LA
CARRETA
Prólogo
de Wilfredo Penco
Montevideo
2004
TRIGESIMOCTAVA ENTREGA
VIII
(3)
No había traspuesto aun
el planchón de madera, cuando los tripulantes insomnes, descalzos y en paños
menores, se agolparon sobre la quitandera. Un paso en falso y el más audaz caía
sobre la mujer en una charca barrosa. Disputándose la presa, los tres hombres
anduvieron un trecho, como tres hormigas con un pedazo considerable de azúcar.
La mujer era una carga ya sobre el hombro de uno, ya entre los brazos del otro,
ya entre las piernas del tercero.
Se defendía como podía,
lanzando puñetazos en el vacío o certeros golpes por las espaldas. Mordía,
furiosa, gritaba; cuando dejaba de morder, arañaba con furia.
-¡Los ha mandau el
canaya! -alcanzó a decir en un momento.
-¡Te juro que no! -aseguró
uno de ellos, empeñado en besarle la boca.
Aquel juramento la
tranquilizó, dejando hacer. Cayó en una barranca pedregosa, sin oponer
resistencia.
-¡Dejala por mi cuenta!
-pidió el del juramento-. ¡Dejala conmigo primero!
Para dar una muestra de
acatamiento, la cuarterona, que había demostrado una fuerza poco común, dio dos
manotones a uno y otro de los tripulantes, reservando para el que había jurado
un abrazo significativo.
-¡Qué brutos, qué
bestias! ¡Los parta un rayo! -blasfemó la mujer.
-¡Descansá, vieja,
descansá! -le insinuó el elegido.
Este era un mulato
retacón, barbilampiño, de largos cabellos y voz afeminada.
-¡Así se le hunda el
barco al miserable! -dijo, respirando fuerte, la mujer-. ¡Me han dau una patada
que casi me tumba!
-¡Pobrecita! -agregó
uno de ellos.
-Todos son unos lobos y
están combinados para esto -aseguró la infeliz.
-No, viejita -dijo el
mulato, con su vocecita aniñada-. Nosotros oímos la pelea con el capitán y te
queremos defender.
-¡Yo sabía que estaban
atrás ustedes, y tenía miedo! La primera me dejé hacer, pero después!... -y
cortó su explicación uno de los apartados, ansioso de ver terminadas las
explicaciones.
-¡Bueno, metele con
ese! ¡Dispués venimos nosotros!
Y se alejaron un tanto,
atrás del barranco. En cuclillas, frotándose los brazos desnudos, en donde los
mosquitos comenzaban a picar, esperaron su turno los dos hombres. Se oía el
oleaje golpear en el casco del barco.
La quitandera recibió a
los tres, de cara al cielo, de espaldas al suelo pedregoso. Amanecía cuando la
dejaron en camino del carretón. Las aguas del río reflejaban el tinte rosado de
la aurora. Sorteando piedras, cruzando barrancos, alzando teros que
revoloteaban encima de su cabeza, iba despertando el campo, desfalleciente,
embarrada de pies a cabeza, con los cabellos sueltos al aire del amanecer. De
sus caderas amplias y voluminosas caían terrones de barro que habían quedado
adheridos a la ropa.
Llegada al carretón,
tomó cuatro mates y se tumbó en un cojinillo. Dormía profundamente cuando por
el río, aguas arriba, iba navegando el barco con los seis tripulantes.
El sol le bañaba el
rostro, el aire le agitaba los cabellos y le alzaba las faldas. Algunas hierbas
secas se le habían metido entre los senos. Un perro, a pocos pasos, la miraba
con el hocico alargado, con el olfato atento. Y, altas, las voluntariosas
caderas de la cuarterona parecían desafiar a otros hombres desde el sueño en
que estaban guarecidas.
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