GUILLERMO
ENRIQUE HUDSON
LA
TIERRA PURPÚREA
CENTESIMOCTAVA ENTREGA
XXVII
/ LA FUGA DE NOCHE (5)
Después de dormir un
par de horas, despertó, de repente, asustada, y la afligió mucho saber que la
había sostenido todo ese tiempo. Pero después de aquel sueño recuperador,
pareció efectuarse un cambio en ella. No sólo había desaparecido su gran
cansancio, sino también el temor que la perseguía. De la ortiga el Peligro, había arrancado la flor Seguridad, y ahora podía gozar de ella y
estaba llena de nueva vida y animación, La inusitada libertad y el ejercicio,
junto con el variante paisaje, también tuvieron un efecto estimulador sobre su
cuerpo y ánimo. Un nuevo color se esparció por sus pálidas mejillas; las
manchas violáceas debajo de los ojos, que anunciaban días intranquilos y noches
de desvelo, luego desaparecieron; sonrió brillantemente y estaba muy animada,
de modo que durante aquel largo trayecto, ya descansando a la sombra, a
mediodía, y galopando a escape sobre el verde césped, no podría haber tenido
una compañera más agradable que Demetria. Esta transformación me trajo con
frecuencia a la memoria aquellas conmovedoras palabras de Santos, en que
describía la mano asoladora de los sufrimientos, y cómo con otra laya de vida
su patrona sería “una flor entre mujeres”. Era un consuelo que su afecto para
conmigo hubiera sido sólo cariño, eso y nada más. Pero ¿qué iba a hacer con
ella cuando llegáramos a Montevideo, sabiendo, como sabía, que mi mujer estaba
muy deseosa de volver sin más demora a su país, y resultándome, al mismo tiempo,
muy cruel abandonar a la pobre Demetria entre extraños?
Encontrando su ánimo
tan mejorado, me aventuré a hablarle al respecto; primero se entristeció, pero
luego, recobrando valor, me rogó que le permitiésemos acompañarnos a Buenos
Aires. La perspectiva de quedarse sola le era intolerable, pues no tenía
motivos en Montevideo, y los amigos de su familia estaban todos desterrados o
llevando vidas muy retiradas. Al otro lado del Plata estaría con amigos, y a
salvo, durante cierto tiempo de su verdugo. Esta proposición me pareció muy
cuerda y me alivió considerablemente, aunque, por cierto, sólo servía para
allanar la dificultad durante un corto tiempo solamente.
Como a seis leguas de
Montevideo, en el departamento de Canelones, encontré la casa de un compatriota
llamado Baker, quien había vivido muchos años en el país; era casado y con
familia. Llegamos a su estancia en la tarde, y viendo que Demetria estaba
sumamente rendida con nuestro largo viaje, le pedí al señor Baker que nos
alojara esa noche. Este caballero se portó muy amablemente con nosotros, no
haciendo ninguna pregunta indiscreta, y después de conocernos sólo unas pocas
horas, en las que nos hicimos amigos, le llevé aparte y le referí la historia
de Demetria. Entonces, como hombre de buen corazón, ofreció en el acto alojarla
en su propia casa hasta que pudiesen arreglarse sus asuntos en Montevideo,
oferta que fue muy gustosamente aceptada.
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