DEL JAZZ AL UNIVERSO Y MÁS ALLÁ
Un libro de Stephon
Alexander, físico y saxo tenor, revela la relación profunda de la música con el
cosmos, y el inmenso poder creativo de la metáfora
por Javier Sampedro
(El País / Madrid /
12-3-2017)
Para un enamorado
de la física y
el jazz un
libro titulado El jazz de la física ejerce la
atracción gravitatoria de un agujero negro y hace volar la mente por los
confines del cosmos. Los que solo aman una de esas dos materias, o ninguna,
pueden leer esta obra y dejarse arrastrar por el influjo de las relaciones ocultas entre disciplinas dispares,
por el inmenso poder creativo de la metáfora.
Imagina dos peces
que hablan entre sí en un río, cerca del precipicio de una cascada. Sus
mensajes viajan a la velocidad del sonido en el agua, lo que no está mal para
el espeso discurso que podemos esperar de esa especie acuática. El pez más
afortunado se queda varado entre las raíces de un nenúfar, mientras el otro
deriva de manera fatal hacia la cascada. Pese a ello pueden seguir hablando sin
problemas; la voz del pez varado viaja ayudada por la corriente, y la del pez
condenado viaja contra corriente y tarda más en llegar a su interlocutor, pero
la charla sigue.
De pronto, en el
mismo momento en que el segundo pez cruza el borde del precipicio, la situación
cambia radicalmente. El pez que cae por la cascada sigue recibiendo el sonido
del otro, pero sus gritos de auxilio ya no llegan a su interlocutor. La velocidad
con que el agua cae por la cascada es mayor que la del sonido, y el pobre pez
ha desaparecido de su mundo a todos los efectos.
LA LEY DE HAWKING
El físico Stephen
Hawking, una de las inspiraciones de Stephon Alexander, formuló hace años lo
que algunos han denominado ley de Hawking sobre la divulgación
científica: cada ecuación que pones en un libro reduce las ventas a la mitad.
No pretendía ser más que un sarcasmo, pero tiene un átomo de verdad. La mala
educación matemática en los colegios de todo el mundo ha causado que la mera visión
de una fórmula induzca rechazo, temblores y sudores fríos en la población
lectora. Y eso es un verdadero problema, porque la física no se puede entender
a fondo sin las matemáticas que la fundamentan y la hacen avanzar. Las
ecuaciones, como dice Alexander, son el sexto sentido del físico, un sentido
que le permite ver conceptos que ni hubiera imaginado sin
ellas.
A Alexander, sin
embargo, no le dan miedo las ecuaciones. No cree en la ley de Hawking. Su
enfoque, más bien, es sumergir al lector en ellas, y explicárselas paso a paso,
desde los fundamentos que todos entendemos. Las matemáticas no pueden ser
incomprensibles: son la base del entendimiento de la naturaleza. Los malos
profesores son otra cuestión.
Cambiando el sonido
por la luz, esta pequeña historia es la metáfora perfecta de un agujero negro, el objeto más exótico y enigmático que
ha descubierto la ciencia. El borde de la cascada representa el
“horizonte de sucesos” del agujero negro, la frontera a partir de la que
cualquier cosa, pez o astronauta, materia o energía, cae con tal velocidad
hacia la atracción gravitatoria fatal del agujero negro que no puede escapar de
él. Ni siquiera la luz puede escapar, de ahí que se llame negro.
Es solo una de las
mil metáforas que plantea Stephon Alexander, físico y saxo tenor, en su
libro El jazz de la física, recién publicado en la colección
Metatemas de Tusquets. El ejemplo de los peces no tiene relación con el jazz
—solo la tiene con el sonido—, pero hay un motivo sólido para mencionarla: que
la razón última del libro es mostrar el poder de la analogía y la metáfora para
el pensamiento, también el pensamiento científico. Y porque explica con
transparencia el horizonte de sucesos de un agujero negro, uno de los conceptos
más radicales y complejos de la ciencia.
Pero El jazz de la física no es solo un título con
gancho. El libro responde a las expectativas. Alexander es un buen físico
teórico, formado con los mejores científicos y profesor en la Universidad de
Brown, y también un solvente saxofonista de jazz. Su pasión, y sus estudios de
media vida, se reparten a partes iguales entre John
Coltrane y Albert
Einstein. Y, cuando una mente creativa se sumerge a fondo en dos
campos distintos, no es infrecuente que emerja una metáfora, un nexo recóndito
y penetrante entre dos conocimientos previamente percibidos como incompatibles.
Así trabajaban Coltrane, Einstein y los demás genios de la historia. Ese es el
truco para innovar, para descubrir, para crear pensamiento. Cocerse en el
dominio de una sola disciplina es la trampa para creadores por antonomasia, el
pasaporte hacia la esterilidad.
En ese sentido, la
vida de Stephon Alexander, que es la fuente de su pensamiento abarcador, tiene
mucho interés, y no es sorprendente que su libro tenga una fuerte componente
autobiográfica (como tal vez la tenga toda novela). Stephon, afroamericano hijo
de emigrantes de Trinidad, creció en el Bronx neoyorquino, donde un chaval
negro tenía mucho más fácil dedicarse a vender coca que estudiar física.
Mientras se sumergía en los arcanos del saxo y del lenguaje musical del jazz,
sin embargo, el adolescente encontró tiempo para leer a Stephen Hawking (Historia del tiempo) y a Richard Feynman (¿Está usted de broma, mister Feyman?), y esos libros
abrieron un nuevo continente a su mente inquieta.
“Leer todo lo que
caía en mis manos sobre física”, confiesa, “me proporcionaba una evasión
perfecta mientras crecía en una parte del Bronx donde la realidad, para muchos,
era deprimente; buena parte de mis años de estudiante los pasé sintiéndome un
negado fuera de lugar, un rastafari de Trinidad criado en el Bronx”. Es bien
curioso que, en el centro puntual de ese ambiente marginal, el joven Stephon
dedicara buena parte del tiempo que no tenía a plantearse la madre de todas las
preguntas: ¿por qué hay algo en vez de nada?
Una pregunta que,
como cada vez más cosas, era parte de la filosofía y ahora ha emigrado a la
física, la madre de todas las ciencias.
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