JUAN RULFO
“LOS LATINOAMERICANOS ESTÁN PENSANDO TODO EL
DÍA EN LA MUERTE” (*)
Por Martín Caparrós
(15 / 5 2017)
(*) Juan Rulfo murió menos de tres años después de esta entrevista, el 7 de enero
de 1986, en México, de un cáncer de pulmón. Martín Caparrós es periodista y
novelista argentino, y vive en España. Sus libros más recientes son "El
hambre" y "Echeverría".
Este martes 16 de mayo, don Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo
Vizcaíno, que solo necesitó doscientas páginas para convertirse en uno de los
grandes de la lengua, habría cumplido cien años. Hace ya 34, en Buenos Aires,
pude entrevistarlo. Quiero recordar aquel momento.
El señor Juan Rulfo
es mexicano, tiene 65 años y trabaja como editor de obras científicas en el
Instituto Nacional Indigenista. Esta tarde está vestido con un traje de
excelente alpaca gris y es bajito, un poco encorvado, un aspecto pequeño. El
señor Rulfo ha escrito dos libros: uno de cuentos, El llano en llamas,
y una novela, Pedro Páramo, editados en 1953 y 1955; cada uno de
ellos ha vendido millones de ejemplares en castellano y están traducidos a
–digamos– infinidad de lenguas: es inquietante la infinidad de lenguas.
Eso es lo
sustantivo. El problema es adjetivar a alguien que odia los adjetivos, aunque
ya se adjetivará con los más tristes, esta noche. Pero eso será más tarde. Por
ahora, el señor Rulfo está en Buenos Aires, en un puesto de la Feria
Internacional del Libro. Llueve sobre el techo de chapa, una gotera pertinaz
cae sobre una copia del Himno a la Noche
de Novalis y el señor fuma un negro sin filtro; lo mira, lo disfruta, con
infinito cuidado deposita en su mano izquierda la ceniza pendiente. El señor
Rulfo se llena la mano de ceniza.
La gente pasa, y
algunos se detienen. Lo reconocen y le piden, por ejemplo, un autógrafo: “Es
para mi hermana, sabe”. El señor Rulfo lo borda con letra trabajosa. O le
hablan de las cosas más diversas, que él soporta con paciencia tímida: de
Borges (alguien le explica que el argentino, en su perfecto realismo, ha creado
nuevamente Buenos Aires con laberintos, espejos y tigres; él dirá: “Sí, me
gusta mucho”); de la deuda externa (“Nosotros también la tenemos: lo que hay
que hacer es declararse insolventes y que nos busquen, nomás”); de la caída del
imperio colonial español (y le brillan por un momento los ojitos opacos para
decir: “Todos los grandes imperios caen, ahorita falta solamente el de Reagan,
pues”).
El señor Rulfo
escucha, escucha, murmura –el primer nombre de Pedro Páramo era Los
murmullos–, hasta que llega alguien que le dice que Manuel Mujica Láinez está
firmando libros acá cerca, si no querría ir a conocerlo. “No, gracias”, dice el
señor Rulfo, “ahorita estoy mirando libros”. “¿Tal vez más tarde?”. “Tal vez”.
Y se calla: sus silencios a veces se llenan de ironía, son filosos. Alguien le
pregunta si no le interesa conocer a Mujica: mirada socarrona. Pocos minutos
más tarde aparece el prestigioso polígrafo nativo, su bastón en ristre. “No
quería dejar pasar esta oportunidad de decirle que lo considero el más grande
escritor de América Latina”, dice Mujica Láinez. “Gracias”, dice el señor
Rulfo, “igualmente”. El encuentro fue breve, muy trabado.
* * *
Se llama tabú a
aquello que las normas de un determinado grupo humano prohíben nombrar
explícitamente. Así el tabú, lo innombrable, carga de su contenido a todas las
otras cosas, a los otros nombres. El tabú es aquello a lo que siempre se alude
sin nombrarlo.
* * *
El señor Rulfo me
miró con ojitos resignados cuando le recordé que había llegado la hora fijada
para la entrevista: con ojitos resignados asintió. El señor Rulfo caminaba
delante, yo detrás; no redoblaban cajas destempladas y, sin embargo, yo me
sentía infelizmente verduguesco:
Discúlpeme una vez más por molestarlo. ¿No le gusta nada todo esto, no?
No, es muy odioso.
Ya le han hecho tantas entrevistas… Debe tener todas las respuestas
estereotipadas.
No, al contrario;
me sé las preguntas, pero las respuestas no. Cada vez tengo menos respuestas.
¿Podemos hablar de bueyes perdidos?
Como usted quiera.
Pero a mí nunca se me perdió un buey. Nunca he tenido bueyes.
¿Usted no cree en Dios?
(El señor Rulfo se
detiene, me mira con alarma).
Sí, yo sí creo en
Dios.
Entonces no cree en los curas…
Bueno, es que la
iglesia ha perdido mucho en todas partes, debido a su… bueno, en realidad, lo
perdieron cuando se quitó el ritual latino, que era una especie de rito mágico,
que atraía a la gente. Pero desde que se impuso la lengua de cada pueblo, para
hacer sus actos religiosos… En castellano, en español, la misa perdió toda su
magia.
¿Y ve la muerte desde un punto de vista cristiano?
El señor Rulfo
habla de la muerte, dice que la toma como una cosa natural, que nosotros los
latinoamericanos tenemos un modo muy diferente al de los europeos de pensar en
la muerte: “Ellos nunca piensan en la muerte hasta el día en que se van a
morir”, dice. “Los latinoamericanos están pensando todo el día en la muerte,
hasta para despedirse en la noche dicen ‘Dios mediante’ o ‘si Dios nos da
vida’, dicen ‘Hasta mañana si Dios nos da vida’. Porque siempre conviven con la
muerte”, dice. Y describe –se lo he preguntado– la fiesta del 2 de noviembre,
Día de Muertos. “Sí, van todos a los cementerios y comen calaveras de azúcar.
Le hacen una ofrenda al muerto y después se comen la ofrenda. Y, según ellos,
el muerto viene a visitarlos y se emborrachan y se comen la ofrenda y se ponen
unas borracheras feroces… porque le ponen aguardiente al difunto, porque le
gustaba tomar aguardiente, emborracharse, entonces también ellos se
emborrachan, con aguardiente, mezcal, pulque, lo que sea”, dice el señor Rulfo
con risita y los ojos todavía más entrecerrados.
* * *
El señor Rulfo
habló de la muerte. Pedro Páramo es un libro de muertos. Pero
esta es una entrevista con tabú.
* * *
¿Y lo de la chingada también tiene que ver con la muerte?
No, la chingada es
una mala palabra… Allá decir “Chinga a tu madre” es una ofensa, es la ofensa,
es la peor ofensa…
Pero ¿también se llama chingada a la muerte?
No, a la muerte le
dicen calaca, le dicen la silliqui… ¡quién sabe qué! La calaca se dice mucho.
La chingada es una mala palabra que se dice cuando se quiere ofender a alguien.
“Me está llevando la chingada”, por ejemplo, es como decir “me está llevando el
demonio”. Pero, además, decir “Chinga a tu madre” es una ofensa muy grande,
para sacar la pistola y darse de balazos.
¿Sacan muy fácil la pistola?
Bueno, la sacaban.
Ahorita como ya no tienen pistola…
¿Por qué?
Se las quitaron, se
despistolizaron a toda la gente. Hubo una despistolización general.
De chingada en
Malinche, de Malinche en laberinto, le pregunto por Octavio Paz. El señor Rulfo
dice que esa lectura de la historia de México a través de la Malinche, de la
gran madre violada, entregada al enemigo, que postula El laberinto de
la soledad está tomada de un libro de Samuel Ramos, un filósofo
mexicano que fue profesor de Paz. Y que Octavio Paz maneja una mafia
intelectual en México y que muchos no pertenecen a esa mafia. “Y el que no es
amigo de Octavio Paz es su enemigo”, dice. “Usted no es amigo”, creo entender,
arriesgo. “Sí, yo soy amigo”, corrige. Quiero entender eso de mafia, entonces.
“¿Qué pretende?”, pregunto. “Controlar la cultura”, dice el señor Rulfo,
“revistas culturales, los suplementos culturales, los premios culturales que se
dan en los concursos de novela o de cuento, todo eso. Controlar la cultura”.
A Paz también lo cuestionan por problemas ideológicos…
Claro, la izquierda
mexicana es enemiga de ellos. La izquierda de todas partes, no solo la
mexicana. Todo lo que sea de izquierda para ellos es… es el demonio, ¿no?
¿Y viceversa?
Sí, claro.
Entonces le digo
que algo similar pasó aquí durante mucho tiempo con Borges, que la izquierda
intelectual argentina le cuestionaba sus elecciones políticas, y le pregunto si
se podría hacer un paralelo. “Sí”, dice el señor Rulfo; “pero tiene más fuerza
la derecha que la izquierda”. “¿Allá?”, le pregunto. “Allá”, me contesta.
“¿Culturalmente?”, le pregunto. “Sí”, me contesta. Estamos en la oficina del
director de la Feria Internacional del Libro. El alfombrado es rojo borravino,
los sillones de imitación cuero y el escritorio macizo y de caoba. La luz son
tubos de neón: es el único lugar que conseguimos para hablar con cierta calma,
y el señor Rulfo sigue contestando bajito y lento y a trozos y a nuestro
alrededor cuatro o cinco señores maduros con trajes maduros se esfuerzan por
escuchar nuestras (sus) palabras. “Allá”, me contesta.
Y seguirá hablando
–se lo he preguntado– sobre la pureza del castellano, la libertad que los
escritores deben tener para utilizar palabras del idioma usual de cada país
(“en México eso es muy fuerte, siempre se escabullen muchos nahuatlismos, del
náhuatl”), y que últimamente el director de la Real Academia Española (“que ya
no limpia ni fija ni da esplendor”) hizo una gira por América y dijo que a cada
país había que dejarle el idioma que acostumbraba usar. “Si nosotros usamos
muchas palabras en náhuatl es porque es el lenguaje común, de la gente”, dice
el señor Rulfo. “No nos las han impuesto, sino que… como dijo él, si ustedes
quieren decir ‘vos tenés’, pues es la forma como se entienden y no tenemos por
qué impedirlo… Lo dijo la Real Academia Española”, dice. Y que es América
Latina la que va a conservar el castellano, que en España se está perdiendo.
“Uno a los madrileños ya no los entiende”, dice, y casi se sonríe.
* * *
Esta es una
entrevista con tabú, pero juro que fue él quien empezó con esta cosa de las
letras.
* * *
¿La literatura tiene alguna posibilidad de transformar la realidad?
Sí, hay una
transformación de la realidad, si no, no es literatura…
No, quería decir alguna acción sobre la realidad para transformarla.
Claro, precisamente
la literatura testimonio es menos valiosa que la literatura que transforma la
realidad. La realidad tiene sus límites… Entonces hay que apoyarla con la
imaginación. En el momento en que viene la imaginación o la intuición, entonces
transforma la realidad. La realidad es muy limitada.
Sí. Lo que quería preguntarle es si lo escrito, a su vez, puede accionar
sobre la realidad para modificarla.
No, la literatura
no puede actuar ni puede modificar nada. Pueden la sociología, la antropología,
la economía; pueden hacer algo por transformar las realidades. Pero la
literatura… el escritor no puede lograr hacer nada. La literatura es ficción, y
si deja de ser ficción, deja de ser literatura.
“Y la ficción es mentira”, dice el señor
Rulfo, citando una frase de él mismo aparecida en un reportaje reciente.
Y después me dirá
–se lo he preguntado– que, a diferencia de muchos escritores latinoamericanos,
él nunca se expatrió, que vivió siempre en México. “El mexicano no se
desarraiga fácilmente”, dice. “Hay pocos escritores que han vivido fuera, en el
extranjero, pero ha sido porque eran diplomáticos, después regresan al país. A
los turistas españoles les exigían treinta mil pesos para entrar al país, que
entonces eran treinta mil pesos de este tamaño… ahora son así chiquitines”,
dice el señor Rulfo y se ríe, y sigue contando: “En cambio a los mexicanos nos
cobraban doscientos pesos para ir a España. Y le reclamaron al secretario de
Gobernación por qué les exigía a los españoles tanto dinero por venir como
turistas a México. Y contestó: ‘Bueno, porque los españoles vienen y se quedan;
los mexicanos van y regresan’. El mexicano es muy arraigado… No es el chile ni
los frijoles, no es la nostalgia por esas cosas. Es una costumbre ya, un
arraigo que se tiene… Por ejemplo, mire, Ciudad de México: es una ciudad
caótica, infernal, horrenda, ¿no? Y, sin embargo, vive uno allí y la extraña…
Tenemos posibilidades de irnos a otras partes, a ciudades que son bonitas,
Querétaro, Morelia, donde no hay esmog, donde la gente no es neurótica como en
Ciudad de México y, sin embargo, no queremos salir de Ciudad de México”, dice,
por una vez entusiasmado.
Y eso se nota en los escritores mexicanos.
Son escritores muy
intimistas, que no conocen ni siquiera el país. No han salido de Ciudad de
México.
No es su caso…
No, no. Yo conozco
todo el país. He vivido en muchas ciudades del interior. Viví bastantes años en
Guadalajara… Yo soy de allá, de occidente. Y además conozco otros países
también. Casi conozco todos los países… Menos China y la Unión Soviética.
¿Por alguna razón particular?
No, porque me da
flojera ir tan lejos… Está muy lejos.
En los años
cincuenta, en sus viajes por el país, Rulfo hacía fotos que salieron publicadas
hace poco en un libro. Le pregunto por esas fotos, si hay algún lenguaje común
entre la fotografía y la literatura. “No, no hay nada”, dice el señor Rulfo,
“en absoluto”. Pero sigue: “Dicen que sí hay ciertas similitudes con las
fotografías”, dice, citando seguramente a algún crítico. “Porque en realidad,
como son de la época pasada, representan un México muerto ya, que ya no
existe”.
“Y entonces, ¿la
similitud?”, pregunto. “No la hay”, responde. “Además, cuando yo tomaba
fotografías no pensaba en la literatura, son dos géneros muy diferentes”. No es
el caso de la música. Allí sí reconoce puntos de contacto, y habla de la música
medieval, renacentista, barroca, el canto gregoriano. “Yo considero que la
música es un gran estímulo”, dice, “serena el espíritu, el ánimo, es muy estimulante,
hacia la calma, y deja uno de pensar en… ciertos problemas”.
Uno de los
problemas, por ejemplo, fue siempre su relación con el alcohol. Pero ahora lo
ha dejado, ya lleva algunos años sin beber. Aunque, a veces, cuenta que le
cuesta.
¿Usted sueña mucho?
Sueño, pero no me
acuerdo nunca de lo que sueño.
Pero ¿son sueños agradables?
Pues no sé decirlo,
nunca los recuerdo.
Pero ¿no son pesadillas?
Se ríe. “No, no
tengo pesadillas”, dice. Y se ufana: “He soñado a colores. Es bonito. Son muy
brillantes, muy fuertes los colores”.
* * *
El tabú es lo que
no se puede nombrar, aunque todo lo aluda. ¿Cómo hablar con el señor Juan Rulfo
de esos dos libros que escribió a principios de los cincuenta, esos dos
clásicos latinoamericanos, esos dos libros solitarios? ¿Cómo preguntarle cómo
se siente un hombre que mira desde el llano su propio monumento? O sobre la
unicidad del acto de escribir, sobre su permanencia: si alguien es escritor por
escribir, o por haber escrito. Estoy hablando con él por algo que hizo hace más
de treinta años. Si le preguntara por qué no escribió más me miraría con odio y
me diría, como lo dijo tantas veces, que le faltaba un libro en su biblioteca y
por eso lo hizo, para llenar el hueco, y hasta quizá me diría que está
escribiendo algo, como lo dijo tantas veces, para sacudirse la pregunta
acosadora, acusadora. Todo mirándome con odio. No quiero que me odie. Lo
admiro. Quizá en otra ocasión se lo pregunte.
* * *
¿Usted tiene una relación especial con los adjetivos?
Yo soy enemigo de
los adjetivos. Cuando yo estaba estudiando literatura nos imponían mucho a
Pereda, que era uno de los caballitos de batalla de los maestros de literatura.
Pereda usaba a veces hasta seis u ocho adjetivos para un solo sustantivo. Y el
sustantivo es la sustancia del lenguaje y el adjetivo pues es un adorno, una
cosa superficial. Entonces… yo luché mucho y combatí mucho al adjetivo, la
adjetivación la odio… Pero fue por eso, llegué a odiar hasta la literatura
porque nos imponían el adjetivo como norma. En la literatura española de esa
época, que era la mayor influencia que teníamos, pensaban que sin el adjetivo
no había ornato, no había esplendor en las letras, ¿no?
¿Y si pese a eso le pidiera tres adjetivos para describirse a usted
mismo?
Hay una larga pausa
y, de verdad, parece como si pensara. “Un… un pobre diablo”, dice.
“Ahí hay un
adjetivo y un sustantivo”, me atrevo a decirle, porque lo dijo con una sonrisa
ladeada. “Un pobre miserable diablo”, dice. Y completa: “Deprimido y
desanimado”. “¿Por qué?”. “Así tengo ratos”, dice, y su voz es cada vez más
baja, “ratos de depresión y de desánimo”. Se abre la puerta y entra un señor de
traje. “Está el embajador”, dice. El señor Rulfo se incorpora: “Ya está el
embajador”, dice.
¿Cinco minutos más, señor Rulfo, por favor?
Pero ya caminaba.
“A los embajadores no se los puede hacer esperar”, dijo, y cerró la puerta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario