
dejaban también ver las mangas cortas del vestido. El pecho abultadito, lindo
pecho de torcaza; las caderas ceñidas, firmes; las piernas que se adivinaban
bien formadas bajo la pollera ligera; toda ella producía unas ansias extraña en
quien la miraba, entreveradas ansias de caer de rodillas, de cazarla del pelo,
de hacerla sufrir apretándola fuerte entre los brazos, de acariciarla tocándola
apenitas... ¡yo qué sé!, una mezcla de deseos buenos y malos que viboreaban en
el alma como relámpagos entre la noche. Porque si bien el cuerpo tentaba el
deseo del animal, los ojos grandes y negros eran de un mirar tan dulce, tan
real, tan tristón, que tenían a raya el apetito, y ponían como alitas de ángel
a las malas pasiones...
Embebecido cada vez más
en la contemplación, el hombre sólo al rato advirtió que la muchacha estaba
asustada. Entonces, algo le pasó también a él.
Su mano vacilaba ahora
al tenerla para recibir o entregar el mate.
Elvira iba entre tanto
poniendo la mesa. Luego, los tres se sentaron silenciosos a comer. Concluida la
cena, mientras las mujeres fregaban, el hombre fue bajo la lluvia hasta la
enramada, desensilló, llevó el recado a la cocina y se sentó a esperar que
hicieran la lidia jugando con el perro, con León que, por una presa tirada al
cenar, había perdido la desconfianza y estaba íntimo con el desconocido.
-¡Mesmo qu`el hombre! -pensó
éste.
Y siguió mirando el
fuego y, de reojo, a Elvira.
Cuando terminaron la
tarea, la madre desapareció para tornar con unas cobijas.
-Su poncho no se ha
secao. Hasta mañana, si Dios quiere.
-Se agradece.
-¡Buenas noches! -deseó
la muchacha cruzando ligero a su lado con la cabeza baja.
-Buenas.
Las dos mujeres
abrieron la puerta que comunicaba con el otro cuarto, pasaron y la volvieron a
cerrar. Al rato, se oyó el rumor de las camas al recibir los cuerpos, se apagó
la luz... Todo fue envolviéndose en el ruido del agua que caía sin cesar.
El hombre tendió las
cacharpas, se arrebujó en las mantas con el perro y sopló el candil.
El fogón, mal apagado,
quedó brillando.
II
Un rato después se
empezó a oír la respiración ruidosa y regular de la vieja. Pero en la cama de
Elvira no había caído el descanso. Ahora que su madre dormía, el miedo la
ahogaba más fuerte. El corazón le golpeaba el pecho como alertándola para que
algún peligro no la agarrara en el sueño, y su vista trataba en vano de
atravesar las tinieblas... De cuando en cuando rezaba un Ave María que casi
nunca terminaba, porque lo paraba en seco cualquier rumor, que la hacía sentar
de un salto en la cama.
A eso de la media
noche, bien claro oyó que la puerta de la cocina que daba al patio había sido abierta,
y hasta le pareció sentir que el aire frío entraba por las rendijas. Tuvo
intención de despertar a su madre, pero no se animó a moverse. Sentada, con los
ojos saltados y la boca abierta para juntar el aire que le faltaba, escuchó. No
sintió nadita. Y aquel silencio, después de aquel ruido, la asustaba más aún.
No sentía nadita, pero en su imaginación veía al hombre de la barba negra
clavándole los ojos como chispas; veía el poncho negro, colgado del clavo,
movido por el viento como anunciando ruina... y como para convencerla de que
era verdad que la puerta había sido abierta, seguía sintiendo el aire frío y
percibía más claramente el ruido de la lluvia...
En efecto: el hombre,
que se echó no más, sobre el recado, se había levantado, lo llevó otra vez a la
enramada y, después de ensillar, había salido a pie hasta la manguera que
estaba como a una cuadra dejándose pintar de rosado por los relámpagos. El agua
le daba en la frente. Por eso avanzaba con la cabeza gacha.
Otro hombre le salió al
encuentro, el poncho y el sombrero hecho sopa. Era un negro.
-¿Están las mujeres
solas? -preguntó ansioso.
Sombrío el otro
respondió:
-Sí.
-La plata tiene
qu`estar en algún lao. Empecemos.
-No. No empezamos.
-¿Qué hay?
-Hay que yo no quiero.
-¿Qué no querés?
-Sí, que no quiero.
-¿Pero estás loco?
-Peor pa mí si
m`enloquecí. Pero ya te dije. Vamonós p`atrás.
-¿El qué?
-No hay qué que te
valga. Como siempre, te acompaño cuando quieras; pero esta noche, no. Y aquí,
menos.
-¡Hum! Si te salieran
en luces malas los que has matao, te ciegaría la iluminación, y ahora te ha
entrao por hacerte el angelito.
-Nadie habla aquí de
bondá. Digo que no se me antoja y se acabó.
-Peor pa vos. Iré yo
solo. ¡Que tanto amolar por dos mujeres!
-Es que vos tampoco vas
a ir.
-¿Desde cuando es mi
tutor el que habla?
-Desde que tengo la
tutora -bramó el interpelado tanteándose la daga.
-¡Ah! ¿Querés peliar?
¡Me lo hubieras dicho antes! Seguramente ya habrás hecho la cosa y quedrás la
plata pa vos solo. Pero no te veo uñas, mi querido. Venite no más -y desenvainó
su cuchillo.
-¡Callate, negro de los
diablos! -rugió el otro yéndosele arriba.
A la luz de los
relámpagos, entre los charcos, los dos hombres se tiraban a partir. El de la
barba negra, medio recogido el poncho con la mano izquierda, fue haciendo un
círculo para ponerse de espaldas a la lluvia. Comprendiendo el juego, el negro
dio un salto. Pero se resbaló y se fue del lomo. El otro esperó a que se
enderezara y lo atropelló. La daga, entrando de abajo a arriba, le abrió el
vientre y se le hundió en el tórax.
-¡Jesús, mama! -exclamó
el negro.
Fue lo único que dijo.
La muerte le tapó la boca.
El otro, en las mismas
ropas del difunto limpió su daga. Después enderezó chorreando agua, montó y
salió como sin prisa, al trotecito.
-¡Pucha que había sido
cargoso el negro! -murmuraba-. ¡Le decía que no, y el que sí, y yo que no, y
dale! ¡Estaba emperrao!...
La lluvia, gruesa,
helada, seguía cayendo.
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