GUILLERMO
ENRIQUE HUDSON
LA
TIERRA PURPÚREA
NONAGESIMOPRIMERA ENTREGA
XXIII
/ LA BANDERA COLORADA DE LA VICTORIA (4)
-Gracias, señor. Toda
mi vida he pasado aquí. Cuando era niña, mi hermano se incorporó en el
ejército, entonces murió mi madre y me dejaron aquí sola, porque había
comenzado el sitio de Montevideo y yo no podía ir allá. Por último mi padre fue
gravemente herido en una acción y lo trajeron, para acá, creyéndose que
moriría. Estuvo muchos meses en cama, su vida pendiendo de un hilo. Por fin,
triunfaron nuestros enemigos; terminó el sitio y los caudillos Blancos estaban
todos muertos o desterrados. Mi padre había sido uno de los oficiales más
valientes en las fuerzas de los Blancos, y no podía escapar a la persecución
general. Sólo esperaron que sanara para hacerlo preso y llevarlo a la capital,
donde, sin duda, lo habrían fusilado. Mientras estaba en ese delicadísimo
estado de salud, nos colmaron de toda laya de indignidades y agravios. El
comandante de este Departamento se apoderó de nuestros caballos, mataron nuestro
ganado o se lo llevaron y vendieron, registraron nuestra casa en busca de
armas, mientras que cada semana venía un oficial a ver a mi padre para informar
a las autoridades respecto de su salud. Un motivo de este odio, era que
Calixto, mi hermano, se había escapado y seguía guerrilleando contra el
gobierno en la frontera brasilera. Por fin, mi padre mejoró lo suficiente para
poder arrastrar un pie tras otro, y todos los días daba una vuelta durante una
hora, apoyado en alguien; entonces mandaron a dos hombres armados para que
vigilaran la casa e impidieran que mi padre escapase. Así estábamos viviendo en
un terror continuo, cuando un día llegó un oficial y me mostró una orden escrita
por el comandante. No me la leyó, pero dijo que toda persona en el Departamento
de Rocha, desplegase una bandera colorada en su casa para celebrar una victoria
que habían obtenido las tropas del gobierno. Le dije que no queríamos
desobedecer las órdenes del comandante, pero que no teníamos ninguna bandera
colorada. Repuso que había traído una para ese objeto. La desdobló y la fijó a
un palo, y entonces, trepando al tejado, la plantó allí. No contento con estos
insultos, me ordenó que despertara a mi padre que estaba durmiendo, para que él
también pudiese ver la bandera enarbolada sobre la casa. Mi padre salió apoyado
en mi hombro, y cuando levantó la vista y vio la bandera colorada, se volvió al
oficial y lo hartó de maldiciones. “Vuélvete” gritó, “al perro de tu patrón, y
dile que el Coronel Peralta es siempre un Blanco, a pesar de su infame bandera.
Dile a ese insolente esclavo del Brasil que cuando yo quedé inhabilitado,
entregué mi espada a mi hijo Calixto, quien sabe usarla, y se bate por la
independencia de su patria.” El oficial que ya había montado a caballo se rio,
y tirando a nuestros pies por orden de la comandancia, saludó irrisoriamente y se
fue al galope. Mi padre recogió el papel y leyó estas palabras: “Decrétase que
se despliegue en toda casa de este Departamento una bandera colorada, en señal
de regocijo por las buenas noticias recibida de una victoria obtenida por las
tropas del gobierno, en la que aquel desleal hijo de la República, el famoso
asesino y traidor, Calixto Peralta, fue muerto.”
-¡Ay, señor! Amando a
su hijo sobre todas las cosas de la vida, esperando tanto de él y con su salud
quebrantada por tantos años de largos sufrimientos, mi pobre padre no pudo
soportar este último golpe. Desde aquel cruel momento perdió por completo la
razón; debemos a esa calamidad que no le hayan fusilado y que nuestros enemigos
dejaran de molestarnos.
Demetria derramó
algunas lágrimas mientras me contaba esta trágica historia. ¡Pobre mujer! De
ella misma apenas había dicho una palabra, y sin embargo, ¡cuán grande y
duradero no había sido su sufrimiento! Fui profundamente conmovido y tomándole
la mano, le expresé cuánto me había apenado oír su aflictiva historia. Entonces
se levantó y me dijo “buenas noches” con una triste sonrisa -triste, pero era
la primera sonrisa que había animado su rostro desde que la había visto. Bien
podía imaginarme que hasta la simpatía de un extraño debía parecerle dulce en
aquella desolación.
Después que se fue,
encendí un cigarro. La noche había perdido su carácter misterioso, y mis
fantásticas supersticiones se habían desvanecido. Me hallaba otra vez en el
mundo de los hombres y mujeres; y sólo podía pensar en la inhumanidad de los
hombres para con sus semejantes y del infinito dolor que tantos corazones
soportaban en silencio en aquella Tierra Purpúrea. El único misterio que
todavía quedaba por aclarar en esa ruinosa estancia, era el tal don Hilario que
le echaba llave al vino y a quien la Ramona, con amarga ironía, llamaba patrón,
y que lo había creído necesario excusarse, aquella noche, al privarme de su
preciosa compañía.
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