GUILLERMO
ENRIQUE HUDSON
LA
TIERRA PURPÚREA
SEPTUAGESIMOQUINTA ENTREGA
XVIII
/ ¡DESCANSA EN TU ROCA, ANDRÓMEDA! (4)
Los militares que
leyeren esta sencilla relación, sin adornos, de un combate oriental, pudieran
estar dispuestos a criticar la táctica de Santa Coloma; pero es preciso
recordar que sus hombres eran, como los árabes, jinetes solamente o poco más;
por otra parte, estaban armados con sable y lanza, armas que necesita mucho
espacio para usarlas con eficacia. Sin embargo, examinando todas las
circunstancias, hizo, en mi opinión, justamente lo que debía. Sabía que sus
fuerzas eran demasiado débiles para hacer frente como de ordinario al enemigo,
y que si no peleaba ahora, su prestigio momentáneo se disiparía como el humo y
que el levantamiento fracasaría. Habiendo decidido arriesgarlo todo, y sabiendo
que en una batalla cuerpo a cuerpo será infaliblemente derrotado, su único plan
era mostrarse atrevido, formar a su gente en columnas macizas y arrojarlas
contra el enemigo, producir un pánico entre sus adversarios, y así arrebatar
una victoria.
La descarga de
carabinas con la que nos recibieron no nos causó ninguna baja. Yo, por lo menos
no vi a ningún caballo cerca de mí perder su jinete, y en pocos momentos
estábamos precipitándonos por entre las filas del enemigo que avanzaba. Un
grito de triunfo prorrumpió de los pechos de nuestros hombres al ver que
nuestros cobardes adversarios huían de nosotros en todas direcciones. Galopamos
victoriosamente adelante hasta alcanzar el pie de la loma, donde hicimos alto,
pues teníamos enfrente al riachuelo de San Pablo, y no valía la pena seguir a
los pocos hombres esparcidos que lo habían cruzado y huían precipitadamente
como avestruces acosados. De repente, con un estruendoso alarido, un crecido
número de Colorados se abalanzó
estrepitosamente cuesta abajo a nuestra espalda y flanco, y un terror pánico se
apoderó de nuestras filas. Los débiles esfuerzos que hicieron algunos de
nuestros oficiales para que volviéramos y le hiciéramos frente al enemigo,
fueron inútiles. No me es posible hacer una clara relación de lo que sucedió
después de eso, porque durante algunos minutos, todos, amigos y enemigos,
estuvimos mezclados en la más desordenada confusión; y cómo me libré sin haber recibido
ni un rasguño, es un misterio para mí.
Más de una vez tuve
violentos encuentros con Colorados,
cuyos uniformes les distinguían de nuestros hombres, y me dirigieron varios
feroces sablazos y lanzadas, pero de una u otra manera escapé a todos. Descargué
los seis tiros de mi revólver Colt, pero no sabría decir si las balas dieron en
el blanco. Por último, me hallé rodeado de cuatro de nuestros hombres que
espoleaban furiosamente sus caballos para salir de la pelea.
-¡Déle guasca, mi
capitán, venga con nosotros por aquí! -me gritó uno de ellos que siempre
insistía en darme un título al que no tenía derecho.
Mientras nos
alejábamos, orillando la cuchilla en dirección al sur, me aseguró que todo
estaba perdido, y en prueba de ello, señaló a los esparcidos grupos de nuestros
hombres que huían del campo de batalla en todas direcciones. Sí; estábamos
derrotados; eso era muy evidente, y no necesité hacerme rogar por mis
compañeros fugitivos para espolear mi caballo a toda su carrera. Si la mirada
de lince de Santa Coloma pudiese haberme visto en aquel momento, habría añadido
a la lista de los rasgos característicos orientales con los que me había
revestido, la facultad, no inglesa, de saber cuándo estaba vencido. Creo que yo
deseaba salvar el pellejo -el garguero decimos en la Banda Oriental- tanto como
cualquier otro jinete allí presente, sin exceptuar el muchacho de cara de mono
y voz chillona.
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